—¿Puedo servirle en algo?
—He venido a encargar un funeral.
—¿Es para usted?
—Por supuesto que no. ¿Tan moribundo le parezco?
—¿Cómo dice?
—¿Tengo cara de morirme pronto?
—No, claro. Pero es que muchos de nuestros amigos vienen a la sección de Disposiciones Antes del Día. Sígame, por favor.
La mujer le condujo a través de la sala y luego por un alfombrado corredor. Su decorado era de estilo georgiano. Finalizó el Canto del Amor Indio que fue seguido por la voz de un ruiseñor. La anfitriona y él tomaron asiento en una salita tapizada de cretonas indias y se dispusieron a detallar los preparativos.
—Antes que nada he de tomar nota de los datos esenciales.
Él le dio su nombre y el de Sir Francis.
—Bueno, señor Barlow, ¿en qué había pensado usted? Embalsamamiento, por descontado, y luego incineración o no, al gusto del cliente. Nuestro crematorio funciona según principios estrictamente científicos; el calor es tan intenso que todo lo inesencial es volatilizado. Hubo gente a la que no le hacía ninguna gracia la idea de que las cenizas del ataúd y de la ropa se mezclaran con la de su ser querido. Lo corriente es utilizar el método de inhumación, el método sepulcral, o el de emparedamiento, aunque últimamente ha habido muchos clientes que han preferido el del sarcófago. Depende del gusto de cada uno. El ataúd es colocado en el interior de un sarcófago herméticamente cerrado, de mármol o de bronce, y queda colocado permanentemente a cierta altura de la tierra, dentro de un nicho del mausoleo, con o sin rosetón pintado con motivos personales encima. Esto último es, naturalmente, para quienes el gasto no es un detalle relevante.
—Nosotros queremos que nuestro amigo sea enterrado.
—¿No será la primera vez que viene al Claro de los Susurros, verdad?
—Sí.
—En tal caso permítame que le describa el Sueño. El Parque está dividido en zonas. Cada zona posee su nombre propio y su correspondiente Obra de Arte. Como es natural varían en precio y en el interior de cada zona, los precios a su vez varían según la proximidad de la Obra de Arte. Tenemos emplazamientos individuales a partir de los cincuenta dólares. Éstos se encuentran en el Reposo del Peregrino, zona que acabamos de crear detrás del vertedero de combustible del crematorio. Los más caros son los de la Isla del Lago. Estos llegan a costar unos mil dólares. Luego está el Nido de los Amantes, emplazado en la proximidad de una bellísima copia de la famosa escultura de Rodin, el Beso. En esta zona tenemos parcelas dobles a setecientos cincuenta dólares la pareja. ¿Estaba casado su ser querido?
—No.
—¿A qué se dedicaba?
—Era escritor.
—Ah, entonces el lugar apropiado sería el Rincón de los Poetas. La mayoría de los más ilustres autores literarios están allí, ya en persona o por Disposiciones Antes del Día. ¿Conoce sin duda las obras de Amelia Bergson?
—He oído hablar de ellas.
—Ayer, precisamente, le vendimos a la señorita Bergson un lote de Disposiciones Antes del Día, debajo de la estatua del gran poeta griego, Hornero. Si lo desea, podemos colocar a su amigo al lado de ella. Pero tal vez preferirá ver la zona antes de decidir nada.
—Lo quiero ver todo.
—Hay muchísimo que ver. En cuanto haya tomado los datos esenciales haré que le acompañe una de nuestras guías, señor Barlow. ¿Profesaba algún dogma en concreto su amigo?
—Era agnóstico.
—En el Parque poseemos dos capillas sin secta definida y una serie de pastores libres de secta. En cambio los judíos y los católicos tienden a tomar ellos mismos las disposiciones al respecto.
—Tengo entendido que Sir Ambrose Abercrombie prepara una ceremonia especial.
—¡Ah! ¿Trabajaba su ser querido en el cine, señor Barlow? En este caso su lugar adecuado debería ser el País de las Sombras.
—Me parece que a él le gustaría más estar con Hornero y con la señorita Bergson.
—Entonces lo más cómodo será que lo dejemos en manos de la Iglesia Universitaria. Nosotros procuraremos evitar a los que esperan un desfile excesivamente largo. Doy por sentado que su ser querido era caucásico, ¿verdad?
—No. ¿Por qué supone eso? Era inglés puro.
—Los ingleses son caucásicos puros, señor Barlow. La entrada al Parque está restringida. El Soñador lo dispuso así pensando en los que esperan. Durante sus días de prueba están mucho más a gusto con gente de su misma condición.
—Ah, ya comprendo. En fin, le aseguro a usted que Sir Francis era totalmente blanco.
Al decir esto apareció vivamente en la mente de Dennis la imagen que desde hacía rato le estaba acechando, que raramente dejaba de entrever; el cuerpo colgado como un saco y la cara en su extremo superior, con los ojos rojos y horriblemente desorbitados, las mejillas manchadas de azul violeta como las aguas del canto de un cuaderno de registro y la lengua hinchada y salida como una morcilla.
—Decidamos ahora qué ataúd quiere.
Pasaron a las habitaciones donde se exhibían ataúdes de diversas formas y materiales: el ruiseñor continuaba cantando en la cornisa.
—Para los seres queridos del sexo masculino el más popular es el de la tapa de dos piezas. Porque se puede dejar abierta sólo la pieza superior.
—¿Dejar abierta?
—Claro, cuando van los seres que esperan a despedirse de ellos.
—Pero mire, no, no creo que esto vaya a servir. Yo lo he visto. Ha quedado horriblemente desfigurado, ¿sabe?
—Si es un caso en el que usted cree que hay dificultades especiales, no tiene más que mencionárselo a nuestras especialistas en cosmética. Antes de marcharse le presentaré a una de ellas. Hasta el presente no han tenido ningún fracaso.
Dennis no se precipitó a elegir. Estudió con detenimiento todo lo que se ofrecía a la venta; y tuvo humildemente que reconocer que incluso el más simple de aquellos ataúdes superaba en mucho al más lujoso de los del Más Dichoso de los Cotos de Caza, y cuando llegó al nivel de los de dos mil dólares, que no eran los más caros, se sintió como en el Egipto de los faraones. Finalmente se decidió por un macizo baúl de nogal, con adornos de bronce y con el interior forrado de satén acolchado. La tapa consistía en dos partes, tal como le habían recomendado.
—¿Está usted segura de que conseguirán hacerlo presentable?
—El mes pasado nos llegó un ser querido que se había ahogado. Había pasado un mes entero en el mar y se le reconoció por el reloj de pulsera. El fiambre quedó perfectamente —dijo la anfitriona descendiendo desconcertantemente de las ampulosas alturas del discurso que hasta entonces había empleado—, estaba como en el día de su boda. Las muchachas del piso de arriban saben lo que se llevan entre manos. Aunque se hubiera sentado sobre una bomba atómica, serían capaces de volverlo a hacer presentable.
—Consuela saberlo.
—Desde luego.
Y acto seguido readoptó la actitud profesional de antes como quien se vuelve a calar un par de gafas y prosiguió diciendo:
—¿Cómo desea que ataviemos a su ser querido? Aquí contamos con nuestro propio taller de confección. Puede ocurrir que después de una larga enfermedad no se disponga de ropa adecuada o que los seres que esperan no estén dispuestos a echar a perder un traje nuevo. Mire, nosotros podemos confeccionar un traje a precio razonable porque lo que se lleva dentro de un ataúd no tiene por qué ser muy sólido, además en los casos en que sólo se expone la parte superior durante la ceremonia de la despedida, no se precisa más que americana y chaleco. Un color oscuro es lo mejor para hacer resaltar las flores.
Dennis estaba totalmente fascinado. Por fin consiguió decir:
—Sir Francis no era un dandy. Dudo de que tenga nada apropiado para lucir en el ataúd. Pero en Europa me parece que se utilizan mortajas.
—Ah, aquí también tenemos mortajas. Le mostraré unas.
La anfitriona le condujo a una sala donde había una serie de aparadores corredizos parecidos a los de las cómodas de sacristía donde se guardan las casullas y demás, tiró de una y apareció una prenda totalmente insólita a los ojos de Dennis. Al darse cuenta del interés despertado en el joven, se la acercó para que la viera mejor. A primera vista parecía un traje completo abrochado por delante, pero abierto por la espalda; las mangas caían sueltas, con las costuras abiertas; de los puños sobresalía un centímetro de tela blanca, y por la uve del chaleco también, de relleno; de la abertura del cuello salía una pajarita muy bien anudada y el cuello, a su vez, también estaba abierto por detrás. Era un postizo llevado a su más apoteósica expresión.
—Especialidad de la casa —dijo ella— aunque actualmente nos lo imitan en muchos sitios. La idea viene de los vaudevilles en que los actores necesitan un rápido conjunto de quita y pon. Con esto se puede vestir al ser querido sin cambiarle la pose.
—Muy interesante. Creo que es la prenda más apropiada al caso.
—¿Con o sin pantalón?
—¿Qué ventaja concreta tiene el pantalón?
—Como atuendo para la Habitación del Sueño. Todo depende de si prefieren que durante la ceremonia de despedida aparezca tendido en una tumbona o en el ataúd.
—Preferiría ver la Habitación del Sueño antes de tomar una decisión.
—No faltaba más.
Le hizo salir de nuevo al vestíbulo y luego subir por una escalera.
El ruiseñor había sido sustituido por el órgano y los acordes de Haendel los acompañaron hasta la Planta del Sueño. Ella preguntó a una de sus colegas:
—¿Qué habitación está libre?
—Solo la del Narciso.
—Sígame, señor Barlow.
Pasaron de largo ante numerosas puertas de roble barnizado hasta que por fin ella abrió una haciéndose a un lado para dejarlo entrar. El interior era el de una reducida habitación, muy bien amueblada y empapelada. Hubiérase podido tomar por una de las estancias de algún lujoso y moderno club de campo, salvo por una cosa. En torno a un sofá tapizado de cretona india había numerosos jarrones llenos de flores, y en el sofá yacía lo que, al parecer, era la copia en cera de una mujer de edad ataviada como para salir de noche. Entre sus manos enguantadas de blanco sostenía un ramillete de flores y sobre su nariz brillaban un par de anteojos sin montura.
—¡Ay! —exclamó su guía— ¡Qué tonta! Hemos entrado en Prímula por equivocación. Está ocupada —añadió superfluamente.
—Ya.
—La despedida no será hasta esta tarde, pero mejor que nos vayamos antes de que nos vean las de la cosmética. Tienen por costumbre dar unos toques finales poco antes de la llegada de los que esperan. De todos modos, con eso ya podrá hacerse una idea de cómo queda si lo ponemos en una tumbona. Para los señores acostumbramos a aconsejar el despliegue de medio cuerpo en el interior del ataúd porque generalmente no tienen las piernas muy bonitas.
Le indicó que saliera.
—¿Serán muchos en la ceremonia de despedida?
—Sí, me imagino que serán muchos.
—Entonces lo mejor será que reserve una suite con antecámara. La mejor es la Habitación de la Orquídea. ¿Se la reservo?
—Sí, por favor.
—¿Y se decide por el despliegue a medias en el ataúd en vez de la tumbona?
—La tumbona no.
La mujer le mostró el camino de regreso al vestíbulo de recepción.
—Le ha debido de hacer un efecto un poco raro toparse de pronto con uno de los seres queridos, ¿verdad, señor Barlow?
—Confieso que sí.
—Cuando llegue el día será diferente, ya verá. La despedida produce un gran consuelo. Es corriente que los seres que esperan hayan visto al ser querido por última vez cuando estaba en la cama, sufriendo y rodeado de los tétricos implementos de la habitación de un enfermo o de un hospital. Aquí vuelven a verlo como lo habían conocido en sus mejores años de vida, transfigurado por la paz y la felicidad. En el funeral apenas tienen tiempo de verlo cuando desfilan por delante del ataúd. Mientras que en la Habitación del Sueño pueden mirarlo todo el tiempo que deseen, y tomar una fotografía mental de su último recuerdo.
La mujer hablaba, según observó él, en parte según el espíritu del libro del Soñador y, en parte, con palabras llenas de una personal vivacidad. Estaban de vuelta en la sala de recepción y ella le dijo animadamente:
—Bueno, me parece que ya tengo todo lo que necesitaba de usted, señor Barlow, excepto la firma en la hoja de encargo y una suma por adelantado.
Dennis iba preparado para ello. Formaba parte de las formalidades seguidas en el Más Dichoso de los Cotos de Caza. Le entregó quinientos dólares y se quedó con el resguardo.
—Ahora una de las maquilladoras le pedirá los datos que precisa para su trabajo, pero antes de despedirnos permítame que le pregunte si no le interesa tomar disposiciones antes del día.
—Todo lo relacionado con el Claro de los Susurros me despierta un vivísimo interés, pero este aspecto menos que otros, tal vez.
—Las ventajas del plan son dobles —dijo siguiendo con maligna fruición la letra del libro—, económicas y psicológicas. Usted, señor Barlow, llegará muy pronto a la edad óptima de su vida en lo que a ganar dinero se refiere. Usted está sin duda tomando toda clase de medidas en vistas a su futuro... inversiones, seguros y demás. Su plan es asegurarse una vejez tranquila, pero no ha pensado en la carga que usted puede representar para los que le sobrevivan. El pasado mes, señor Barlow, vino a vernos un matrimonio para consultarnos acerca de nuestras Disposiciones Antes del Día. Se trataba de ciudadanos de buena posición, en la mejor edad de la vida, con dos hijas, dos pimpollos a punto de alcanzar su máximo esplendor. Escucharon con atención nuestro plan, que al parecer les causó muy buen efecto y se marcharon prometiendo volver pronto para firmar el contrato. Pero al día siguiente la pareja falleció, señor Barlow, víctima de un accidente de automóvil, y en su lugar aparecieron dos dolidas huérfanas preguntando qué disposiciones habían tomado sus padres. Nosotros no tuvimos más remedio que hacerles saber que no habían tomado disposición alguna. En la hora de extrema necesidad, las chiquillas se encontraron sin consuelo de ninguna clase a su disposición. Qué distinto hubiera sido de haberles podido decir: «Bienvenidas a la Dicha del Claro de los Susurros.»
—Bueno, pero como usted sabe yo no tengo hijos y, además, soy extranjero y no tengo intención de morirme aquí.
—Señor Barlow, usted teme a la muerte.
—No, le aseguro que no.
—Es un instinto natural, señor Barlow, el retraerse ante lo desconocido. Pero si se aviene a hablar de ello abierta y francamente, se liberará de pensamientos mórbidos. Es una de las lecciones aprendidas gracias al psicoanálisis. Saque sus oscuros temores a la luz de un día normal de la vida de un hombre corriente, señor Barlow. Descubra que la muerte no es una íntima tragedia de su vida personal, sino que forma parte de la vida de todos los hombres. Recuerde las hermosas palabras escritas por Hamlet: «Ten en cuenta que la muerte es de todos; todo lo vivo ha de morir.» Tal vez usted juzgue mórbido e incluso peligroso detenerse a reflexionar sobre este tema, señor Barlow; pero investigaciones científicas han demostrado lo contrario. Hay muchas personas que pierden energía vital prematuramente y que menoscaban su capacidad económica a causa, meramente, del miedo que tienen a la muerte. Mientras que si logran liberarse del miedo, las posibilidades de alargar los años de su vida aumentan considerablemente. Escoja ahora, tranquilo y en perfecta salud, la forma en que desea ser tratado por última vez, pague ahora cuando menos esfuerzo le cuesta y libérese de la angustia. Sacúdase el mochuelo y échenoslo a nosotros, señor Barlow, el Claro de los Susurros puede cargar con él sin dificultad.
—Reflexionaré detenidamente sobre ello.
—Quédese con el prospecto. Y ahora le dejo en manos de la maquilladora.
Ella se marchó y Dennis inmediatamente la olvidó. La había visto muchas veces y en todos sitios. Las madres americanas, se dijo Dennis, seguramente distinguen a una hija de la otra, como se dice que hacen con gran sutileza los chinos a pesar de la aparente uniformidad de su pueblo, pero para un ojo europeo la anfitriona de aquella funeraria era idéntica a sus hermanas las azafatas de las compañías de aviación y a las recepcionistas, idéntica a la señorita Poski del Más Dichoso de los Cotos de Caza. Era un producto estándar. Era perfectamente posible despedirse de una de ellas en cualquier tienda de comestibles neoyorkina, hacer tres mil kilómetros en avión y volverla a encontrar en un estanco de San Francisco, como a tu favorita historieta seriada en el periódico local; y en los momentos de ternura te arrullará con las mismas palabras mientras que en las horas de discurso social manifestará profesar las mismas creencias y opiniones. Resultaba comodísimo; pero Dennis pertenecía a una civilización anterior y más exigente. Él buscaba lo intangible, la cara velada entre la niebla, la silueta en un portal iluminado, los encantos secretos de un cuerpo disimulado bajo la ceremoniosidad del terciopelo. Él no ambicionaba los tesoros de aquel rico continente, las largas piernas extendidas al borde de las piscinas, los abiertos y pintados ojos ni las bocas bajo arcos voltaicos. En cambio la chica que entró en aquel momento era un ejemplar único. Aunque no inclasificable; en cuanto la vio, a Dennis le vino a la mente la frase que la describía: la única Eva en un Edén ansiosamente higiénico, era una chica decadente.
Llevaba el blanco uniforme del oficio; entró en la habitación, se sentó a la mesa y cogió la pluma con el mismo aplomo profesional de su predecesora, pero no por ello dejó de ser lo que Dennis había vanamente buscado durante el pasado y solitario año de destierro.
Tenía el pelo oscuro y liso, las cejas grandes, el cutis transparente y sin el consabido bronceado del sol. El color de los labios era artificial, por supuesto, pero sin la espesa película de sus hermanas ni los grasientos grumos que, de costumbre, taponaban los finísimos poros; estos prometían, al contrario de los otros, un inconmensurable abanico de contactos sensuales. El rostro, lleno, era ovalado, el perfil puro, clásico y luminoso. Los ojos verdosos y remotos, con un cierto destello de locura.
Dennis contuvo el aliento. Al arrancar a hablar, la chica resultó vivaz y prosaica.
—¿De qué ha muerto su ser querido?
—Se ahorcó.
—¿Tiene la cara muy desfigurada?
—Espantosa.
—Es normal. Lo más probable es que el señor Joyboy se ocupe de él personalmente. Todo depende de cómo se le toca, de cómo se le hace un masaje para que la sangre fluya a las partes congestionadas. El señor Joyboy tiene unas manos maravillosas.
—¿Y usted a qué se dedica?
—Yo me cuido del pelo, la piel y las uñas y doy instrucciones a los embalsamadores sobre la expresión y el gesto. ¿Ha traído fotografías del ser querido? Es lo más útil cuando hay que recrear la personalidad. ¿Era el señor de temperamento alegre?
—No, más bien al contrario.
—¿Qué será mejor que anote, sereno y filosófico o circunspecto y decidido?
—Me parece que lo primero.
—Es la expresión más difícil de todas, pero el señor Joyboy se precia de ser especialista en ella... en ésta y en fijar la alegre sonrisa de los niños. ¿Conservaba su pelo original el ser querido? ¿Y la tez? Tenemos la costumbre de clasificarla de rústica, atlética y erudita... es decir roja, morena o blanda. ¿Erudito? ¿Y con gafas? Un monóculo. Presentan siempre un problema porque al señor Joyboy le gusta ladearles un poco la cabeza para darles una pose más natural. Quevedos y monóculos resultan siempre difíciles de mantener en su sitio cuando la carne está rígida. Además, claro, el monóculo pierde la naturalidad en cuanto se cierra el ojo. ¿Tiene un interés especial en que se lo pongamos?
—Era uno de sus rasgos más característicos.
—Como usted diga, señor Barlow. Por supuesto que para el señor Joyboy nada es imposible.
—Me gusta mucho la idea de que el ojo esté cerrado.
—De acuerdo. ¿Falleció el ser querido en una cuerda?
—Con tirantes. Lo que ustedes denominan suspensorios.
—Esto será fácil de arreglar. A veces queda una marca permanente. El mes pasado tuvimos a un ser querido que expiró con un hilo eléctrico. Ni el señor Joyboy pudo quitárselo. Tuvimos que envolverlo hasta el mentón con una bufanda. Pero la señal de los suspensorios desaparecerá sin problema.
—Observo que valora mucho al señor Joyboy.
—Es un auténtico artista, señor Barlow. Es todo lo que puedo decir.
—¿Disfruta con su trabajo?
—Lo considero un enorme privilegio, señor Barlow.
—¿Hace mucho tiempo que se dedica a ello?
Por lo general, según Dennis había observado, la gente de Estados Unidos tardaba bastante tiempo en mostrarse susceptible ante la curiosidad ajena acerca de su trabajo. Aquella maquilladora, en cambio, dio la impresión de correr otro tupido velo entre ella y su interlocutor.
—Dieciocho meses —se limitó a decir—. Y con eso ya casi he terminado de hacerle preguntas. ¿Tiene interés en algún detalle concreto de su personalidad? Por ejemplo, a veces el ser que espera desea que le pongan una pipa en la boca al ser querido. ¿O algún objeto determinado en las manos? A muchos les hace gracia que sostenga un instrumento de música. Una señora pasó toda la ceremonia de despedida con el teléfono en la mano.
—No, no me parece buena idea.
—¿Flores, entonces? Un detalle más... la dentadura postiza. ¿Llevaba en el momento de morir?
—No lo sé, la verdad.
—¿Le importaría enterarse? A menudo desaparecen en el depósito de comisaría, lo que representa un trabajo adicional para el señor Joyboy. Los seres queridos que se dan muerte a sí mismos acostumbran hacerlo con la dentadura puesta.
—Buscaré por su cuarto y si no la encuentro lo mencionaré a la policía.
—Muchas gracias, señor Barlow. Bueno, con eso tengo los datos esenciales completos. Ha sido un placer conocerle.
—¿Cuándo volveré a verla?
—Pasado mañana. Es aconsejable que llegue un poco antes de la despedida para comprobar que todo haya quedado como usted quería.
—¿Por quién he de preguntar?
Pregunte por la maquilladora de la Sala de la Orquídea.
—¿Sin nombre?
—El nombre no es necesario.
La muchacha desapareció y regresó la anfitriona olvidada de antes.
—Señor Barlow, he encontrado un guía para que le acompañe por el Parque.
Dennis despertó de su profundo ensimismamiento.
—Ah, no hace falta, me fío de la casa —dijo—. Para serle sincero, tengo la sensación de que, por hoy, ya he visto suficientes cosas.