Dennis era un joven con más sensibilidad que sentimientos. Aunque en los veintiocho años de su vida siempre había conseguido mantenerse a distancia de todo lo que implicara violencia, provenía, no obstante, de una generación que disfrutaba sin escrúpulo de entrar en íntimo contacto con la muerte a través del prójimo. Jamás en su vida, esta es la verdad, había visto un cadáver humano hasta la mañana en que, cansado y de regreso del turno de noche en la oficina, se encontró al casero colgado de una viga. Los hay que, de tener que afrontar un descubrimiento semejante en edad aún tierna, hubieran sufrido un cambio irreparable en sus vidas; para Dennis fue la cosa menos sorprendente en el mundo que él conocía, y el camino hacia el Claro de los Susurros lo hizo con la mente agradablemente excitada y llena de curiosidad.
Innumerables habían sido las ocasiones en que, desde su llegada a Hollywood, había oído nombrar en boca ajena la gran necrópolis; su nombre lo había leído en las páginas del periódico local siempre que algún cadáver, normalmente ilustrísimo, había recibido honores más que magníficos o cuando se había adquirido una nueva obra maestra para su reputada colección de arte contemporáneo. En las últimas semanas su interés había sido más vivo y de naturaleza más bien técnica, puesto que, a su humilde manera, El Más Dichoso de los Cotos de Caza había sido proyectado como su gran rival. El lenguaje que él ahora utilizaba en su trabajo era un dialecto derivado de las puras aguas que bajaban de esta otra y más elevada fuente. Más de una vez el señor Schultz había exclamado con entusiasmo, después de alguna de sus ceremonias: «Ha estado a la altura del Claro de los Susurros.» Cual un cura misionero en su primera peregrinación al Vaticano, cual un importante jefazo del África Ecuatorial subiendo por primera vez a la Torre Eiffel, entró Dennis Barlow, poeta y enterrador de animales domésticos, por el Portal Dorado.
Portal vastísimo, el más grande del mundo, recientemente vuelto a dorar. En un cartelito se detallaban las proporciones inferiores de sus rivales del Viejo Continente. Pasado el portal se abría un semicírculo de dorados tejos, un ancho sendero de grava para los coches y un islote de césped recortado sobre el que se erguía una singular y maciza pared de mármol esculpida en forma de libro abierto. En ésta, y en letras de treinta centímetros, había inscrito: