DURANTE TODO EL DÍA

Durante todo el día había hecho un calor insufrible, pero al caer la tarde se levantó una brisa por el oeste, por el lado de donde apretaba el calor del sol poniente, y del mar, que no se veía, ni se oía, oculto tras los matorrales de las colinas. Estremeciéronse los oxidados dedos de las palmeras y retumbaron los secos sonidos del estío, el croar de las ranas, el chirrido de las cigarras, y la constante vibración de la música que salía de las vecinas chozas de los indígenas.

A la suavidad de esta luz, perdieron un punto de sordidez la sucia pintura, a medias sarpullida, del chalet y los hierbajos del parterre que había entre la terraza y el hueco sin agua, y los dos ingleses sentados en sus mecedoras, con sus respectivos whiskys con soda y revistas de fecha atrasada, especímenes ambos de los incontables compatriotas desterrados también a las más bárbaras zonas del planeta, participaron del breve e ilusorio espejismo.

—Pronto aparecerá Ambrose Abercrombie —dijo el de más edad—. ¿Qué querrá? Ha dejado recado de que iba a venir. Ve a por otro vaso, Dennis, si puedes.

Acto seguido añadió con más petulancia:

—Kierkegaard, Kafka, Connolly, Compton-Burnett, Sartre, «Scottie» Wilson. ¿Esos quiénes son? ¿Qué pretenden?

—Me suenan algunos de estos nombres. En Londres se los mencionaba cuando yo me vine para acá.

—¿Se mencionaba a «Scottie» Wilson?

—No. No creo. A ese no.

—Aquello es un «Scottie» Wilson. Los dibujos de allí. ¿Te dicen algo?

—No.

—No.

La momentánea animación de Sir Francis Hinsley decayó. Tiró su número de Horizon y dirigió los ojos hacia la mancha oscura y sombría que en otros tiempos había sido la piscina. Tenía el rostro sensible, inteligente, desdibujado ligeramente por la buena vida y el interminable aburrimiento.

—Antes era Hopkins —dijo—; Joyce, Freud, Gertrude Stein. A éstos tampoco logré nunca descubrirles la gracia. Lo nuevo nunca se me ha dado bien. «La influencia de Zola en Arnold Bennett»; «La influencia de Henley en Flecker.» Es a lo máximo que llegué en cuanto a los modernos. Mis temas favoritos eran «El párroco inglés en la novela inglesa» o «Las gestas de caballería y los poetas»... y cosas por el estilo. A la gente le gustaba. Luego dejaron de interesarle. Yo igual. Era un cagatintas infatigable. Necesitaba cambiar. Nunca me he arrepentido de haberme marchado. Este clima me sienta muy bien. La gente de aquí es de lo más generosa y no te exigen nunca que les escuches. No te olvides de esto, muchacho. Es el secreto de la vida social de este país. Hablan simplemente por el puro placer de escucharse. No dicen nunca nada para que sea oído.

—Ahí llega Ambrose Abercrombie —dijo el joven.

—Hola, Frank. Hola, Barlow —saludó Sir Ambrose Abercrombie subiendo las escaleras—. Qué día tan caluroso, ¿verdad? Tomo asiento, con la venia de la compañía. Basta —añadió dirigiéndose al joven que le servía el whisky—. Soda hasta arriba, por favor.

Sir Ambrose iba vestido con oscuros pantalones de franela y corbata de excursionista etoniano, y llevaba un sombrero de remero con cinta de I Zingari. Era el uniforme de los días de calor; cuando el tiempo lo permitía se ponía gorra de rastreador de venado y una capa de Inverness. No había pasado todavía de lo que Lady Abercrombie pretenciosamente llamaba el «buen» lado de los sesenta, pero después de tantos años de hacerse el joven, aspiraba ahora a los honores de la vejez. Lo que más le envanecía últimamente era que la gente le clasificara de «magnífico vejete».

—Hace días que pensaba en venir. El problema de este país es que no te dejan en paz ni un minuto, en cuanto te agarran, pierdes el contacto con la gente. Y eso no está bien. Los británicos tenemos que mantenernos unidos. Y tú, Frank, no debieras esconderte, vives como un ermitaño.

—Me acuerdo de cuando no vivías tan lejos.

—¿Yo? ¡Pardiez, tienes razón! Me recuerdas viejos tiempos. Fue antes de que nos marcháramos a vivir a Beverly Hills. Ahora, como ya sabrás, vivimos en Bel Air. Pero he de confesar que no me acabo de sentir bien en este sitio. Tengo un terreno en los acantilados del Pacífico. Aguardo a que baje el costo de la construcción. ¿Dónde estaba mi casa? ¿En la acera de enfrente, verdad?

En la acera de enfrente, veinte años o más atrás, cuando el barrio, ahora en decadencia, estaba de moda; Sir Francis, apenas entrado en la madurez, era en aquella época el único aristócrata de Hollywood, el decano del círculo inglés, principal guionista de Megalopolitan Pictures y presidente del Club de Cricket. Por aquellos años, el joven, o más bien el joven Ambrose Abercrombie vivía a salto de mata, gracias a la serie de fatigosísimos papeles que le hicieron famoso, como heroico acróbata histórico, y casi cada noche se dejaba caer en casa de Sir Francis para tomar un refresco. En Hollywood actualmente había títulos ingleses a montones, algunos auténticos, y a Sir Ambrose se le había oído hablar despectivamente del de Sir Francis como «un invento de Lloyd George». Las botas de siete leguas del fracaso habían marginado mucho al envejecido anciano. Sir Francis había descendido al Departamento de Publicidad, y, en el Club de Cricket, figuraba en la cola junto a otros doce, que aguardaban el cargo de vicepresidente.

La piscina de su casa, que antaño había sido lucidísimo acuario de muslos de bellezas desaparecidas tiempo atrás, estaba ahora vacía, agrietada y llena de hierbas.

No obstante un vínculo de caballeros unía a los dos hombres.

—¿Qué tal en Megalo? —preguntó Sir Ambrose.

—Patas arriba todo. Tenemos problemas con Juanita del Pablo.

—¿Con la «deliciosa, lánguida y lasciva»?

—Confundes los epítetos. La chica es, mejor dicho era, «adusta, fenomenal y sádica». Si lo sabré yo que inventé la frase. Cuajó de maravilla, y significó un cambio de tono en la publicidad de tipo personal.

»La señorita Del Pablo fue, desde el primer día, mi protegida particular. Recuerdo el día de su llegada. El pobre Leo la contrató por sus ojos. Por aquella época se llamaba Nena Aaronson... los ojos eran espléndidos y tenía una magnífica melena negra. De modo que Leo decidió convertirla en española. Ordenó que le cortaran media nariz y la envió a México a que aprendiera a cantar flamenco en seis semanas. Después me la pasó a mí. Yo fui quien le dio un nombre. Yo la convertí en refugiada antifascista. Dije que la muchacha odiaba a los hombres a causa de los malos tratos recibidos bajo los moros de Franco. En aquella época fue una gran innovación. Tuvo mucho éxito. Y ella no estaba nada mal en su estilo, esta es la verdad, tenía un espontáneo mohín desdeñoso que te ponía los pelos de punta. Las piernas nunca las tuvo muy fotogénicas pero la hicimos salir siempre con falda larga y en las escenas de violencia, para la parte inferior, utilizamos un doble. Yo estaba muy contento de ella y hubiéramos podido disponer de una buena actriz diez años más, por lo menos.

»Pero ahora resulta que en las altas esferas ha habido un cambio de política. Este año nos dedicaremos exclusivamente a hacer películas saludables para contentar a los de la Liga de la Decencia. De modo que la pobre Juanita debe comenzar otra vez como chica irlandesa. Le han oxigenado el pelo y se lo han teñido de rojo. Yo les he advertido que en Irlanda las mozas son morenas, pero los tipos del tecnicolor se empeñan en que no. Pasa diez horas diarias estudiando el acento irlandés y, para dificultarle las cosas, le han arrancado la dentadura. Hasta ahora nunca había representado papeles que la obligaran a sonreír, y para una risotada de vez en cuando, tenía los dientes pasables. Pero a partir de ahora tendrá que echarse a reír a carcajada limpia cada dos por tres. Es decir, dientes postizos al canto.

»Yo hace tres días que estoy tratando de encontrarle un nombre. Y no hay manera. Maureen no, ya hay dos; Deirdre... a ver quién podrá pronunciarlo; Oonagh... suena a chino; Bridget... demasiado corriente. En fin, la verdad es que ella está de un humor de perros.

Sir Ambrose, haciendo honor a la famosa costumbre local, había dejado muy discretamente de escuchar.

—¡Ah —exclamó— conque películas saludables! Me parece muy bien. Yo ya dije en el Club del Cuchillo y el Tenedor: «Mi vida en el cine se ha regido siempre por dos principios: no hagas delante de la cámara lo que no harías en casa, y no hagas en casa lo que no harías delante de la cámara.»

Se alargó sobre el tema mientras Sir Francis, a su vez, se dedicaba a pensar en otra cosa. Y así los dos aristócratas pasaron juntos casi una hora entera, sentados de lado en sus respectivas tumbonas, alternando los arranques de elocuencia con los de ensimismamiento, absortos en la contemplación a través de los monóculos de la bella luz crepuscular, y mientras tanto el joven se dedicaba a irles llenando los vasos, sin olvidarse del suyo.

La hora era propicia a los recuerdos y, en sus intervalos de silencio, Sir Francis rememoraba hasta un cuarto de siglo atrás, si no más, los tiempos en que las brumosas calles de Londres se liberaron definitivamente del terrorífico Zeppelin; en que Harold Monro leía poemas en voz alta en la Librería Poética, y Blunden escribía en el London Mercury; recordó a Robert de la Condamine en las sesiones de tarde del Phoenix; los almuerzos con Maud en Grosvenor Square, los tés con Gosse en Hanover Terrace; al grupito de los once neuróticos que vociferaban baladas escocesas en una taberna de la calle de Fleet, antes de partir al Metroland para pasar el día jugando el cricket, al mozo de las galeradas tirándole de la manga; los incontables brindis durante los incontables banquetes en incontables homenajes a incontables...

Sir Ambrose tenía un pasado más accidentado, pero lo suyo era vivir existencialmente. Sólo pensaba en sí mismo tal como era el momento presente, rumiaba sentimentalmente sobre sus varias ventajas y se ponía muy contento.

—Bueno —dijo al cabo de un largo rato—, ha llegado la hora de coger el tole. La señora estará esperándome —pero no se movió, se giró hacia el joven y le preguntó—: ¿Cómo le van las cosas, Barlow? Hace días que no le vemos por el campo de cricket. Trabaja duro en Megalo, ¿verdad?

—No. Resulta que el contrato expiró hace tres semanas.

—¡No me diga! Bueno, me imagino que le ha venido bien el descanso. Por lo menos a mí me vendría de perilla.

El joven guardó silencio.

—Siga mi consejo y espere sentado a que le salga algo realmente atractivo. No se precipite a la primera oferta. Estos tipos saben respetar a las personas que se estiman en lo que valen. Es importantísimo que no te pierdan el respeto.

»Nosotros los británicos, Barlow, tenemos el deber de mantenernos a la altura de unas circunstancias bastante especiales. Puede que a veces se rían de nosotros, de la manera en que hablamos y nos vestimos; de nuestros monóculos... nos creen elitistas y esnobs, pero, pardiez, nos respetan. Su patrón aprecia la clase. Sabe lo que se lleva entre manos y fíjese que aquí sólo se encuentran ingleses de lo más selecto. A menudo me siento embajador, Barlow. Es una responsabilidad, se lo aseguro, que los ingleses de aquí compartimos, cada uno en la medida de sus fuerzas. No podemos encaramarnos todos a lo más alto del árbol, pero somos todos personas de responsabilidad. No encontrará nunca un inglés entre la gleba... salvo en Inglaterra, por supuesto. Aquí esto lo tienen claro, gracias a nuestro ejemplo. Hay empleos que son inconcebibles para un inglés.

»Hace unos años tuvimos un caso lamentable de un chico muy cabal, que vino a ocupar el puesto de diseñador escenográfico. Un muchacho inteligente, pero que adoptó las costumbres indígenas, se calzaba zapatos de serie, se ponía cinturón en vez de tirantes, salía sin corbata, entraba a comer en cualquier cantina. Luego lo más increíble fue que abandonó los estudios y abrió un restaurante con un socio italiano. Le timaron, por supuesto, y tuvo que dedicarse a agitar una coctelera detrás de la barra de un bar. Espantoso. En el Club de Cricket se recogió dinero para pagarle el pasaje de regreso, pero el muy desgraciado rehusó marcharse. Dijo que le gustaba el país, muchas gracias. Aquel hombre nos hizo un daño irreparable, Barlow. Se comportó como un desertor, esta es la verdad. Afortunadamente estalló la guerra. Entonces no tuvo más remedio que volver y murió en Noruega. Pagó por sus pecados, pero en mi opinión es mucho mejor no tener que pagar por nada mal hecho, ¿no cree?

»Bueno, y usted, Barlow, también tiene una reputación que defender en su propio campo. De lo contrario no estaría aquí. No le diré que la demanda de poetas sea muy grande, pero un día necesitarán a uno, y entonces irán a por usted directamente, sombrero en mano... a no ser que mientras tanto haya usted hecho algo que no les guste. ¿Ve a lo que voy?

»Y yo perorando como un papagayo mientras la señora me espera para cenar. Me largo.

Hasta otra, Frank, ha sido un placer charlar contigo. A ver si nos vemos más a menudo en el Club de Cricket. Adiós, joven, y reflexione sobre lo que le acabo de decir. Le habrá podido sonar algo trasnochado, pero yo sé lo que me digo. No os mováis, ninguno de los dos. Conozco el camino.

Ya casi había anochecido. Los faros del automóvil aparcado desplegaron un resplandeciente abanico de luz por detrás de las palmeras, barrieron la parte delantera del chalet y retrocedieron hacia Hollywood Boulevard.

—¿A qué ha venido todo eso según tú? —preguntó Dennis Barlow.

—Que ha oído rumores. Y ha decidido hacernos una visita.

—Era inevitable que se supiera.

—Desde luego. Si verte excluido del círculo británico cuenta como martirio, prepárate a recibir la palma y la corona. ¿No vas a trabajar hoy?

—Hoy me toca el turno de noche. He conseguido escribir un poco. Treinta líneas. ¿Te gustaría leerlas?

—No —dijo Sir Francis—. Una de las innumerables ventajas de mi destierro es no tener que leer versos impublicados... o, mejor dicho, versos de ninguna clase. Llévatelos a tu cuarto, muchacho, recórtalos y púlelos a tu gusto. A mí me pondrían incómodo. Sería incapaz de entenderlos y es posible que no pudiera evitar preguntarme sobre el porqué de un sacrificio que, en cambio, ahora apruebo. Eres un joven genio, la gran esperanza de la poesía inglesa. Lo he oído decir y lo creo a pies juntillas. He aportado lo mío a la causa del arte, ayudándote a romper unas cadenas a las que hace años yo me resigné contento.

»¿Te llevaron alguna vez de niño a ver una comedia navideña que se llamaba "Por donde termina el arco iris"... una obra muy tonta? San Jorge y un marinero salen volando sobre una alfombra a rescatar unos niños perdidos en el país del Dragón. A mí siempre me dieron la impresión de que se metían a redentores en donde nadie les llamaba. Los niños eran perfectamente felices. Recuerdo que rendían homenaje a las cartas de sus padres negándose a abrirlas. Tus versos son como las cartas que recibo yo de casa... como Kierkegaard, Kafka y "Scottie" Wilson. Yo pago sin protestar ni poner mala cara. Lléname el vaso, muchacho. Yo soy tu memento mori. Estoy metido en lo más remoto del País del Dragón. Mi vida en Hollywood.

»¿Has visto la foto que salió hace tiempo en una revista, de una cabeza de perro cortada y separada del cuerpo, que los rusos mantienen viva por no sé qué obsceno motivo a base de bombearle sangre de una botella? En cuanto huele a gato le gotea la lengua. Igual que nosotros, los que estamos aquí, ¿sabes? Los estudios nos mantienen vivos por medio de una bomba.

Nosotros somos aún capaces de tener algunas de las reacciones más primarias... sólo eso. Si nos desconectaran de la botella, nos desmoronaríamos sin más. Me consuela creer que fue mi ejemplo, el que tú has estado contemplando a diario durante todo un año, lo que te inspiró a tomar la heroica decisión de independizarte y trabajar por tu cuenta. El ejemplo no te ha faltado, ni tampoco, quizá, algún que otro consejo. Posiblemente te haya exhortado explícitamente a que abandonaras el estudio antes de que fuera demasiado tarde.

—Sí. Mil veces.

—¡No tantas! Un par de veces, cuando había bebido una copa de más. Mil veces no. Y mi consejo fue, me parece, que regresaras a Europa. Jamás te he sugerido nada tan violentamente macabro, tan isabelino como el trabajo que haces ahora. Dime, ¿está satisfecho de ti tu nuevo patrón?

—Congenio con la gente. Me lo dijo ayer. El hombre que tenían antes resultaba insultante por su excesiva fruición. A mí me encuentran respetuoso. Es por la mezcla que resulta de mi naturaleza melancólica con el acento inglés. Más de un cliente lo ha comentado favorablemente.

—¿Y qué me dices de nuestros compatriotas? No esperemos que nos miren con buenos ojos. ¿Qué es lo que ha dicho el que se acaba de marchar? «Hay empleos que son inconcebibles para un inglés.» El tuyo, muchacho, es un caso sobresaliente entre los de esta clase.

Dennis Barlow se marchó a trabajar después de la cena. Arrancó en dirección de Burbank, más allá del Portal Dorado y de los iluminados templetes del Claro de los Susurros del parque Rememorativo, hasta casi salir de la ciudad, a su oficina. Su colega, la señorita Myra Poski, le esperaba lista para marcharse, con el sombrero puesto y el maquillaje rehecho.

—No habré llegado tarde.

—Eres un encanto. Tengo una cita en el Planetario, de lo contrario me quedaría un rato contigo y te haría café. En todo el día no ha pasado nada importante, aparte de enviar unos recordatorios. Ah, y el señor Schultz dice que si llega algo hay que ponerlo inmediatamente en la nevera por el calor. Adiós —y desapareció dejando a Dennis solo al frente del negocio.

La oficina estaba amueblada con un buen gusto sombrío, aligerado un poco por el par de perritos de bronce de la repisa de la chimenea. Lo único que la diferenciaba de otros cientos de miles de modernas salas de recepción americanas era una mesita baja de ruedas, de acero y de esmalte blanco; eso y el olor a clínica. Al lado del teléfono había un jarrón con rosas; su fragancia competía con la de fenol, pero no dominaba. Dennis se sentó en una de las butacas, puso los pies sobre la mesita y se dispuso a leer. Desde su servicio en las Fuerzas Aéreas ya no era un aficionado, sino un simple adicto. Existían determinados pasajes en poesía, los más banales, que nunca le defraudaban, que siempre le producían las sensaciones requeridas por él; jamás se aventuraba a lo desconocido; él iba a por la droga de marca, a por lo específico y seguro, a por la Magia en mayúscula. Abría su antología como una mujer su habitual paquete de cigarrillos.

Al otro lado de las ventanas, se oía el continuo pasar de coches, que salían de la ciudad, que entraban, con los faros encendidos, con las radios a todo volumen.

«Abrazado a ti me voy marchitando» leyó. «En el silencio de esta frontera del mundo» y repitió para sus adentros: «En el silencio de esta frontera del mundo. En el silencio de esta frontera del mundo»... cual monje repitiendo una y otra vez el mismo texto hasta convertirlo en plegaria.

Entonces sonó el teléfono.

—El Más Dichoso de los Cotos de Caza —contestó él.

Oyó una voz femenina, ronca, al parecer, de emoción; en circunstancias distintas hubiera pensado que estaba borracha.

—Soy Theodora Heinkel, la señora de Walter Heinkel, de la Via Dolorosa 207, Bel Air. Necesito que venga inmediatamente. Por teléfono no le puedo decir nada más. Mi Arturito... me lo acaban de traer a casa. Salió temprano esta mañana y no volvió. Yo no me preocupé porque no era la primera vez. Al señor Heinkel le he dicho: «Pero, Walter, cómo quieres que salga a cenar si no sé dónde para Arturo» y el señor Heinkel me ha respondido: «¡Memeces! No puedes dejar plantada a la señora Leicester Scrunch en el último minuto», de modo que tuve que ir y mientras estaba a la mesa, a la derecha del señor Leicester Scrunch, me dieron la noticia... Oiga, oiga, ¿me oye?

Dennis cogió de nuevo el aparato que había dejado sobre el papel secante.

—Voy en seguida, señora Heinkel. Via Dolorosa 207 ha dicho usted, ¿verdad?

—Le he dicho que estaba yo sentada a la derecha del señor Leicester Scrunch cuando me dieron la noticia. Él y el señor Heinkel tuvieron que acompañarme hasta el coche.

—Voy en seguida.

—En mi vida podré perdonármelo. Pensar que cuando lo llevaron a casa no había nadie para recibirlo. La sirvienta había salido y el conductor de la furgoneta municipal tuvo que telefonear desde el supermercado... Oiga, oiga. ¿Me escucha? He dicho que el barrendero municipal tuvo que telefonear desde el supermercado.

—Me pongo en camino, señora Heinkel.

Dennis cerró con llave la puerta de la oficina y sacó el coche del garaje; el suyo no, sino la camioneta negra que se utilizaba oficialmente en el trabajo. A la media hora se encontraba en la casa del duelo. Un hombre corpulento se acercó a recibirle por el sendero que descendía de la casa. Iba vestido de etiqueta, a la moda de la alta sociedad local: lana a cuadros escoceses, sandalias, camisa de seda verde brillante, abierta por el cuello y con un anagrama bordado que le cubría la mitad del torso.

—¡Encantado de que por fin haya venido!

—Señor W. H., felicidades —dijo Dennis involuntariamente.

—¿Cómo?

—Soy El Más Dichoso de los Cotos de Caza —contestó Dennis.

—Sí, pase.

Dennis abrió la puerta trasera de la furgoneta y sacó una caja de aluminio.

—¿Será suficiente este tamaño?

—De sobra.

Entraron en la casa. Sentada en el vestíbulo, con un vaso en la mano y vestida también de noche, con una túnica larga y escotada y una diadema en la cabeza, esperaba una señora.

—Ha sido una experiencia terrible para la señora Heinkel.

—No quiero verlo. No quiero hablar de ello —dijo la dama.

—El Más Dichoso de los Cotos de Caza se encargará de todo —dijo Dennis.

—Por aquí —indicó el señor Heinkel—. En la alacena.

El foxterrier yacía sobre el escurreplatos del fregadero. Dennis lo metió en la caja.

—¿Le importa echarme una mano?

Juntos, él y el señor Heinkel, transportaron la carga hasta la furgoneta.

—¿Hablamos sobre los preparativos ahora o prefiere dejarlo para mañana?

—Por las mañanas estoy siempre muy ocupado —contestó el señor Heinkel—. Acompáñeme a mi despacho.

Sobre el escritorio había una bandeja. Se sirvieron whisky.

—Tengo un prospecto de la casa en que se dan detalles de las posibles ceremonias. ¿Le agrada más la inhumación o la incineración?

—¿Cómo dice?

—¿Enterrarlo o quemarlo?

—Quemarlo, supongo.

—He traído unas fotos de los distintos estilos de urna.

—Nos contentamos con lo mejor.

—¿Querrá un nicho en nuestro columbario o prefiere llevárselo a casa?

—Lo primero.

—¿Y en cuanto a los ritos religiosos? A nuestro servicio tenemos un pastor dispuesto a asistirles.

—Pues verá, señor...

—Barlow.

—Señor Barlow, ni yo ni ella somos personas muy aficionadas a ir a la iglesia, pero me imagino que en una circunstancia como la presente, la señora Heinkel preferirá el máximo consuelo que ustedes puedan proporcionarnos.

—Nuestro servicio de clase A se compone de varios detalles en exclusiva. En el instante supremo, se echa a volar una paloma blanca, símbolo del alma del difunto, sobre el crematorio.

—Sí —dijo el señor Heinkel—. Estoy seguro de que la señora Heinkel apreciará el detalle de la paloma.

—Y a cada aniversario se les enviará un recordatorio, por correo y sin gastos adicionales. Reza así: «Hoy su Arturito piensa en usted desde el cielo y mueve la cola.»

—Una idea muy hermosa, señor Barlow.

—Entonces no tiene más que firmar la hoja de encargo...

La señora Heinkel le saludó con una grave inclinación de cabeza al cruzar él el vestíbulo. El señor Heinkel lo acompañó hasta la puerta de la camioneta.

—Ha sido un placer conocerlo, señor Barlow. Me ha quitado un gran peso de encima.

—Es exactamente lo que se propone El Más Dichoso de los Cotos de Caza —contestó Dennis y arrancó el coche.

De vuelta en el edificio administrativo, llevó el perro a la nevera. Tenía un interior espacioso en el que ya había dos o tres cadáveres de tamaño pequeño. Junto a un gato siamés había una lata de zumo de fruta y un plato con bocadillos. Dennis se llevó el refrigerio a la sala de recepción, y, mientras comía, reanudó la lectura interrumpida.

Pasaron las semanas, vinieron las lluvias, disminuyeron las invitaciones y cesaron. Dennis era feliz con su trabajo. Los artistas son por naturaleza personas versátiles y precisas; se desalientan sólo ante lo rutinario e improvisado. Dennis lo había observado durante la pasada guerra; un amigo suyo, poeta, que la había hecho como granadero, había sido un entusiasta hasta el final, mientras que él, como oficial sin avión en la Comandancia de Transportes, estuvo a punto de sucumbir de impaciencia.

Su primer libro salió cuando estaba en un puerto italiano, ocupado con el departamento de las Prioridades del Aire. En la pasada década Inglaterra no había sido nido de aves cantoras; varios lamas habían perdido el tiempo explorando las nieves en busca de una reencarnación de Rupert Brooke. Entre los bombardeos de los alemanes y las ictéricas y deprimentes publicaciones de la Oficina Papelera de Su Majestad, los poemas de Dennis consiguieron inesperadamente hacer las veces de algo parecido a la prensa de la Resistencia en la Europa ocupada. Los elogios recibidos fueron desaforadamente exagerados y, a no ser por el racionamiento del papel, se hubieran vendido como una novela. El día en que el Sunday Times llegó a Casería con una reseña de dos columnas, Dennis fue ascendido a asistente personal de un Mariscal del Aire. Ascenso que él rehusó malhumorado, prefiriendo permanecer en las «Prioridades», pero su ausencia no impidió que le dieran media docena de premios literarios. Al librarse del servicio fue directamente a Hollywood para ayudar a escribir un guión cinematográfico sobre la vida de Shelley.

En los estudios de la Megalopolitan reencontró, intensificada por el nerviosismo endémico del lugar, la misma absurda futilidad de la vida militar. Se desalentó, se desesperó y huyó.

Y ahora vivía contento: cumplidor en un oficio útil, bajo un señor Schultz satisfecho de su trabajo, y en compañía de una señorita Poski a la que mantenía constantemente desconcertada. Por primera vez en su vida tenía la oportunidad de descubrir el significado de «explorar un nuevo camino»; era un camino estrecho, pero digno y umbrío que llevaba a horizontes ilimitados.

No todos los clientes se mostraron tan generosos y tratables como los Heinkel. Los hubo que se desconcertaron ante la perspectiva de desembolsar diez dólares por el entierro, otros pidieron que se les embalsamara el animalito y luego se marcharon al Este, olvidándose de todo; hubo uno que tuvo media nevera ocupada durante una semana con el cadáver de su osita, y luego cambió de parecer y se fue a un taxidermista. Esos fueron los días malos, en contraste con la incineración ritual, casi orgiástica, de un chimpancé sin prejuicios de secta, y del sepelio de un canario sobre cuya diminuta tumba acudió un batallón de cornetas de la Marina a tocar Taps[1]. La Ley californiana prohíbe esparcir restos humanos desde un avión, en cambio el reino animal dispone libremente del cielo y en una ocasión Dennis tuvo que encargarse de arrojar las cenizas de una gata desde una avioneta mientras sobrevolaba el Sunset Boulevard. Aquel día salió retratado en el periódico local y cayó definitivamente en desgracia ante la buena sociedad. Pero él estaba contento. Su poema llevaba una vida azarosa, trepando a gatas entre los avatares de la composición y el recorte, pero salía poco a poco adelante. El señor Schultz le aumentó el sueldo. Curáronse las cicatrices de la adolescencia. En el silencio de aquella frontera del mundo experimentó una alegría tranquila como la que sólo había conocido una vez, aquel magnífico día de principios del trimestre de primavera, cuando herido honorablemente durante un partido de su curso, yacía en la cama y por las ventanas de la enfermería le llegaron las pisadas de sus colegas en marcha para las maniobras de campo.

Pero mientras Dennis prosperaba, a Sir Francis las cosas no le iban bien. El anciano comenzaba a perder ecuanimidad. Jugueteaba nerviosamente con la comida y se paseaba por la terraza sin poder dormir durante la silenciosa hora del alba. Juanita del Pablo se había tomado a mal lo de su transformación y, ante la impotencia de descargarse sobre los poderosos, se lo hacía pagar a su viejo amigo. Sir Francis se desahogaba contándoselo a Dennis.

La pregunta que se hacía el agente de Juanita tomaba un creciente matiz metafísico; ¿existía su cliente? ¿Podías legalmente comprometerla a aniquilarse? ¿Cómo llegar a un acuerdo con ella antes de darle tiempo a adquirir señas de una identidad normal? A Sir Francis le había caído encima el sambenito de la metamorfosis. ¡Con cuánta facilidad, diez años atrás, había dado vida a la muchacha... a la ménade dinamitera del frente portuario de Bilbao! Mientras que ahora, con qué pesadez de plomo rebuscaba por entre los nombres de la mitología celta y trataba de reescribirle una biografía... un romántico amor en las montañas de Mourne, la muchacha descalza que los campesinos tratan como a la mensajera de las hadas, la amiga del duende maligno, el travieso diablillo que corta las amarras del asno y acompaña a los turistas ingleses por peligrosas peñas y cascadas. Lo leyó en voz alta a Dennis y se convenció de que no valía nada.

Lo leyó en voz alta en una reunión, ante la actriz actualmente innominada, su agente y su abogado; estuvieron también presentes los directores del Departamento Legal, de Publicidad, de Personalidad y de Relaciones Internacionales de la productora Megalopolitan. En toda su carrera hollywoodiense Sir Francis no había nunca asistido a una reunión con tantas luminarias del Gran Sanedrín de la Corporación. Rechazaron su historia sin siquiera una discusión.

—Quédate una semana en casa, Francis —le dijo el director de Personalidad—. Intenta encontrar un nuevo enfoque. ¿O es que te causa alergia el encargo?

—No —contestó Sir Francis con voz desmayada—. De ninguna manera. Ha sido una reunión muy útil. Ahora ya sé lo que quieren los señores. Estoy seguro de que me saldrá sin dificultad.

—Para nosotros será siempre un placer echar una ojeada a tus creaciones —dijo el director de Relaciones Internacionales. Pero en cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, los prohombres intercambiaron miradas y menearon la cabeza.

—Otro que fue y no será —dijo el director de Personalidad.

—Un primo de mi mujer acaba de llegar —dijo el director de Publicidad—. Quizá valdría la pena que le diera la oportunidad de trabajar en esto.

—Sí, Sam —respondieron todos—, dáselo al primo de tu mujer a ver qué hace.

Después de esto Sir Francis se encerró en casa y durante unos días su secretaria fue a diario a tomar nota de su dictado. Comenzó cambiando el nombre de Juanita y la historia de su vida: Kathleen Fitzbourke la mascota de los Galway Blazers; la luz que se filtraba entre las colinas y muros de su duro país y Kathleen Fitzbourke sola con los mastines, lejos de las torres a medio caer del castillo de Fitzbourke... Hasta que llegó el día en que su secretaria dejó de presentarse. Él llamó al estudio. La llamada fue transferida de un despacho a otro de la administración y finalmente una voz dijo:

—Sí, Sir Francis, está previsto. La señorita Mavrocordato ha sido trasladada al departamento de Abastecimiento.

—Bueno, pero yo necesito que venga alguien.

—De momento me parece que no tenemos a nadie disponible, Sir Francis.

—Comprendo. En fin, es un contratiempo pero iré yo y terminaré el trabajo en el estudio. ¿Puede mandarme un coche?

—Le pongo al habla con el señor Van Gluck.

La comunicación volvió a ser lanzada de un lado a otro como una pelota y por fin otra voz dijo:

—Jefe de Transporte. No, Sir Francis, lo siento, en este momento no disponemos de ningún coche en el estudio.

Con la sensación del peso del manto de Lear sobre los hombros, Sir Francis tomó un taxi y fue al estudio. Saludó con la cabeza a la chica de recepción con una pizca menos de su cortesía habitual.

—Buenos días, Sir Francis —dijo ella—. ¿En qué puedo servirle?

—En nada, gracias.

—¿Busca a una persona determinada?

—No, a nadie.

La muchacha del ascensor le miró con expresión interrogante.

—¿Quiere subir?

—Al tercer piso, naturalmente.

Recorrió el acostumbrado y anónimo pasillo, abrió la puerta de siempre y se detuvo en seco. Sentado en su escritorio había un desconocido.

—Perdón —dijo Sir Francis—. Qué estúpido. No me había pasado nunca.

Reculó y cerró la puerta. Luego escudriñó detenidamente. Era su número. No había cometido ningún error. Pero en el hueco donde había aparecido escrito su nombre durante doce años, desde el día que entró a trabajar en el departamento de guionistas, había ahora una tarjeta con el nombre de «Lorenzo Medici». Volvió a abrir la puerta.

—Mire —dijo—. Debe de haber un error.

—Pues sí, quizá sí —dijo el señor Medici alegremente—. Esto parece una casa de locos. Me he pasado media mañana sacando trastos del cuarto. Montones de cosas, como si alguien hubiera vivido aquí, frascos de medicinas, libros, fotografías, juegos infantiles. Por lo visto era la habitación de un viejo inglés a quien acaban de echar a la calle.

—Yo soy el inglés de marras y a mí nadie me ha echado a la calle.

—Me alegro muchísimo de saberlo. Espero que entre los trastos no hubiera nada de valor. Puede que todavía lo encuentre tirado por ahí.

—Voy a ver a Otto Baumbein.

—Ése también está chiflado pero me imagino que no sabrá nada de los trastos. Los acabo de dejar en el corredor. Quizás un conserje...

Sir Francis fue por el pasillo hasta el despacho del ayudante del director.

—El señor Baumbein tiene una reunión en este momento. ¿Quiere que le diga que se ponga en contacto con usted?

—Prefiero esperar.

Se sentó en la sala de espera, donde dos mecanógrafas estaban pasándoselo en grande hablando largo y tendido con sus respectivos amantes por teléfono. Por fin salió el señor Baumbein.

—Hola, Frank —dijo—. Muy simpático de tu parte venir a vernos. Lo aprecio de verdad. En serio. Vuelve otro día. Vuelve a menudo, Frank.

—He venido a hablar contigo, Otto.

—Bueno, es que ahora estoy muy ocupado, Frank. ¿Qué te parece si te llamo la semana que viene?

—Acabo de encontrar a un tal señor Medici en mi despacho.

—Pues sí, Frank. Sólo que él lo pronuncia «Medissy», tal como suena; de la manera que lo pronuncias tú parece italiano y el señor Medici es un joven con un historial muy, pero que muy distinguido, Frank, y me enorgullecería poder presentaros.

—¿Y yo dónde trabajaré?

—Bueno, a ver, Frank, es algo que quiero discutir contigo, en serio, pero en este momento no tengo tiempo. No tengo tiempo, ¿verdad, nena?

—No, señor Baumbein —contestó una de las secretarias—. Ahora, desde luego, no tiene tiempo.

—Ya lo has oído. Que no tengo tiempo. Se me ocurre una idea, nena, intenta que Sir Francis sea recibido por el señor Erikson. Estoy seguro de que el señor Erikson me lo agradecerá.

De modo que Sir Francis fue a ver al señor Erikson, el empleado inmediatamente superior al señor Baumbein, y de sus labios y con brusca terminología nórdica se enteró de lo que ya había comenzado a barruntar durante la última hora transcurrida: que sus largos años de servicio en la Megalopolitan Pictures Inc. habían llegado a su término.

—Lo correcto hubiera sido advertirme —dijo Sir Francis.

—La carta ya está enviada. Las cosas a veces se retrasan, usted ya lo sabe; tienen que pasar por varios departamentos para obtener el visto bueno... por el departamento legal, el de finanzas y el de conflictos laborales. Pero en su caso no se prevén dificultades de ninguna clase. Afortunadamente usted no está sindicado. De vez en cuando los Tres Grandes ponen reparos a lo que ellos consideran un derroche de personal... como cuando hacemos venir a alguien de Europa o de China o de donde sea y a la semana lo despedimos. Pero en su caso esto no ha ocurrido. Usted tiene un largo currículum. Veinticinco años exactamente, ¿verdad? Y en su contrato no está prevista ni la cuestión de la repatriación. Lo de su vencimiento pasará como una seda.

Sir Francis se despidió del señor Erikson y se encaminó hacia la salida de la gran colmena. La denominaban el Bloque Conmemorativo de Wilbur K. Luti y cuando Sir Francis llegó a Hollywood todavía no existía. Wilbur K. Luti todavía estaba vivo; y de hecho una vez le había estrechado vigorosamente la mano. Sir Francis había visto construir el edificio y había ocupado un lugar honorable, si no ilustre, en la ceremonia de su consagración. Él había visto cómo los despachos eran ocupados y vueltos a ocupar, el continuo cambio de nombres en las puertas. Había visto numerosas llegadas y partidas, la llegada de los señores Erikson y Baumbein, y la marcha de otros cuyos nombres ya no recordaba. Se acordaba de cuando el pobre Leo, caído desde la cúspide, había muerto en el jardín del hotel de Allah con la nota sin pagar.

—¿Ha visto a quién buscaba? —le preguntó la chica de recepción al verlo cruzar la puerta y salir a la luz del sol.

En el sur de California el césped no crece bien y los terrenos de Hollywood no daban para el refinamiento a lo grande del juego de cricket. De hecho algunos de los miembros más jóvenes lo jugaban correctamente, pero para la mayoría el interés despertado era tan mínimo como la venta de pescado o la torcedura de cuerda entre las Compañías de Librea de la Ciudad de Londres. Para la mayoría el club representaba el símbolo de su personalidad inglesa. En él se recogía dinero para la Cruz Roja y se desahogaban a gusto, maliciosamente, y sin riesgo alguno chismorreando sobre sus patronos y protectores extranjeros. Fue allí donde acudieron todos, a la mañana siguiente de la inesperada muerte de Sir Francis Hinsley, como convocados por una señal de alarma.

—Lo encontró Barlow.

—¿Barlow el de Megalo?

—El que antes trabajaba en Megalo. Su contrato no fue renovado. Y desde entonces...

—Sí. Ya me lo han dicho. Un escándalo.

—Yo a Sir Francis no lo conocía. Fue bastante anterior a mí. ¿Sabe alguien por qué lo ha hecho?

—No le renovaron el contrato.

Para la reunión eran palabras de muy mal agüero, palabras jamás pronunciadas sin un disimulado tocar de madera o cruzar de dedos; palabras sacrílegas que más valía no mencionar. A todos se les había concedido un plazo de vida que se extendía desde el día de la firma del contrato hasta la fecha de su expiración; después venía lo desconocido.

—¿Dónde estará Sir Ambrose? Esta noche no puede faltar.

Por fin llegó y a nadie se le escapó el detalle de que ya se había puesto una cinta de seda negra en su blazer Coldstream. A pesar de lo tardío de la hora, no rehusó una taza de té y, después de husmear la expectación que enrarecía la atmósfera del pabellón, arrancó a hablar:

—Ya os habréis enterado todos del siniestro suceso del viejo Frank.

Murmullos en la sala.

—Al final de sus días cayó en desgracia. Me imagino que a excepción de mí, nadie en Hollywood recuerda sus mejores tiempos. Hizo las veces de defensor de la Corona.

—Fue un hombre muy cultivado y todo un señor.

—Exactamente. Fue uno de los primeros ingleses con clase que entró a trabajar en el cine. No sería descabellado decir que él echó los cimientos sobre los que yo... sobre los que todos nos asentamos. Fue nuestro primer embajador.

—En mi opinión Megalo hubiera debido conservarle a su servicio. Su salario representaba un gasto irrisorio. Dadas las leyes naturales no le hubiera costado mucho más dinero.

—Aquí la gente vive muchísimos años.

—Pero si no fue por eso —dijo Sir Ambrose—. Los motivos fueron otros.

Hizo una pausa. Acto seguido prosiguieron sonando las mismas insinuantes y falsas modulaciones de la voz:

—He decidido deciros la verdad porque es algo que afecta a las vidas de todos los presentes. No creo que muchos de vosotros hubierais visitado a Frank durante los últimos años. Yo sí. Creo que mi deber es no perder el contacto con ningún inglés de la zona. En fin, quizás ya sepáis que últimamente vivía con un joven inglés llamado Dennis Barlow. —Intercambio de miradas entre los miembros del club, unos con expresión de enterados, otros expectantes—. En fin, no quiero hablar mal de Barlow. Consiguió muy buena fama como poeta. Las cosas le han ido mal. Lo cual no es motivo para criticar a nadie. Esto es un duro campo de pruebas. Sólo sobreviven los mejores. Barlow no. En cuanto lo supe, fui a verle. Y le aconsejé, lo más claramente posible, que debía marcharse. Lo hice pensando en todos nosotros. No nos conviene que haya ingleses pobretones merodeando por Hollywood. Se lo dije tal cual, sin rodeos y sin ánimo de ofender, de inglés a inglés.

»En fin, me parece que la mayoría ya sabéis cuál fue su respuesta. Aceptó un empleo en el cementerio de animales domésticos.

»En África, cuando un blanco se convierte en un indeseable y deja mal a los de su raza, el gobierno le envía a su país. Desgraciadamente aquí no contamos con esta ventaja. ¿Os imagináis si no a Megalo despidiendo al pobre Frank? Pero en cuanto descubrieron que vivía con un individuo que trabajaba en el cementerio de los animales domésticos... ¡Bueno, ya me diréis! Ya sabéis cómo es la gente de por aquí. Yo no tengo queja alguna respecto a mis colegas americanos. Son una gente excelente y han creado la más estupenda de las industrias. Pero defienden un cierto nivel... nada más. ¿Quién no haría igual? Vista la actual competitividad del mundo en que vivimos, las personas valen según lo que figuran. Todo está basado en la reputación... "la facha", como dicen en el Este. En cuanto la pierdes, todo va mal. Frank perdió la facha. No hay más que decir.

»Personalmente lo de Barlow me duele mucho. Yo por nada del mundo me pondría en su lugar. Vengo de su casa. Lo he hecho porque he creído que era lo correcto. Espero que si os lo cruzáis por algún sitio, no dejaréis de tener en cuenta que su única falta ha sido la inexperiencia. No se dejó guiar por nadie. No obstante...

»He dejado en sus manos los preparativos más urgentes del funeral. En cuanto la policía entregue los restos mortales, irá a hablar con los del Claro de Susurros. Por lo menos tendrá algo qué hacer, algo en qué ocupar su mente, ¿no creéis?

»En esta ocasión es cuando todos hemos de demostrar nuestra solidaridad. Es posible que nos veamos obligados a rascarnos los bolsillos, no creo que el viejo Frank haya muerto rico, pero por lo menos será una buena inversión que servirá para restablecer el buen nombre de la colonia británica ante los ojos de la industria. He llamado a Washington para pedirles que manden al embajador al funeral, pero por lo visto no podrá ser. Volveré a intentarlo. La situación cambiaría mucho. En fin, no creo que los estudios osen desentenderse si ven que todos nosotros estrechamos filas...

Mientras hablaba el sol se ponía por detrás de las matas de la colina. Aunque el cielo todavía brillaba, una sombra trepó por la hierba dura y maltrecha del campo de cricket, y enfrió el aire.