A poco más de un año de aquellos catorce días turbulentos, Nicholas Blohm gozaba de una semana de vacaciones. Recordó a su querido amigo Dante y le invadió un sentimiento inefable, una mezcla de cariño y admiración. Pensó que había hecho bien en no contarle la verdad acerca de su madre, y aun cuando en la novela aparecían los eventos escabrosos, parecía haber creído en su palabra cuando le explicó que era un recurso literario. «Suelo utilizarlo casi al final de mis novelas para elevar el interés» le había explicado, y Dante admitió que así le había parecido. A fin de cuentas, todos los nombres estaban cambiados y nadie podría relacionarlo a él con el libro.
Le agradaba el rumbo que había tomado su vida, las presentaciones, las entrevistas, las ventas se habían disparado misteriosamente después de una discusión televisiva en un conocido programa acerca de su libro. Nunca pudo conocer a la despampanante mujer que aseguraba que ella estaba enterada de los pormenores de la familia que aparecía en la novela. ¡Había cada loco en este mundo! ¿Cómo podría estar al tanto si no existían bajo ese nombre? Lo cierto es que muchos catalogaron su aparición como una estrategia de ventas y los resultados fueron sorprendentes. Gracias a ello Nicholas podía gozar de unos días en el lugar que siempre quiso visitar: La Isla de Pascua. A miles de kilómetros de ninguna parte. Tal vez fuese el sitio ideal para hallar la suficiente paz espiritual que le ayudase encontrar la inspiración para su próxima novela.
Salió de la pequeña posada para dar un paseo con el manuscrito bajo el brazo como un buen amigo, lo consideraba un acompañante, y al mismo tiempo, un amuleto de la buena suerte. Caminó hasta salir del pueblo y divisó el mar con sus olas acariciando la orilla. Los moais se hallaban lejos del alcance de su vista, pero tenía seria intención de conocerlos; esta vez prefirió comenzar por pasear por Hanga Roa, la única ciudad de la isla. En el folleto que le habían dado decía que en la caleta, junto a los botes, estaban ubicados los restos de un altar moai.
La figura de un hombre sentado en el muro que daba al muelle, dándole la espalda, le pareció familiar. En cierta forma se sintió defraudado por encontrar a algún conocido en aquel remoto paraje. Giró con la intención de dirigirse al otro extremo de la isla.
—¿Señor Nicholas Blohm? —Escuchó a sus espaldas.
Dio vuelta lentamente mientras su cerebro ubicaba exactamente el sonido de la voz. El hombrecillo lo miraba sonriendo.