Noviembre 22, 1999
El agotamiento físico y moral que traía conmigo se esfumó apenas crucé la puerta. Nelson y Pietro me esperaban de pie uno al lado del otro, formando una estrambótica pareja. La ansiedad que reflejaban sus rostros pedía a gritos que yo les preguntara algo.
—Signore Dante, todo está resuelto.
—¿Davvero, Pietro? ¿Y qué será «todo»?
—Todo, signore. El señor Nicholas se encuentra en villa Contini con el cofre, y el manuscrito parece que empezó a decir sus secretos.
—Vayamos por partes. ¿Qué sucedió contigo, Nelson?
—Fui tras el hombre del taxi, y no pude obtener mucho. Según el conductor, el hombre que salió de casa de Rodríguez no habló en todo el trayecto. Lo que sé es que lo dejó en el aeropuerto. Fui entonces a hablar con unos contactos de mi antiguo trabajo y acordamos en intervenir las llamadas de la viuda de Rodríguez. Era más sencillo que entrar a su casa a poner micrófonos. Ella llamó a Irene, le contó que había sido visitada por usted y también por el FBI, y que su hermano había ido a despedirse porque se iba a Venezuela. Dijo: «mi ordenador no tenía el disco duro, para mí fue una sorpresa, pero se me ocurrió decirles que un hombre había llegado de parte de Claudio Contini y se lo había llevado. Ahora no sé si hice bien. Hasta les di una tarjeta que mi marido tenía en su escritorio». Irene Preguntó: «¿Por qué inventaste todo eso?». «Tengo miedo, Irene, sé que a Jorge lo asesinaron, creo que estaba metido en asuntos turbios, últimamente manejaba mucho dinero. Estoy pensando en radicarme en Venezuela, tengo algunas conexiones allá con gente del gobierno, y tú sabes que en ese país, con dinero se puede hacer de todo». «Es preferible que no hables de tus planes por teléfono, Teresa». Dijo la señora Irene, y quedaron en verse después.
—Quiere decir que la viuda no sabe nada, y que el disco duro fue extraído por alguien interesado en su contenido, que tal vez no tenga nada que ver conmigo —medité en voz alta.
—Es lo que yo pensé —afirmó Nelson.
—¿Puedo hablar, signore Dante?
—Por supuesto, Pietro.
—El joven Nicholas fue a encontrarse con Francesco Martucci a la isla de Capri, dijo que tenía que hacerlo, pues estaba escrito así en el manuscrito. Va a recibir el cofre, y dijo que lo llevaría a villa Contini, que usted fuese hacia allá, porque él temía que no pudiera pasar por la aduana debido a su contenido radiactivo. A estas horas debe estar en Capri.
Nicholas no dejaba de asombrarme.
—¿Dices que estaba escrito en el manuscrito?
—Yo mismo lo vi con estos ojos. El problema es que no estaba totalmente acabado, es decir, según el joven Nicholas, sólo decía que sería él quien recuperaría el cofre.
—Pietro, salgo para Roma hoy mismo.
—Subito, signore.
Me sentía agotado, pero no podía dejarlo para después, además, tenía una inmensa curiosidad por ver el manuscrito. Descansaría en el avión.
—Tú vendrás conmigo, Nelson. Sospecho que lo de Jorge Rodríguez no nos llevará a ningún lado. Haz una reserva para ambos en primera clase.
Era lo menos que podía hacer vista la humanidad de Nelson. Podría acalambrarse en clase turista y lo requería en buena forma. Y yo urgentemente necesitaba dormir. El viaje desde Illinois había estado lleno de sobresaltos por el temor a lo que se les hubiera podido ocurrir a los benditos judíos. Después me ocuparía de ellos, en ese momento lo importante era el cofre.
Pude descansar durante el vuelo gracias a la reconfortante compañía de Nelson. ¿Habría sido así la vida de mi padre? No habían transcurrido trece días desde que había ido a ver a Irene para que me prestase dinero para regresar a Roma, y parecía que habían pasado meses. Tener poder conlleva demasiada responsabilidad, muchos enemigos…
Sentado en mi despacho de villa Contini observaba la nota de Merreck. Los nombres de los judíos y sus direcciones. ¿Por qué querrían anteponer sus odios tribales a la ciencia? Claro que Mengele había sido un monstruo, pero algo bueno podría salir de todo lo que hizo. Mientras llegaba Nicholas decidí llamarlos, tenía todos los datos y daba igual que lo hiciera estando en Nueva York o en Roma.
—¿El señor Edward Moses, por favor?
—¿Quién lo busca?
—Un amigo de Italia, voy a viajar a Estados Unidos y me gustaría encontrarme con él…
—Lo siento, señor. Mi esposo, el señor Moses, falleció hace dos días.
—Lamento su pérdida señora. Disculpe.
Y Colgué. Me pareció una extraña coincidencia. Marqué el otro número.
—¿Podría hablar con el señor John Singer?
—¿Quién lo solicita?
—Un amigo de Italia, viajaré a Estados Unidos y me gustaría conversar con él…
—¿Cómo se llama?
—Dante Contini-Massera.
—Puede encontrar al señor Singer en el cementerio de Albany. Falleció hace dos días.
—Lo lamento. Perdone mi atrevimiento, ¿pero me podría decir qué le ocurrió?
—Estaba con un amigo pescando en alta mar, parece que tuvieron un problema con el motor. Explotó y no tuvieron tiempo de salvarse.
—¿Quién era la otra persona?
—Edward Moses.
Colgué sin despedirme. Me sentía devastado. ¿Merreck sería capaz de matar con tal de obtener lo que yo le había ofrecido? Pensé en Caperotti. En Martucci. Había demasiado dinero en juego, y una manera de vivir casi eternamente. Por menos que eso habían caído imperios. Salí de mi abstracción al escuchar la voz de Nicholas.
—¡Aquí está! —dijo en tono triunfal, al tiempo que ponía un bulto sobre el escritorio.
Me levanté del asiento y di la vuelta a la mesa sin quitar los ojos del envoltorio.
—¿Estás seguro? —pregunté, a sabiendas de que Nicholas no abriría el cofre.
—Ni se te ocurra abrirlo. Está cubierto con esta funda especial para evitar la radiación. La cápsula con la mezcla y el isótopo están ahí dentro, lo dijo Martucci. Está muerto.
No sé qué expresión tendría mi cara al escucharlo, pero después de lo que acababa de enterarme supongo que sería de absoluto espanto.
—No fui yo —aseguró Nicholas con una mano en el pecho—. Te contaré.
Mientras Nicholas hablaba, yo iba recomponiendo todas las piezas del rompecabezas, y entendí que quien había concertado todo había sido Martucci. Jamás podré entender al ser humano. Por suerte mi madre no tenía nada que ver en todo aquello, como por un momento se me cruzó por la mente. No sé por qué dudaría de ella, después de todo, era su hijo, pero después de que Pietro los había visto conversando en aquel restaurante, yo veía confabulaciones en todos lados.
—Y recuperé mi manuscrito, Dante, bueno, el manuscrito —se corrigió con su risita de siempre.
—¿Puedo verlo?
—No. Prefiero que lo leas cuando haya terminado de escribirlo —explicó mientras pasaba las hojas a velocidad con el dedo pulgar para que yo echara una ojeada. Era cierto, estaba escrito—, hay ciertas cosas que no ocurrieron como aquí están, verás, no todo era exactamente igual, por ejemplo, al principio nunca existió Nelson ni tampoco las rejas de la entrada…
No sé por qué tuve la impresión de que Nicholas quería marearme con una retahíla de explicaciones que no me interesaban. Solo presté atención al final.
—… Entonces, como te venía diciendo, Dante, tú tienes que escribir el final, pues aún no ha concluido.
—¿Yo qué? —pregunté asombrado.
—Sí. Ahora, si lo prefieres, lo puedo inventar.
—No. Deja que yo lo haga. Es algo que debo hacer. Tienes razón. ¿Sacaste copia al manuscrito?
—Ya no es necesario, me lo conozco de memoria, no importa si se borra.
Soltó su pequeña risita, buscó afanosamente en sus bolsillos, sacó un cigarrillo y salió al jardín con el manuscrito bajo el brazo.