Noviembre 22, 1999
Lo siguiente que aparecía en el escrito, Nicholas ya lo conocía, pues lo había vivido, el manuscrito quedaba en blanco a partir de su llegada a Anacapri. Después de cavilar durante un tiempo supuso que iría apareciendo algo en la medida en que los acontecimientos fuesen ocurriendo. O tal vez tendría él que escribir el final.
Durmió exhausto gran parte del vuelo abrazado al manuscrito y a una pequeña almohada que le ofreció la azafata. Al llegar al aeropuerto Capodichino tomó un taxi que lo dejó en la compañía Navigazione Libera del Golfo, con el tiempo justo para tomar el siguiente ferry a la isla de Capri. Poco tiempo después desembarcaba en el puerto turístico Marina Grande; un taxi lo llevó hasta la Piazza Vittoria de Anacapri. La iglesia de San Michelle lo aguardaba después de la Casa Roja.
Esperaba que Martucci ya estuviese allí, pero al llegar y sentarse en uno de los largos bancos frente al altar mayor, no había rastros de él. Después de dos horas, salió y fue a una de las fuentes de soda al aire libre. En cierta forma se sentía timado. Había recorrido más de siete mil kilómetros para encontrarse con él y le irritaba que el cura, viviendo en Roma, no acudiese a la cita a tiempo. Tomó un café y fumó un par de cigarrillos antes de volver a la catedral. La preocupación empezó a invadir su ánimo, sentado en el banco de la iglesia, hojeaba el manuscrito. Según estaba escrito, allí se encontrarían. No había más. Pero ¿y si no era así? Trataba de disimular ante sí mismo la duda y la inseguridad, como si sintiera vergüenza de que el manuscrito se enterase de su falta de fe. Cuando creyó que definitivamente Martucci no aparecería, sintió una mano en su hombro. Un leve toque, como para decirle: «ya estoy aquí». Martucci se sentó a su lado, y miró el legajo que Nicholas tenía entre sus manos.
—¿Es ese el manuscrito?
—¿Qué sabe usted de él?
—Que estaba en blanco.
—Sigue en blanco. Lo llevo por costumbre —explicó Nicholas sin comprender bien por qué mentía.
—Disculpe la tardanza. Tuve que hacer unas gestiones antes de venir.
Por primera vez Nicholas se fijó en la apariencia de Martucci. Una chaqueta de color marrón oscuro de suave tejido, sobre un polo de algodón negro, pantalones a tono y unos cómodos zapatos deportivos con suela de goma. Toda una revelación. Suponía que lo vería con su sotana; quién sabe cuántas veces lo habría visto pasar delante sin reconocerlo.
Martucci se dio cuenta de su extrañeza y explicó:
—No quise llamar la atención. Un cura caminando con un paisano es fácil de recordar―. Unas palabras un tanto enigmáticas para Nicholas, después de todo, ¿a quién le importaría? Pensó―. Debemos salir de aquí, signore Nicholas. Tenemos que caminar un trecho, iremos al Monte Solaro. Hay allí una pequeña casa en un lugar muy conveniente.
Caminaron hasta llegar a la calle Axel Munte, luego iniciaron el ascenso por un largo y estrecho sendero que los fue llevando hacia la cima. Martucci no habló durante el trayecto, que hicieron a paso descansado. De vez en cuando él sacaba un pañuelo blanco inmaculado y secaba el sudor de su frente y el de la cara con delicadeza, se detenía y seguían ascendiendo. Nicholas aspiró con deleite el aroma que inundaba el ambiente y Martucci sonrió.
—Es la erba cetra que perfuma todo el monte. —Se detuvo un momento y señaló— por el otro lado está el Ermitaño de Cetrella, lo llevaría pero me temo que mis fuerzas no llegarán a tanto. Aquella es la Crocetta. —Indicó extendiendo el brazo hacia una pequeña gruta donde había una Virgen, se persignó y prosiguieron por un sendero que apenas se distinguía, cubierto de vegetación.
Bordearon por la derecha y siguieron ascendiendo. Unos quince minutos después, cuando ya empezaba a atardecer, llegaron a un alto promontorio, con un espectacular saliente de roca, desde donde se podía ver el mar y las pequeñas casas blancas de Anacapri, los fabulosos hoteles de la costa y las embarcaciones. Nicholas contemplaba extasiado el paisaje, pocas veces había tenido una oportunidad semejante, Nueva Jersey no era precisamente un lugar que se distinguiera por sus colinas. Pero recordaba que desde el Empire State tuvo una sensación similar. Bajaron por los escarpados escalones tallados en la roca del monte hasta una pequeña casa de piedra que apareció frente a ellos; Martucci sacó unas llaves y abrió la pesada puerta. Entraron en un recinto con muebles cubiertos por telas que en un tiempo debieron ser blancas, y que la gruesa capa de polvo ahora hacía ver grises. Francesco Martucci cerró la puerta y encendió una vieja lámpara de queroseno. Quitó los cobertores de dos sillones y le ofreció asiento a Nicholas, a la par que él se sentaba. Se le notaba visiblemente agotado.
—No toque nada, por favor —advirtió Martucci.
—De acuerdo. —Nicholas se sentó y alzó las manos dejando de sostener por un momento el manuscrito que yacía sobre sus rodillas.
—Se estará usted preguntando qué hacemos aquí.
Nicholas asintió con la cabeza.
—Claudio no encontró mejor lugar para guardar el cofre que este sitio. Lejos de todo y de todos. Aquí no existe el pillaje, y no había peligro de que alguien pudiese venir a saquear nada. Era su pequeño refugio, al que antaño venía acompañado de… —Sin terminar la frase se levantó del sillón y fue hacia una puerta angosta—. Espere un momento. —Del manojo de llaves, finalmente escogió la que hizo abrir el candado de la estrecha puerta. Entró y un rato después regresó con un bulto.
—Está cubierto con una funda especial. El cofre es en realidad una caja de seguridad con doble cubierta, el material de la funda también es a prueba de radiactividad, el mismo que se utiliza para hacer los trajes protectores. Está hecho en forma de mochila para mayor comodidad. —Dejó el bulto sobre uno de los muebles cubiertos.
—De manera que allí está el famoso cofre… —dijo Nicholas, más para él mismo, pensando en lo que había leído tantas veces en el manuscrito.
—Sí. Y ahora es todo suyo, puede llevárselo y entregarlo a quien desee.
—A Merreck, naturalmente.
—O a Dante Contini Massera.
Nicholas estudió las marcadas facciones de Martucci, que a la luz de la lámpara se veía como si fuesen de una estatua de granito.
—Deme un número de cuenta adónde hacer la transferencia.
—Olvidemos la farsa, señor Nicholas. Usted y yo sabemos que aquí acaba todo. Ya no seguiré con esto, no vale la pena, no… no lo vale.
—No comprendo, habíamos hablado por teléfono…
—Usted llamó en el momento justo. Llévese la caja y haga lo que quiera con ella. Y no seguiré fingiendo más, no tiene sentido, ¿acaso no comprende? Toda una vida de engaño fue suficiente, ya no puedo más. —Lanzó un suspiro y lo miró con sus ojos extraños, que parecían abarcarlo por completo—. Voy a decirle a usted lo que no me atreví a hablar con Dante. Yo estuve toda la vida enamorado de su madre, Carlota, a pesar de que mi amigo y casi hermano Claudio también la amaba. Me consolaba la idea de que ella nunca lo quiso realmente, en realidad, no sé a quién amó, si es que alguna vez lo hizo. Todo hubiera quedado así, pues el hombre no es dueño de sus emociones, uno se enamora y punto, pero Carlota no era mujer de un solo hombre. Lo último que hizo fue más que un desliz. Irene Montoya, una amiga de Claudio, vino a Roma acompañada de un tal Jorge Rodríguez. Un hombre sin escrúpulos, por el que Carlota se encaprichó de inmediato cuando ella se presentó de manera imprevista, justo el día en el que los colombianos estaban de visita en la villa Contini. Usted no conoce a Carlota, es una mujer joven aún, con cuarenta y seis años bien llevados, y para aquella época era por supuesto, más joven, pero tiene un problema: es demasiado apasionada, aunque ahora pienso que puede ser un problema de salud. No creo que hombre normal alguno pudiera soportarla, pienso que la prematura muerte de Bruno, su marido, se debió precisamente a ello. Jorge Rodríguez y Carlota mantuvieron relaciones en varias ocasiones, sé que él estuvo en Roma otras tantas veces y se siguieron viendo. Claudio no sospechaba que ellos se entendían y pienso que no le hubiera importado, porque él hacía tiempo no tenía relaciones con Carlota, sin embargo, yo… bueno, usted sabe, señor Nicholas, cómo es el amor. Ella es mi vida. Cierto día, hace seis meses, Carlota me llamó y dijo que tenía algo que decirme. Se trataba de un chantaje que Rodríguez estaba ejerciendo sobre ella a cambio de mucho dinero. Aquel desgraziato figlio di zoccola había colocado unas cámaras en el hotel donde se habían visto la última vez y tenía grabada toda la sesión. —La voz le flaqueó a Martucci, se notaba la incomodidad que sentía al decirlo, pero siguió adelante—. ¡Ah señor Nicholas! ¡No se imagina la cantidad de obscenidades que hicieron! No creo que en las películas pornográficas más subidas de tono alguien pudiera ser capaz de escenificar tales atrocidades… al principio me atuve a lo que Carlota me había contado, pero después el mismo Rodríguez me entregó una copia del vídeo, y lo vi con mis propios ojos. Amenazó con hacerla pública. El motivo principal fue la venganza.
—¿Venganza? ¿No será por los dos millones que hizo perder a Dante y que Claudio recuperó?
—Exactamente, señor Nicholas. Claudio tenía sus métodos, y al colombiano no le quedó más remedio que entregar el dinero, pero Rodríguez estaba enterado de que Claudio amaba a Carlota, y el chantaje iba dirigido a él. Pero fui yo quien se comunicó con Rodríguez después de que Carlota viniera con la historia.
—Es posible que Irene lo supiese y se lo hubiese comentado a Rodríguez, las mujeres tienen un sexto sentido para intuir de quién puede estar enamorado un hombre.
—No me detuve a pensar cómo lo supo, lo cierto es que él acertó al querer chantajearlo, pues Claudio hubiera pagado lo que fuera para evitar que el vídeo viese la luz.
—Entonces… ¿por qué no dejó que él se hiciera cargo de todo? Tal vez hubiera encontrado una solución.
—Signore Dante… mi amigo, mi hermano, estaba mal de salud, estaba en cama; yo tenía sobre mi conciencia la mentira de amar a la mujer de su vida, no quise que se enterase de nada, hubiera sufrido lo que yo… al verla de esa forma.
—Le comprendo. Es usted un gran tipo, Martucci.
—Soy un asesino. Y un falso. Antes de que todo sucediera había planeado con Carlota quedarnos con la fórmula, los documentos y hacer el negocio por nuestra cuenta con Merreck. Sí, yo sabía todo, lo único que no sabía era dónde había escondido Claudio la fórmula. Ahora comprendo que él siempre sospechó todo lo que yo planeaba, ¡qué vergüenza! ¡Él lo sabía!
Yo estaba atónito. Los alcances de la madre de Dante iban más allá de lo imaginable. Intenté justificar lo injustificable.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Me lo dijo antes de morir: «Lo hubiera compartido contigo, Francesco, podrías ser eterno y amar a Carlota». En ese momento me arrepentí de todo, pero después ella volvió a apoderarse de mi alma y proseguí con nuestros planes.
—No dudo de que usted quería mucho a Claudio, Martucci, de lo contrario no le hubiera ocultado lo de Carlota. —Intenté consolarlo, aunque el hombre cada vez se transformaba ante mis ojos en una especie de muñeco al que aquella mujer manejaba a su antojo—. Al menos le ahorró el sufrimiento de verla en el vídeo —agregué.
—Yo odiaba a Rodríguez, un vulgar estafador, que no conforme con aprovecharse del hijo, se aprovechó de la madre. Sus demandas se hicieron más frecuentes y supe que no había otro camino que eliminarlo. Tal vez me veía reflejado en él, ¡Santa Madonna! ¡Cuántas ideas cruzaron por mi mente! Pero el sujeto era muy peligroso, en dos oportunidades contrató a un par de sicarios colombianos para atentar contra la vida de Claudio, para amedrentarme, yo sabía que venían de parte de él, pero no podía decir nada. Decidí entonces que yo mismo tomaría el asunto en mis manos y lo mataría. Y fue lo que hice. Supe por Claudio en una conversación telefónica con Irene, que Rodríguez iría a Colombia y fui para allá con unos amigos de confianza.
—¿No sería con la gente de Caperotti?
—Pues sí. De nada vale ya negarlo. Giorgio siempre fue un hombre absolutamente fiel a Claudio. Acudí a él porque no me quedaba más remedio, y le rogué que no le dijera nada, él comprendió la situación y me ayudó. Claudio era un enfermo terminal, no queríamos perjudicarlo más. Usted no se imagina hasta dónde puede llegar la ambición y la depravación de esa mujer, señor Nicholas, si algún día encuentra alguna así, ¡huya de ella como del demonio! Yo tomé dinero de la abadía, necesitaba reponerlo, me convertí en un asesino y mi vida se había convertido en un infierno. Los hombres de Caperotti hicieron hablar a Rodríguez, él fue al banco con ellos y retiró el vídeo, ellos eliminaron las pruebas y las copias que pudieron haber quedado en sus ordenadores, después de aquello, cuando ya se sentía fuera de peligro, lo arrollé con una camioneta. Quise hacerlo personalmente.
—Quiere decir entonces que quienes atentaron contra Claudio no fueron los accionistas judíos.
—No, señor Nicholas, yo quise dar un toque de misterio al asunto relacionando a los judíos, pues Claudio me dijo en una ocasión que sospechaba de ellos. La verdad es que temía que Dante corriera peligro, pero no por los judíos, que quién sabe dónde se encuentren ahora. Era por los hombres de Jorge Rodríguez. Supuse que no quedarían tranquilos con su muerte y pensarían que podrían sacar algún provecho de Dante, como secuestrarlo y cobrar algún rescate. Pero Rodríguez no pertenecía a ninguna camarilla en particular, él simplemente contrataba sicarios. De manera que si Dante se percató de que alguien lo seguía, lo más probable es que fuese la gente de Caperotti que él no conocía, que en buena cuenta lo estaba cuidando.
Se puso de pie y agarró el bolso. Nicholas se levantó del asiento y salió tras él. Martucci regresó a la casa y puso las fundas en los sillones exactamente como habían estado antes. Cogió el bolso con el cofre y salió. Su espalda, antes erguida, estaba encorvada como si todo el peso de la culpa hubiese caído sobre él en unos cuantos segundos. Afuera el viento arreciaba, el cura se volvió hacia él y su presencia se tornó imponente dentro de su ascetismo, sus ojos oscuros, su cabello revuelto por el viento, le daban una apariencia casi sobrenatural, y sin embargo en su mirada se podía captar una profunda tristeza. Detrás de él, el mar, el cielo y las nubes revueltas, como si presagiaran tormenta.
—¿Alguna vez se ha enamorado, señor Blohm?
La pregunta lo tomó desprevenido.
—¿En qué sentido?
—Solo existe una manera de amar.
—Sí me he enamorado, claro que sí.
—Entonces sabe que es un sentimiento que acompaña cada minuto, cada segundo de nuestra existencia, no hay momento en el que lo que se haga no sea en función de ese amor, y los pensamientos vuelan a través del éter para posarse en el alma de la mujer que existe allá, lejos, no importa dónde se encuentre, ni con quién, y tampoco importa si ella lo ama. Existe, y es suficiente.
—¿Usted amó así?
—«Amó» es tiempo pasado. Yo amo así. Por desgracia jamás pude compartir este sentimiento con nadie, menos con ella, el objeto de mi amor, sencillamente no lo entendería, así como yo no acierto a comprender porqué la amo de esta manera. Desde la primera vez que la vi supe que sería su esclavo, y que por ella sería capaz de cualquier cosa, es probable que usted no sepa lo que se siente al ver a la mujer de tus sueños convertida en realidad junto a uno, su cuerpo suave y blanco como el marfil, su aroma tenue de mujer, su sonrisa que pide a gritos que pose mis labios sobre los suyos y la adore, y que cuando mi cuerpo se acerca al suyo tiemble de pensar que la tocará, que siquiera por un instante fugaz tendrá la ilusión de poseerla, y de hacerla feliz, ¡ah! ¡No lo sabe!, —Francesco Martucci tenía sus ojos posados en mí pero no me veía, hablaba para sí mismo, y no parecía darse cuenta de las gruesas lágrimas que asomaban a sus ojos y se deslizaban con dificultad por su piel curtida—. Carlota es una mujer única en el mundo y jamás ha sido completamente mía, aunque ella piense que me ama. Sé que son palabras, ilusiones, sentimientos pasajeros que acompañan en gran parte a la compasión que le mueve al verme, porque, chi so ‘io? Appena uno desgraziato sono! Jamás podré darle lo que merece, rodearla de todo a lo que ella está acostumbrada, No tengo la prestancia de un Claudio, ni la pasión de un Bruno, solo tengo este dolor que llevo dentro del pecho que me lastima como si una herida me carcomiera por dentro, que no me deja respirar… señor Nicholas: tampoco podré regalarle la juventud que según ella se le está escapando, porque no soy capaz de llevar a cabo esta infamia… he cobijado este cofre con la intención de algún día sacar provecho de él, pero no puedo, no puedo llegar a tanto, y sé que ella me odiará, jamás querrá volver a verme, y es una verdad que no puedo enfrentar, señor Nicholas. No puedo vivir sin saber que volveré a verla y que ella me mentirá diciendo que me ama. Esta vez no. Pero ya no importa. Tenga. Tome el cofre y vaya con Dios, si otro ha de pecar que lo haga, yo ya pagué suficiente en esta vida, y si lo que me espera es el infierno por lo que voy a cometer, que así sea. ¡Oh, Femina che vendisi come mercancía mai potrà essere buona! Traicioné a mi amado amigo Claudio, pero cuando cerró los ojos supe que lo sabía todo. ¡Siempre! ¿Cómo podía yo contarle todo esto a Dante, su hijo? ¿Cómo podría él entender a su madre? ¡Si el propio Claudio no quiso decirle jamás que era su padre para salvar su honra! ¿Qué honra? ¡Ah, signore Dante!, ma l’amore è sempre il máximo sentimento, ed io la ho voluta così! ¡Que Dios me ampare!
Cuando el monje extendió las manos ofreciéndole el cofre, se encontraba al borde del acantilado. Por un momento tuvo miedo de que fuese una trampa. Antes de entregárselo lo retuvo un instante como arrepintiéndose. Temblaba tanto que pudo sentir sus movimientos convulsivos. Luego el monje hizo un ademán brusco, soltó el cofre y se lanzó al vacío. No se escuchó ni un grito. Instantes después, solo un sonido seco acompañado de un crujido atenuado por la distancia. Horrorizado, se asomó al precipicio y pese a que ya estaba oscuro pudo distinguir un bulto informe sobre la roca plateada. Le invadió un profundo sentimiento de piedad, una mezcla de compasión, pena infinita y agradecimiento. Tenía en sus manos lo que había ido a buscar, sintió a través del grueso tejido de la mochila los listones de metal en la madera. Dio la vuelta y se alejó del lugar con largas zancadas: el mal estaba hecho y ya no había remedio. Sintió el viento frío como un latigazo en la cara y supo que estaba húmeda a pesar de que aún no había empezado a llover. Reprimió el sollozo y caminó rápidamente el largo trecho de regreso que lo llevaría a la piazza, cobijando el bulto bajo su chaqueta de cuero. Miró los signos fosforescentes de su reloj: tenía el tiempo justo para llegar al muelle y abordar el último ferry.
Fue cuando Nicholas comprendió que la primera página del manuscrito acababa de ocurrir.