Roseville, Peoria
Josef Mengele
1992
Claudio Contini Massera observó con preocupación el rostro crispado de Josef Mengele que, tras el frenético acceso de tos se veía menguado, apenas con fuerzas para respirar. Se preguntó qué sería de él de suceder lo que parecía inevitable. Mengele eliminó la toalla desechable pulsando con el pie un dispositivo en la pared, después de secarse las manos meticulosamente aseadas.
—No me queda mucho tiempo, amigo Claudio ¡y falta tanto por hacer!
—Me temo que debemos empezar a pensar en plural, doctor Mengele.
—¿Es una lástima, no cree? Después de tanto esfuerzo, terminaremos en la tumba, como todos. Pero he de pedirle un favor especial: deseo ser cremado.
Revivió por un momento su estancia en Auschwitz, y su sentido del olfato se inundó con el hedor acre proveniente de los crematorios, un olor que difícilmente se podría confundir con cualquier otro, pues la mezcla de formol y cloro le daba características únicas. ¿Quién hubiera pensado que él terminaría igual que los cientos de desgraciados a los que mandó al crematorio? Y que lo haría motu proprio. Se alzó de hombros. Al fin y al cabo todos lo creían muerto hacía tiempo.
—Se hará como usted diga, pero creo que aún es prematuro hablar de ello.
—Es inexorable. Nuestros organismos han recibido demasiada radiación, de no ser por ello, usted sería la prueba viviente de que mi teoría era cierta. Me temo, Claudio, que aunque su apariencia refleje una juventud que en efecto, es cierta, las células cancerígenas que su cuerpo posee se han apropiado de los maravillosos efectos de la longevidad. En buena cuenta: ellas, que son las únicas inmortales, han salido reforzadas.
—¿Qué sucedió con los otros sujetos?
—Han ido muriendo uno a uno a una velocidad pasmosa. El último lo hizo hace tres días. Su cuerpo terminó lleno de pústulas, la enfermedad se manifiesta en cualquiera de sus formas de manera inesperada. Es extraordinario que en su caso el comportamiento de dichas células haya sido tan localizado, y por tanto hasta cierto punto, controlado, pero las inoculaciones de cigotos ya no causan efecto. Gradualmente su organismo se irá debilitando y, a mi muerte, me temo que no habrá consecución de su tratamiento.
—¿Qué sucederá con mi hijo?
—Está por verse. La inoculación de la fórmula en las primeras etapas de su vida parece haber tenido un efecto muy beneficioso. Ustedes comparten muchos genes, solo el tiempo lo dirá. La creación suele ser muy lenta, lo contrario de la destrucción —comentó Mengele filosóficamente—. Es importante para su seguridad que nadie sepa que él posee esas maravillosas cualidades.
—Las pocas personas que saben que es mi hijo, no conocen nuestro experimento.
—Bien… bien… y así debe quedar. Si desean proseguir con los estudios, que les cueste su esfuerzo, ¿no le parece? —sugirió Mengele, mostrando sus dientes amarillentos―. Ya bastante ha contribuido usted. Debe sacar de este lugar el isótopo con el que catalizamos el compuesto. También la mezcla. La guardo en una cápsula sellada, pero como sabe, su contenido es altamente radiactivo.
—Más daño no me pueden hacer.
—Sí que pueden. Pero se los entregaré previamente «empaquetados». El asunto es que tendrá que llevarlos consigo sin que despierte sospechas.
—Dudo que haya problemas a ese respecto. Recuerde que soy uno de los principales accionistas.
—¿Y si su hijo decide que quiere continuar con el experimento?
—Eso dependerá de él. Después de que yo muera tendrá que tomar sus propias decisiones.
Mengele se sentó en el sillón detrás del escritorio y entrecerró los ojos. Su rostro adquirió la placidez que suele acompañar los recuerdos agradables.
—Parece como si fuera hoy… recuerdo el día de mi nombramiento como investigador asistente del Instituto del Tercer Reich para la Herencia, la Biología y la Pureza Racial de la Universidad de Frankfurt. Pasé a formar parte del equipo de uno de los principales genetistas: el profesor Otmar Freiherr von Verschuer. Tenía un especial interés por los mellizos. Él fue quien me envió a Auschwitz y yo le remitía los resultados de mis estudios. Un día me hizo llegar el isótopo artificial que desarrollaron en un laboratorio secreto de estudios sobre física atómica y fusión nuclear. Un isótopo que no les sirvió a ellos para preparar la bomba atómica. Lo descartaron y se lo enviaron al doctor von Verschuer. En las postrimerías del régimen dieron orden de destruir el laboratorio secreto y de paso mataron a los científicos para que no cayeran en manos del enemigo; no quedaron rastros acerca de cómo lo obtuvieron, ni muestra alguna del isótopo, salvo el que yo escondí en Armenia. Para entonces ya había experimentado las propiedades de ese extraordinario elemento: las células expuestas a su radiación sufrían extraordinarias mutaciones. Lo conservé en un sitio seguro esperando recuperarlo algún día para proseguir con mis estudios; un isótopo que contiene unas propiedades casi milagrosas, actúa como catalizador al exponer la fórmula a su radiación por un tiempo determinado.
—Y lo encontré yo.
—Así es. Le estoy agradecido por estos últimos años de mi vida, Claudio.
Claudio no supo qué contestar. Consideró inútil un: «de nada». Todo aquello era tan trascendente que se merecía mucho más que un par de palabras de cortesía. Pero comprendía que el anciano esperaba que las dijera.
—De nada, doctor Mengele.
Este asintió satisfecho y fijó toda la atención en su pipa para evitar que se viera el brillo de sus ojos.
—A veces tardamos mucho en comprender qué es lo correcto —dijo en voz baja.