Las palabras parecían salir como un torrente imparable, página tras página, Nicholas reconstruía lo que leyó en el manuscrito. Una necesidad que le impedía descansar, comer o tomar agua, mientras veía que la historia tomaba forma, asombrándose de la especie de frenesí que ocupaba cada minuto de las horas que había pasado frente a la pantalla de su ordenador. Esta vez estaba decidido a no dejarse vencer por el sueño o el agotamiento, y su organismo, como si comprendiese que debía aportar el máximo esfuerzo, acompañaba ese deseo sin dar muestras de extenuación.
Pietro no se atrevía a interrumpirlo, no sabía bien qué ocurría en la habitación, pero sospechaba que algo se gestaba dentro. Acostumbrado a las horas de soledad, se aferró a la rutina que había sido su compañera en los últimos tiempos en ese país extraño, en donde por avatares del destino había ido a parar como «cuidador» del hijo de su recordado patrón. El joven Dante era para él un enigma. Siempre lo había sido. Parecía no pertenecer a un lugar especial, y era posible que fuese así porque Claudio Contini-Massera jamás se atrevió a decirle la verdad. A la larga, de todos modos la sabría, pensó Pietro, y de la forma menos apetecible, como había ocurrido. Cuando ya su progenitor yacía en la tumba. La llamada de Nelson diciéndole que no se comunicase con Caperotti lo había tranquilizado, el joven Dante parecía estar bien y de regreso de Peoría en cualquier momento. Se sentó en la cocina y sacó el paquete de cigarrillos que ocultaba en un cajón para casos de emergencia. Estaba seguro de que él se asombraría viéndolo fumar, pero en esos momentos le apetecía, uno de vez en cuando no le haría daño. Diablos. Observó satisfecho sus Reebok negros mientras exhalaba el humo que inundaba sus pulmones.
Nicholas leyó la última parte que había escrito. Se le ocurrió echar un vistazo al imperturbable manuscrito que tenía a su izquierda, abierto como si esperase que en cualquier momento sus páginas volviesen a cobrar vida. Cuando iba de regreso a su teclado, volvió la mirada al manuscrito. Estaban allí. Estaban allí las letras, la novela. ¿Sería cierto? ¿O su imaginación le estaría jugando una mala pasada? Pegó un grito que retumbó en todo el piso. Tomó el manuscrito entre sus manos y empezó a leer febrilmente lo que había acontecido, era como si su vida y la de Dante hubiese quedado plasmada en esas páginas. Pasó hasta el momento en el que estaba, y leyó con sorpresa que Dante estaba en Roseville, sentado, a la espera de que amainara una tormenta para regresar a Nueva York. De manera que no sólo era la fórmula sino el cofre. Y el cofre lo tenía Martucci, ¿quién más, si no? Pero su asombro no tuvo límites cuando más adelante era él, Nicholas, quien hacía un trato con Martucci e iba en busca del cofre. Él, Nicholas, era el Judas. No lo podía creer. Buscó más adelante y no encontró nada. Si debía ir a Capri como decía el manuscrito lo haría, así era, y debía cumplir con su parte. Pero no traicionaría a su amigo, ya encontraría la forma.
Pietro escuchó un grito y se puso en alerta. Provenía de una de las habitaciones. No podía ser otro que Nicholas. Sintió temor de ir, el joven no parecía estar en sus cabales, dio una calada al cigarrillo mientras pensaba qué hacer. Y Nelson sin aparecer.
La puerta batiente de la cocina se abrió y Nicholas con los ojos brillantes e inyectados de sangre entró como un huracán, con el manuscrito en la mano.
Pietro no tuvo tiempo de apagar el cigarrillo y Nicholas le hizo un gesto.
—Dame uno, Pietro, no he fumado en cuarenta y ocho horas. Necesito el teléfono de Martucci.
Pietro le extendió la cajetilla. Nicholas sacó un cigarrillo y Pietro le dio fuego evitando que notase su nerviosismo.
—¿Para qué querría llamar a Martucci?
—Debo hacerlo. Mira.
Le enseñó el manuscrito, el mismo que tantas veces había visto abierto sin una letra en él, aparecía ahora como si los signos tipográficos siempre hubieran estado nítidos, tal como se apreciaban ahora.
—Debo proponer un trato a Martucci, que en realidad está esperando. Él deseará que sea yo quien haga la oferta a Merreck, no sabe que sin Dante sería imposible efectuar los estudios. Él tiene el cofre, y me lo entregará. Una vez que yo se lo dé a Merreck, Martucci obtendrá mucho dinero y tendrá la opción del tratamiento de longevidad, al igual que Carlota, la madre de Dante. Vida eterna, mucho dinero y amor, ¿qué más pueden pedir? Al menos ese es su plan. Pero es necesario que sea yo quien vaya.
—¿Pero por qué tiene que ser así? ¿No podría el joven Dante hablar con Martucci? Estoy seguro de que él no se opondría…
—Porque aquí está escrito así, Pietro. Y yo creo en esto. Vas a pensar que estoy loco, pero yo lo creo.
—No, loco no está, yo también lo leo, es el mismo manuscrito, ¿verdad? Este raro color del anillado lo reconocería en cualquier parte, además, por lo que usted me ha contado, podría ser verdad.
—Entonces, ¿me darás el número telefónico de Martucci?
—¿Traicionará usted al joven Dante?
—¡No! Sólo quiero el cofre para entregárselo, le haré una jugarreta a Martucci. Tú crees en mí, ¿verdad, Pietro? —preguntó Nicholas, acercando su rostro al del viejo mayordomo—. Mírame, Pietro, mírame: no te miento.
Pietro escrutó sus ojos.
—Sí, señor Nicholas, creo en usted. Tengo el número en mi libreta, venga conmigo.
Fueron al cuarto de Pietro y momentos después Nicholas marcaba el número.
—¿Francesco Martucci? Le habla Nicholas Blohm.
Después de un corto silencio Martucci reaccionó.
—¿A qué debo su llamada? ¿Le sucedió algo al signore Dante?
—En absoluto. Él está en Peoria. Fue a hacer el intercambio de la fórmula por una importante cantidad de dinero.
—De manera que consiguió al fin la bendita fórmula… Me alegra saberlo.
—Pero usted y yo sabemos que con eso no es suficiente. Hace falta el contenido del cofre.
—No lo sabía, realmente, señor Blohm. En todo caso, esperaría que fuese el mismo Dante quien me lo solicitase. Le hice una promesa a su tío y pienso cumplirla.
—Señor Martucci, creo que debemos quitarnos las caretas. Ambos sabemos qué es lo que queremos. El asunto es, y usted lo sabe, que en esta negociación no entraría Dante. Yo tengo copia de los documentos y lo que necesito es el contenido del cofre. Usted podría ser propietario en unas horas de unos diez mil millones de dólares, ¿qué le parece? Sólo deme el número de su cuenta corriente y ese dinero le será transferido. También tiene opción de tratamiento para la longevidad y rejuvenecimiento, extensivo para la persona que más quiera.
Nicholas podía sentir la respiración agitada de Francesco Martucci al otro lado de la línea. Supo que aceptaría. Era lo que siempre había deseado.
—¿Cómo sé que todo no es más que una farsa?
—Tendrá que confiar en mí.
Un silencio. Una eternidad. Finalmente Martucci habló.
—¿Qué ganaría usted?
—Mi ganancia está asegurada, no se preocupe.
Finalmente, después de unos momentos de indecisión, el otro lado de la línea cobró vida.
—Está bien. Escuche esto: Coja un vuelo para Nápoles, al aeropuerto Capodichino. Tome el ferry a la isla de Capri y diríjase a Anacapri, a la iglesia de San Michelle. Yo estaré allí.
—¿Cómo me reconocerá?
—Lo haré, signore Nicholas.
Pietro observó a Nicholas con una mirada indefinida mientras le veía anotar afanosamente en un papel las indicaciones de Martucci, tratando al mismo tiempo de no desprenderse del manuscrito.
—Señor Nicholas. Sé lo importante que es todo esto para el signore Dante. Permítame que colabore con algo.
Se dio vuelta y desapareció para volver con un fajo de billetes.
—Por favor, recíbalos. Sé que los necesitará.
—Gracias, Pietro. Ya mismo parto sin demora para Nápoles. Te los devolveré cuando regrese.
—Ya se encargará el signore Dante. Sigo pensando que lo mejor sería esperarlo…
—No, Pietro, lee, lee el manuscrito. Todo está aquí escrito, soy yo quien debe hacerlo realidad.
—Está bien, joven Nicholas, yo creo en usted. Permítame al menos que le prepare algo de comer, no ha probado bocado en los últimos dos días.
Nicholas tenía hambre, pero la adrenalina que circulaba por su organismo le impedía saberlo. Hizo un gesto de concesión y fueron a la cocina. A una velocidad vertiginosa Pietro sirvió una torta caprese que había preparado recientemente, y que Nicholas devoró en un santiamén, acompañado de un vaso de vino tinto, bajo la atenta mirada del viejo sirviente.
—Tienes razón, Pietro, me siento mucho mejor. Ahora presta atención: Yo recibiré en Capri un cofre cuyo contenido es radiactivo. No podré traerlo a Estados Unidos porque sería decomisado en el aeropuerto, de manera que alquilaré un coche en Nápoles e iré directamente a Roma, a la villa Contini, por favor, llama para que me reciban.
—Joven Nicholas, lleve al menos un maletín de mano, una persona que viaja sin equipaje puede resultar sospechosa, y no queremos que tenga dificultades, ¿verdad? Le traeré una pequeña maleta que el signore Dante siempre tiene lista para cualquier eventualidad. Creo que ustedes tienen la misma talla, encontrará lo necesario.
—No, no, Pietro, no hay problema. Tengo esto conmigo —señaló su chaqueta de cuero negra y el manuscrito—, y es suficiente. Me faltarán manos para cargar el cofre, además, ¿qué haría yo en una catedral con una maleta? Ahora debo irme. Por favor, explícale todo a Dante. Compraré el pasaje en el aeropuerto. —¡Dile que viaje a Roma y me espere en Villa Contini!— exclamó como última indicación mientras la puerta del ascensor se cerraba.