Intercambio

—Abad Martucci, habla Dante.

Buongiorno, Signore, celebro que me haya llamado, estaba un poco preocupado por su viaje intempestivo a Nueva York. ¿Consiguió lo que buscaba?

—No, Martucci, no lo conseguí. La ayuda de Nicholas no sirvió de nada, pues todo lo que él recuerda del bendito manuscrito solo nos ha llevado por caminos equivocados —mentí—. ¿Usted sabe cómo se llamaba el laboratorio con el que mi tío trabajaba?

—Es el único secreto que su tío Claudio guardó para mí. Nunca le pregunté, y él nunca me lo dijo.

—Lástima, porque de saberlo, iría a hablar con esa gente.

—¿Y qué podría obtener con ello?

—Al menos sabría de qué se trataban las investigaciones, y tal vez comprobar si todo no era más que un sueño de tío Claudio.

—No creo que fuese un sueño, carissimo amico mio. Claudio invirtió mucho dinero en ello, solo así se explica que hubiese arruinado La Empresa.

—Creo que los judíos me persiguen. ¿Qué sabe usted de ellos?

—Sé que no estaban de acuerdo con los estudios que patrocinaba su tío Claudio. Por favor, cuídese. ¿Cómo sabe que lo siguen?

—Porque vi a uno de ellos en dos sitios diferentes, siempre cerca de mí. Supongo que eran judíos, nunca se sabe. El silencio al otro lado me pareció demasiado largo.

—¿Por qué no me dijo que conocía a Irene? —pregunté.

—No recuerdo haberle dicho que no la conocía.

—Es verdad, y también conoció a Jorge Rodríguez, el que me hizo perder los dos millones. No comprendo cómo tío Claudio pudo dejarse engañar por él.

—¿A qué se refiere?

—A que Rodríguez llevaba las finanzas del negocio que maneja Irene, que a su vez, era de tío Claudio, por lo tanto, sería como estafar al propio Claudio Contini-Massera cuando me estafó a mí. —Sentí que al otro lado de la línea había cierta tensión—. Voy a ir a la cárcel donde está recluido y le pediré una explicación —agregué.

—No se lo aconsejo, Dante.

—¿Será porque sabe que no está preso?

—Ah, se refiere a eso… bueno, en realidad sólo fue un golpe de efecto, mi querido Dante, para el caso, es igual que esté en la cárcel o no. El asunto es que usted confió ciegamente en una persona a la que no conocía. Es una lección que no olvidará.

—No, Martucci. Le aseguro que no la olvidaré. ¿Usted sabe dónde puedo encontrarlo? Parece que la tierra se lo hubiera tragado. Ni siquiera Irene lo sabe —volví a mentir.

Signore mio, yo estoy en Roma, usted en América, ¿cómo puedo saberlo? Sólo vi a ese hombre una vez cuando vino a Roma, acompañado de la signora Irene, claro. Eso fue hace mucho.

—Seguiré tratando de conseguir esa maldita fórmula. Martucci, ¿recuerda el pacto que hicimos en la villa Contini?

—Perfectamente.

—Lo he pensado mejor, y ya no es válido.

—Me libera usted. No me agrada manipular al prójimo.

—Lo mantendré informado, Martucci.

—Vaya con Dios, don Dante.

—Martucci: nunca le informé de mi viaje a América. ¿Cómo lo supo?

—De vez en cuando hago trabajar la pobre lógica de mi cerebro, don Dante.

Al colgar el teléfono me sentí aliviado. Era un asunto que me había tenido preocupado. Nicholas no se lo merecía, también era verdad que cuando pacté con Martucci no lo conocía bien.

Pasé por la puerta entreabierta de la habitación de Nicholas y pude ver que estaba frente a su portátil. Le daba a las teclas rabiosamente, deduje que la sequía de ideas que mencionó en días anteriores se había esfumado y me alegré por él. Su espalda encorvada y su pelo revuelto me hacían verlo como un músico tecleando furiosamente al piano imbuido de inspiración. Como siempre, el manuscrito en blanco estaba abierto a su lado, como si esperase a que alguien fuese a leerlo. No quise interrumpirlo y fui a mi habitación. Necesitaba estar a solas, meditar acerca de todo lo que había acontecido en tan pocos días y poner en orden mis ideas. Aunque no quería admitirlo, esperaba con ansiedad la llamada de John Merreck, supuse que él estaba acostumbrado a tratar asuntos de importancia y era posible que aguardara a que fuese yo quien diera el primer paso. ¿Qué hubiera hecho Claudio Contini-Massera? Probablemente esperar. Llegado a este punto no pude dejar de hacerme la pregunta que me rondaba desde hacía días: ¿por qué mi padre había escondido la fórmula y no se la había dado a Merreck para que prosiguieran con la investigación?

Traté de colocarme en su lugar, asunto bastante difícil, pero haciendo un poco de esfuerzo podría decirse que casi lo logré:

«Si yo fuese Claudio Contini-Massera, y hubiera invertido la enorme cantidad de dinero que él, estaría muy interesado en culminar los estudios que dejó Mengele en unas notas donde supuestamente estaban las claves para la longevidad. Si mi enfermedad fuera incurable y a la muerte de Mengele sabía que no podría sacarle partido al descubrimiento, al menos dejaría que otros científicos, capacitados en diferentes ramas de la ciencia, hicieran de la humanidad un mundo mejor en el que vivir, y disfrutaran de los beneficios de una vida longeva. Sin embargo, tengo un hijo, y aunque él no sabe que lo es, lleva mi sangre…».

De pronto vinieron a mi mente aquellas palabras tan crípticas que le escuché decir a Martucci: «Usted no comprende. Su padre descansa en paz gracias a usted». ¿A qué se referiría el cura? ¿Acaso él había muerto gracias a mí? ¿O sería que él murió en paz sabiendo que yo me ocuparía de lo que él dejó, es decir la fórmula? ¿Y por qué no lo había hecho él en lugar de esconderla? Su padre descansa en paz gracias a usted, implicaba mucho más que todo eso. Estaba seguro. Debía hablar con Martucci. Él tenía la respuesta. El problema era que se había convertido en una persona poco confiable, pero basándome en suposiciones, por una foto que podría ser inocente, donde él aparecía de casualidad al lado de Jorge Rodríguez.

Marqué el número de Martucci una vez más y esperé ansioso a que respondiera. Uno, dos, tres, y al cuarto repique sentí un profundo alivio cuando escuché su voz inconfundible.

—¿Diga?

—Abad Martucci, es muy importante que me responda: ¿Por qué me dijo usted aquel día en el cementerio protestante: «Usted no comprende. Su padre descansa en paz gracias a usted»?

—Su padre, Cavaliere, sufría de una enfermedad incurable debido a la exposición a la radiactividad. Con el tiempo desarrolló cáncer linfático, pero era un hombre fuerte, y los síntomas aparecieron tardíamente. Mengele logró detener la enfermedad mediante terapia génica, y usted fue el donante.

—¿Cómo lo hice?

—Con su sangre.

—Entiendo. —La respuesta había sido más sencilla de lo que esperaba. Éramos perfectamente compatibles. Lo había olvidado.

—Gracias, Martucci, disculpe si le interrumpí.

—No hay cuidado, Dante. Vaya con Dios.

De manera que mi sangre de algún modo había servido para prolongar la vida de mi padre. Sentí una profunda satisfacción de haberle servido de algo. Volví a retomar mis reflexiones:

«… Sin embargo, tengo un hijo, y aunque él no sabe que lo es, lleva mi sangre, que es idéntica a la mía. Le dejaré como legado póstumo los estudios completos de Mengele con la intención de que él tome la determinación de hacer lo correcto».

Vaya, no parecía ser una deducción demasiado brillante. Después de todo, estaba igual que antes. Recordé que tío Claudio decía: «si no puedes solucionar un problema, no te rompas la cabeza. La respuesta aparecerá cuando menos lo esperas, no pierdas tu tiempo, ocúpate de otra cosa». Y justo cuando me disponía a hacerlo sentí unos leves toques en la puerta de mi habitación. Era Pietro.

—Un señor al teléfono desea hablar con usted, no quiso dar su nombre. ¿Lo atenderá?

Presentí quién podría ser.

—Sí.

—¿Hola?

—Señor Contini, soy John Merreck. Seré breve, ¿podría usted traer las notas faltantes? Antes de hacer efectiva mi oferta, como comprenderá, debo verlas.

—Me parece justo. ¿Es la cantidad que acordamos?

—Veinte mil.

—¿Y los nombres de los accionistas judíos?

—Le daré todos los datos.

—Saldré en el primer vuelo.

Pocas palabras para algo tan trascendente. Me vinieron a la mente las palabras de Neil Armstrong cuando pisó la Luna. Llamé a Nelson sin éxito. ¿Dónde diablos se habría metido? Fui a la habitación de Nicholas y estaba cerrada con llave. Di un par de toques a la puerta.

—Por favor, estoy en la parte más interesante…

No escuché qué más dijo, y no quise interrumpirlo, di media vuelta y me encaminé a la calle.

—Pietro, si logras comunicarte con Nelson, por favor, dile que fui al banco y de allí a Peoria.

Signore, no me parece conveniente que viaje usted solo, recuerde las medidas de seguridad.

—¿Sabes, Pietro? Creo que todos estamos un poco paranoicos. El asunto es muy simple, voy, entrego los documentos y tendré más dinero del que necesito para cubrir todas las deudas.

—¿Y el señor Nicholas?

—Está escribiendo y no quiero cortar su inspiración.

Pietro me miró con cara de contrariedad, y comprendí su preocupación, pero me sentía seguro. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tenía la sartén por el mango, de todos modos, pensé que Nelson de nada me serviría si iba conmigo. Las medidas de seguridad en El Rancho eran extremas, contra ellas necesitaría un ejército. Saqué los datos que necesitaba de mi oficina. Suponía que Merreck haría una transferencia.

—Signore Dante… creo que no debería ir solo —insistió Pietro.

—Pietro, escucha bien lo que voy a decirte: harán una transferencia a tu cuenta de veinte mil millones de dólares. ¿Capisci? De todos modos yo verificaré la operación desde allá, tengo la clave de acceso a tu cuenta.

—Está bien, signore, va bene… —respondió él con resignación.

—De todos modos me gustaría que verificases si la transferencia se hizo, si no me comunico contigo dile a Nelson que avise a Caperotti.

—¿A Caperotti, signore?

—Sí. A Caperotti.

—Está bien, signore Dante, haré como dice.

—Ah, se me olvidaba: te llamaré desde Newark para darte el número de vuelo.

Detuve un taxi y fui a sacar los documentos del banco. En un tiempo relativamente corto estaba en Newark, esperando el próximo vuelo a Peoria. Llamé a Merreck para indicarle que iba en camino. El grueso paquete conteniendo los apuntes y la fórmula de Mengele estaban seguros bajo mi brazo. Las copias habían quedado en mi escritorio, aunque de poco servirían; los que podían descifrar lo que allí decía estaban en Roseville. Después de hablar con Pietro, llamé desde el aeropuerto una vez más a Nelson y su móvil parecía desconectado. Maldije esos aparatos; no funcionaban cuando más los necesitaba. Un rostro en la sala de espera me pareció conocido. Fue una fracción de segundo. Cuando traté de ubicarlo después del paso de un chiquillo frente a mí, no lo vi más. Con todo, recordé los consejos de Nelson, me levanté del asiento y caminé con disimulo entre la gente, y no volvió a aparecer. Supuse que a pesar de la tranquilidad que sentía, una operación de la envergadura que estaba por realizar, alguna secuela debería dejar en mi estado de ánimo.

Lo común en los aeropuertos es ver gente con equipaje. Excepto por algunos que, como yo, viajaban con un solo objetivo. Busqué entre los viajeros y vi a uno que, al igual que yo, no esperó en la cinta transportadora. A pesar de que estaba de espaldas y llevaba una gorra de los Yankees pude reconocerlo. Fui directo donde él.

—Sé que viene siguiéndome desde Tribeca —le espeté sin más.

Él dio pocas muestras de estar sorprendido, aunque estoy seguro de que no se esperaba mi acercamiento.

—Creo que está equivocado.

—No tengo mucho tiempo para hablar con usted. ¿Quién lo envía?

—Me temo que está confundido, señor…

Se me agotaba la paciencia. Recién me di cuenta de que estaba nervioso, y me enervaba ver que el sujeto pensaba que yo era un imbécil.

—Mire, mi vida podría estar en peligro, no sé quién sea usted, pero si lo han enviado para atentar contra mí, se podrían llevar una gran sorpresa.

—¿Atentar contra usted? Debería agradecer que lo estemos cuidando.

—¿Quiénes?

—No estoy autorizado para responder.

Bajé la cabeza hasta su altura y me acerqué hasta casi rozar su nariz.

—No estoy para juegos en este momento, dígame de una vez por todas quién lo envía.

El hombre lo dudó unos segundos, pero algo en mi determinación lo debió convencer.

—Giovanni Caperotti. Él nos envía. Por los movimientos que le hemos visto hacer, piensa que podría estar en grave peligro. —Hizo un gesto y tres hombres más aparecieron como por encanto. Todos eran a primera vista personas tan comunes que jamás habría reparado en ellos.

—Dígale a su jefe que un helicóptero me recogerá en la ciudad de Peoría, Iremos hasta Roseville, un lugar llamado El Rancho. Está a 93 kilómetros de Peoría, entre Raritan y Smithshire. Es una casa con apariencia de una gran cabaña de una sola planta, rodeada de gran extensión de terreno parecido a un campo de golf. Y trate de comunicarse con Nelson a este número.

—Alquilaremos un helicóptero, descuide, señor Contini-Massera.

—Si no regreso a Peoria en —miré mi reloj— unas cuatro horas, hagan lo que tengan que hacer.

—Anote mi teléfono, señor Contini-Massera.

Lo hice directamente en mi móvil. Tomé un taxi y ellos tomaron otro, y me siguieron a una distancia prudencial.

Ocurrió como la vez anterior. Llegué al edificio de Merreck & Stallen Pharmaceutical Group y me hicieron pasar directamente al helipuerto. Afortunadamente, el helicóptero hacía tanto ruido que yo no sentía mi corazón. Estaba a punto de dar un paso que podría tener dos resultados: Salía de allí siendo un hombre muy rico, o quién sabe qué podría sucederme. Y esto último lo empecé a intuir desde que me encaré con los hombres de Caperotti. ¿Por qué gente como él temía por mi vida? Empezaba a pensar que había cometido un grave error al no hablar con Caperotti directamente. Que el hombre no me había gustado, era cierto, pero las apariencias no lo eran todo. Algunas veces las personas más insospechadas pueden ser las más peligrosas. Volví a pensar en el cura Martucci, en medio de una sacudida que dio el helicóptero. El copiloto señaló al Oeste, venía una tormenta. Podía olerse la humedad en el aire, miré hacia abajo y vi que el viento parecía querer desgajar los árboles de sus raíces. Roseville es una zona de huracanes, las enormes extensiones de las planicies son terreno de cultivo no solo para el granero de América, como muchos llaman a esa parte de los Estados Unidos, sino para la gran cantidad de tornados que se presentan a finales de otoño. Me identifiqué plenamente con el clima. Yo sentía que mi vida había entrado en medio de un tornado, en un doldrums que en cualquier momento acabaría. Avisté la cabaña engañosamente frágil, pero que con seguridad soportaría esa tormenta sin un rasguño, y confié en que el piloto fuese lo suficientemente hábil para aterrizar sin contratiempos.

Momentos después me encontraba camino del detector de metales y toda la parafernalia del Rancho. Diez pisos abajo nadie se enteraba de los huracanes y tornados, era otro mundo, y en realidad, lo era.

John Merreck me saludó con la afabilidad de la primera vez, tratando de no ser demasiado evidente al mirar el grueso sobre que traía conmigo.

—Estimado señor Contini, me dicen que el tiempo está terrible.

Iba a hacer el intercambio más importante de mi vida y el tipo me hablaba del clima.

—Por suerte tienen ustedes muy buenos pilotos.

—Tome asiento, por favor. Veo que trajo los documentos. ¿Me permite?

Al ver mi indecisión, agregó:

—Sólo con verlos no podría hacer nada, querido amigo. Hemos hecho un pacto y suelo cumplir mis promesas.

Le extendí el sobre y él abrió la gruesa cubierta, extrajo los papeles y se fijó en especial en el grupo de hojas prendidas con un clip. Parecía que sabía lo que buscaba. Empezó a leer aquellos signos que a mí en particular me habían parecido unas ecuaciones incomprensibles, y a medida que sus ojos repasaban con suma atención lo allí descrito, la expresión de su rostro cobraba visos de incredulidad. Empecé a preocuparme cuando la arruga entre sus cejas se hizo más pronunciada. No estaba preparado para eso. Pensé que el asunto sería una especie de toma y daca.

Supongo que para entonces mi cara se había convertido en un signo de interrogación. Merreck alzó la vista y me escudriñó como si yo fuese un conejillo de indias.

—¿Usted sabe lo que dice aquí? —inquirió, dejando los folios sobre el escritorio y apuntándolos con el dedo índice.

—Más o menos. —Se me ocurrió contestar. A sus ojos debí parecer un retrasado mental. Lo sé. ¿Por qué habría ido sin Nicholas? Me hacía falta su velocidad mental, su poder de convencimiento, su…

—Y está dispuesto a cumplirlo, supongo.

—¿A cumplir qué? Yo le traje los documentos y usted me hace la transferencia. Ese fue el trato.

—Me temo, señor Contini, que hay algo más. No podremos llevar a cabo los estudios sin su cooperación absoluta. Es necesaria su participación física, ¿comprende lo que estoy diciendo?

—¿Se refiere a que me van a someter algún trasplante de órganos o algo por el estilo? Si es así, no hay trato.

Me puse de pie y extendí la mano para recuperar los documentos.

—No se trata de trasplante de órganos, tranquilícese. El señor Claudio Contini-Massera trabajaba en cooperación con Josef Mengele, aquí, en el laboratorio. Él vino en multitud de ocasiones y pasaban largas horas, juntos. Tengo entendido de que gracias al tratamiento que recibía para la cura del cáncer que lo aquejaba, su apariencia juvenil se veía acentuada, aquello fue para nosotros la prueba de que el trabajo de Mengele en esa dirección estaba siendo efectivo. En estos documentos, dice que todo se logró gracias a las intertransfusiones de sangre de su sobrino Dante Contini Massera. Esto quiere decir, que usted recibió su sangre purificada y él la suya. La simbiosis perfecta con las de las células de la larrea que él estuvo recibiendo. Usted, mi querido Dante, posee la longevidad que tanto hemos buscado. Pero hacen falta dos ingredientes para que su estado sea permanente: la fórmula aquí descrita solo puede hacerse efectiva si es sometida a la radiación de un isótopo artificial cuyas propiedades son únicas. Es la única manera de activar sus componentes claves. En pocas palabras: es el catalizador perfecto que su tío debió dejarle a usted. Un isótopo que, según estas notas, tiene una vida media activa de treinta mil millones de años.

—Tengo que entregar ese isótopo, me imagino. ¿Y en cuanto a lo otro?

—Se reduciría a una simple donación de sangre, la suficiente como para reiniciar los estudios, y el que usted estuviera disponible cuando lo solicitáramos —adujo Merreck.

Algunas veces soy intuitivo, y últimamente ese sexto sentido que más se atribuye al género femenino, había empezado a funcionar en mí. Presentí algo macabro tras las palabras de Merreck, dichas en tono ligero.

—Entonces tendré que regresar con el «ingrediente» faltante. El asunto es que no sé dónde encontrarlo.

—Los ingredientes. Existe una mezcla líquida que se halla en una cápsula hermética. La necesitamos para estudiar las cantidades exactas.

La euforia que sentía hasta hacía unos momentos se había esfumado. Y me parece que de parte de ambos. De pronto me sentí muy cansado, descorazonado, al borde del colapso.

Me encaminé a la salida, y Merreck a mi lado trató de darme ánimos.

—Le sugiero que piense en algún lugar muy seguro. El elemento del que estamos hablando es radiactivo.

Al escuchar esa palabra supe de inmediato dónde localizarlo. El cofre. Cogí los papeles que estaban sobre el escritorio y los volví a meter en el grueso sobre.

—Tal vez sí pueda traerlo —afirmé, tratando de no dar demasiada convicción a mis palabras, pero fue suficiente para que Merreck recuperase el brillo en la mirada.

—Confío en que sí.

Me despidió en la puerta del ascensor y subí a la superficie como quien regresa del averno. Una vez arriba, tuve que esperar a que la tormenta amainara, ya era noche cerrada, y aún quedaban rezagos de viento. Sentí que mi móvil vibraba.

—Dime, Nelson ¿dónde te habías metido?

—Estuve averiguando lo del taxista, ¿recuerda?, lo siento, mi móvil se quedó sin batería, siempre cargo una de repuesto, pero esta vez no la tenía. Usted no debió viajar sin mí, llegué una hora después de que usted partiera, ¿por qué no me esperó?

—Está bien —corté, impaciente—. Ya hablaremos a mi regreso. Dile a Pietro que no llame a Caperotti. No sé a qué hora llegaré, depende de lo que tarde en conseguir vuelo.

Llamé a Ángelo, el hombre de Caperotti.

—Aquí, Contini-Massera. Todo está bien, regreso al aeropuerto apenas pueda salir el helicóptero, hay mal tiempo.

—¿Está seguro?

¿Cómo no iba a estar seguro? El cielo encapotado y los ventarrones los tenía frente a mis narices. De todos modos me las arreglé para aparentar calma.

Tranquillo, sono io, tutto va bene, ¿hai capito? —Procuré imprimir a mis palabras el tono que había escuchado tantas veces a mi padre.

Va bene, signore Dante. Pero creemos que las personas que le siguen la pista pueden ser peligrosas.

—El señor Merreck no tiene interés en matarme, Ángelo, no le convendría hacerlo —dije absolutamente convencido.

—No es de él de quien debemos cuidarlo. Le sugiero que haga revisar el helicóptero exhaustivamente ante de subirse en él. O preferiblemente, espere a que nosotros vayamos por usted. El signore Caperotti piensa que unos judíos podrían estar mezclados en esto.

Me quedé de piedra. Por supuesto que esperé. Los hombres de Caperotti me llevaron a Peoria y tomamos el vuelo de regreso a Nueva York rezando para que no le sucediera nada al avión. Pero al menos ahora sabía quién estaba conmigo. Recuerdo ese viaje como uno de los peores de mi vida. Durante el tiempo que duró el vuelo me debatí entre el cielo y el infierno; en medio de las tribulaciones que me rodeaban por primera vez pude pensar con claridad, mi padre no quiso seguir con las investigaciones, no porque él de todos modos moriría: lo hizo porque sabía que yo estaba ligado indefectiblemente a ella y no quería convertirme en un conejillo de indias. No obstante, no me dejó otra elección. ¿O sí?