Al bajar vi a Nelson, estaba esperándome. Miré mi reloj: habían transcurrido tres horas y quince minutos. Era increíble todo lo que se podía hacer en un lapso de tiempo tan corto.
—Tengo la dirección de Jorge Rodríguez, creo que es mejor que sea yo quien visite a la viuda, ¿no crees?
—No me parece buena idea. Usted se presentará como el amigo de una amiga. Yo me presentaré como un agente del FBI, puedo ser más persuasivo.
—¿Y si en lugar de cooperar se intimida?
—Puede usted acompañarme, si lo desea, para suavizar las cosas. Aunque no me parece oportuno.
—Así está mejor. Iremos mañana, hoy ya es muy tarde.
Esa noche di muchas vueltas antes de dormir. Las revelaciones de las que había sido objeto por parte de Irene aún revoloteaban en mi mente. Si antes tuve amor y respeto por tío Claudio, esos sentimientos se habían transformado en una profunda admiración. Era como ir levantando una capa tras otra y siempre encontrarme con una huella suya, el poder que había detentado era cada vez mayor, y me estaba temiendo que aún no había llegado a descubrirlo todo. ¿Qué podría hacer un hombre como él involucrado con un capo de la droga? Si es que estuvo involucrado; tal vez fuesen las circunstancias las que lo llevaron hasta la Mansión Rosada. Algún agasajo para un grupo de negociantes italianos… pero Irene había sido clara: vio el temor reflejado en los ojos de Pablo Escobar. Debió tener sus motivos. Por otro lado, tío Claudio parecía tener predilección para involucrarse con hombres siniestros: Mengele, Merreck, Escobar, el mismo Caperotti, que no podía ocultar su carácter mafioso, y dime con quién andas…
No tuve oportunidad de hablar con Nicholas sino hasta la mañana siguiente, cuando mi cuerpo maltratado por el mal sueño pudo al fin incorporarse de la cama e irse a rastras hasta el baño. Al salir lo encontré sentado en un sillón, acicalado como si fuese a ir a alguna parte.
—Estuviste con Irene —afirmó sin preguntar.
—Estuve con Irene. Sí.
—¿Cómo es?
Su pregunta me extrañó, pero al instante me di cuenta que sentía verdadera curiosidad. Tenía la actitud de un reportero ansioso por conocer detalles.
—Extraordinaria. Por desgracia, no la volveré a ver, bueno, tal vez como amiga, sí, pero nada más.
—Pensé que siempre habían sido sólo amigos. ¿Le preguntaste por la cicatriz en su nalga?
—¿Y cómo demonios sabes eso?
—Lo leí en el manuscrito, ¿recuerdas? Hay muchos detalles que aparecen como destellos en mi memoria, ese en especial me llamó mucho la atención.
—Le pregunté, sí.
—Si no quieres contarme, no lo hagas. Parece que de un momento a otro me he convertido en un sujeto sospechoso —dijo, haciendo alusión a nuestra conversación del día anterior.
—Perdona, Nicholas, no era mi intención… tienes razón. Estoy un poco paranoico, no tengo motivos para desconfiar de ti.
—Nuestro trato consistía en que podría escribir tu historia.
—Lo sé, lo sé… todo es tan escabroso, te diré lo que averigüé con Irene. Lo otro, ni lo sueñes, tengo derecho a reservármelo para mí.
—¿Tan bueno fue? —preguntó, con una sonrisa socarrona que me fastidió.
—Mejor de lo que tú jamás has experimentado en toda tu vida. Estoy seguro. —Me desquité. Y le largué todo lo que me dijo Irene. Los cambios de expresión en el rostro de Nicholas lo hacían tan transparente como el vidrio de las ventanas de mi cuarto.
—Entonces, ahora iremos a visitar a la mujer de Rodríguez.
—Iré con Nelson.
—Mala idea. No hay nada que atemorice más que un individuo como Nelson. La primera vez que lo vi pensé que me lo iba a hacer en los pantalones. Te lo juro.
Solté una carcajada. Era lo que había supuesto, y ahora lo confirmaba.
—No le veo la gracia. Nelson puede estar muy bien entrenado, pero su presencia es terrorífica —recalcó Nicholas—. Sugiero que vayamos nosotros, tú y yo —señaló con su dedo índice—, y que Nelson espere fuera, puede ser más útil. Tal vez nos estén siguiendo, o quién sabe. Todo puede suceder. Nosotros visitaremos a la viuda, en representación de Claudio Contini-Massera, porque Rodríguez fue una parte importante de sus negocios, bla, bla, bla… y tal vez ella se suelte un poco y nos diga algo que pueda servirnos de hilo que nos lleve a la madeja.
Tuve que reconocer que la idea no era mala. Y fue lo que hicimos. Nelson estuvo un poco reticente al principio, pero el probado poder de convencimiento de Nicholas pudo más y se avino a esperar atento por si otra vez el sujeto que me perseguía hacía un par de días volvía a la carga.
La viuda de Rodríguez resultó ser una mujer bastante joven, su aspecto sudamericano era evidente, tanto en su comportamiento como en su manera de hablar, aunque se expresaba con soltura en inglés. Los dos niños de ambos sexos que se aferraban a sus piernas, se mostraban reacios a apartarse de ella. No hacían juego con el ambiente del chalet situado en un suburbio de Nueva Jersey. Finalmente, la viuda se disculpó y decidió retirarse con ellos. Después de unos momentos regresó sola.
—Disculpe que hayamos venido de manera intempestiva, señora Rodríguez, pero esta noche partimos para Italia —el cuento de siempre de Nicholas—, y al enterarnos por medio de la señora Irene Montoya de la muerte de su esposo, quisimos pasar a ofrecerle nuestras condolencias.
—Muchas gracias… usted trabajaba con Jorge, supongo —dijo ella dirigiéndose a Nicholas.
—No, en realidad. Su esposo manejaba algunos negocios del señor Claudio Contini-Massera —dijo Nicholas señalándome con la mirada.
—¡Ah!, don Claudio. He escuchado tantas veces a Jorge hablar de él…
—Soy su sobrino —dije. Mi tío falleció hace quince días y estoy tratando de hacerme cargo de sus asuntos.
—Comprendo… y agradezco tanto su amabilidad.
—Nos gustaría saber si usted guarda los archivos de su esposo, necesitamos algunos datos acerca de unas acciones de nuestra propiedad que él estaba manejando en el momento de su muerte.
—Qué extraño. Justamente hace dos días vino un señor que dijo que representaba los intereses del fallecido señor Contini, y estuvo un buen rato revisando su ordenador.
La noticia nos dejó fríos.
—¿Y usted permitió que viera el ordenador de su esposo?
—No pensé que hubiese nada de malo en ello. Pero ahora que los veo a ustedes… especialmente a usted, señor Dante, es usted el vivo retrato de su tío…
—¿Llegó a conocerlo?
—No, señor, pero tengo una foto de él con mi marido. Vengan, por favor.
Fuimos tras ella hasta una pequeña oficina. Una pared cubierta por una estantería de madera llena de libros, un escritorio, un ordenador, y otra pared con fotografías. Señaló una de ellas y vimos a Irene, a tío Claudio y a Jorge Rodríguez. Finalmente tenía rostro.
—¿Me permite? —preguntó Nicholas situándose en la silla frente al ordenador.
—Por supuesto.
—Esto no funciona —dijo, luego de un rato. Abrió la carcasa de la máquina y notó que no existía el disco duro.
—Parece que la persona que vino extrajo el disco duro.
—Yo no entiendo de eso, no sé utilizar el ordenador, dijo que se llevaba la información que necesitaba, y me pareció que estaba bien, pensé que venía en representación del finado señor Contini, como le dije. Me dejó esta tarjeta.
Era de las que usaba tío Claudio. Me armé de valor y le dije:
—Señora Rodríguez, supimos que su esposo murió atropellado, pero que hubo indicios de que fue un asesinato.
Por primera vez pude apreciar el miedo en sus ojos.
—De ninguna manera. Fue un accidente, el chofer se dio a la fuga, pero…
Nicholas me miró y comprendí el mensaje. Me abstuve de seguir preguntando.
—Me temo, señora Rodríguez que vendrá el FBI a averiguar algo más acerca de la muerte de su marido. Como podrá suponer, no podíamos dejar las cosas así, es necesario que se clarifique su muerte, más tratándose de una persona de confianza del señor Contini.
—No tengo nada más que decirles, no veo qué pueda averiguar…
—Muchísimas gracias por su cooperación, señora Rodríguez, una vez más, le quiero manifestar mis condolencias por su pérdida.
Nicholas tenía una manera muy interesante de despedirse de las personas. Salimos en busca de Nelson, le pasábamos la posta.
Fuimos a una cafetería cercana desde donde podíamos divisar la casa de Rodríguez.
—En un par de horas la visitaré. Si voy de inmediato, ella no creerá que soy del FBI. Sería demasiada coincidencia la visita de ustedes y la mía, casi simultáneamente. Debieron dejar que fuese yo —dijo Nelson, sin disimular su malhumor.
No tuvimos que esperar mucho tiempo para notar que un taxi se detenía frente a su puerta y que de él bajaba un hombre. Estuvo unos quince minutos dentro de la casa, salió, y el coche pasó frente a nosotros, Nelson anotó la placa y yo me fijé en el pasajero. Tenía apariencia latina, tal vez algún familiar de la viuda.
—Tal vez sea su hermano. Se parecen mucho —comentó Nicholas.
Nelson llamó a un amigo, le dio el número de la placa del taxi y luego de esperar unos momentos tenía el nombre del conductor, la línea para la que trabajaba y su dirección.
—Ahora vuelvo.
Se alejó en dirección a la casa de Rodríguez y pronto solo pudimos observar la espalda de su humanidad caminando acompasadamente.
—¿Tú qué piensas? —preguntó Nicholas sin dejar de mirarlo.
—Creo que no lo hicimos tan mal. Al menos sabemos que existe alguien interesado en los datos de su ordenador. ¿Notaste su insistencia en persuadirnos de que la muerte de su marido fue un accidente?
—Sí. Definitivamente, oculta algo.
Al cabo de diez minutos y dos cigarrillos de Nicholas, Nelson venía de regreso.
—Es probable que su marido no esté muerto. —Fue lo primero que dijo. Y tal vez él mismo haya sido quien extrajo el disco duro del ordenador.
—¿Cuándo? —preguntó Nicholas.
—Antes de hacerse pasar por muerto, obviamente —recalcó Nelson. No pude evitar reírme al ver la cara de Nicholas.
—El asunto es el siguiente: La viuda Rodríguez no piensa quedarse en este país. Dice que desea regresar a Colombia, cuando le dije que me parecía extraño que quisiera volver a un lugar tan inseguro, me explicó que con lo que pudiese vender aquí, allá invertiría en algún negocio para poder vivir, lo cual me pareció raro, pues a la muerte del marido, ella no quedó desamparada precisamente. Cuando le recalqué que su esposo tenía ciudadanía norteamericana y, que a petición de Dante Contini-Massera el gobierno de los Estados Unidos podía actuar en cooperación con la INTERPOL en cualquier país del mundo, para investigar si la muerte de su marido fue producto de un acto delictivo, se puso nerviosa. Parece que no se lo esperaba. Para sintetizar, de toda la conversación, deduje que Jorge Rodríguez tiene algo que ocultar. Parece que fue contratado por alguna persona interesada en que a través de él, pudieran llegar a usted, señor Contini. Le pregunté si el nombre Francesco Martucci le era familiar y creo que fue la primera vez que contestó con convicción: «No. Jamás», dijo.
—Es probable que él haya utilizado otro nombre —sugirió Nicholas.
—Es lo que pensé. Así que su teléfono será intervenido.
—¿Cómo lo harás?
—Yo no, sería imposible, pero hay formas de hacerlo, por eso no se preocupe, señor Contini, tengo buenos amigos en algunas dependencias del FBI todavía, y debe hacerse cuanto antes, pues quién sabe cuándo alzará el vuelo.
Después de dejarnos en casa, Nelson se fue a cumplir con lo prometido. Y yo decidí que era hora de devolverle la llamada a Martucci.