—Espera aquí. Si no bajo en diez minutos vete y regresa en unas tres horas.
Nelson asintió. No se me ocurrió nada mejor. No se hubiera visto bien que lo llamase en presencia de Irene.
Y ahí estaba yo otra vez, esperando a que ella abriese la puerta. No acostumbro visitar de manera intempestiva, pero en aquellos días parecía que estaba rompiendo esquemas. Cuando empezaba a pensar que tal vez tuviese compañía, la puerta se abrió. Estaba adorable, llevaba suelta su cabellera castaña, y vestía la bata de seda que me enloquecía, una mezcla demasiado sensual para hacer cualquier indagación, a menos que sea en su cuerpo.
—¿Estás sola? —pregunté, deseando fervientemente que la respuesta fuese afirmativa.
—Sí.
Fue todo lo que necesité escuchar. Me olvidé de lo que tenía planeado preguntar y la besé como un condenado a muerte. Su peculiar aroma invadió mis sentidos; antes lo había atribuido a que trabajaba con flores, pero antes yo era un muchacho imberbe. Un idiota. No degustaba las exquisiteces que mujeres como Irene podían brindar. Y cuando pensaba en «antes» me estoy refiriendo a solo unas semanas atrás.
Los últimos acontecimientos habían afilado mis sentidos, veía todo bajo otro prisma, desde donde podía observar muchos espectros a la vez. Irene era mujer para degustar, no para saciar el apetito. Esa noche fue como si hubiera hecho el amor con ella por primera vez, y aunque fuese un exabrupto pensarlo, pues podría parecer como algo obsceno o sacrílego, comprendí por qué un hombre como Francesco Martucci podía amar tanto a una mujer. O un Claudio Contini-Massera. Existe un tipo de mujer para cada hombre, evidentemente ellos tenían el mismo gusto. Y para mí Irene era la mujer.
Pero yo había ido allí con un propósito, y hombre al fin, después de haber degustado el sabroso plat de resístanse, volví a convertirme en un primate, preferentemente, homínido.
—¿Cuándo me contarás cómo te hiciste esta cicatriz? —pregunté, recostado a su lado, mientras le acariciaba la nalga.
—No vale la pena recordar.
—¿Por qué?
—¿Y para qué quieres saberlo?
—¿No quieres decírmelo?
Irene se separó un poco de mí y puso la sábana sobre sus pechos. Pero yo no me iba a dar por vencido.
—Sé algunas cosas de ti. Pero quisiera oírlas de tus propios labios.
—No puedo.
—Entonces debo pensar que formas parte de una conspiración. Necesito respuestas, tío Claudio sufrió dos atentados, lo sabías, supongo. La última vez que vine, un hombre empezó a seguirme. Mi vida corre peligro y tú te niegas a cooperar conmigo, ¿qué puedo pensar?
—Jamás te haría daño, mi amor. Tenlo por seguro.
—No te creo. ¿Por qué no puedes responder a mis preguntas?
—No tuve nada que ver con los atentados. Y tampoco he dispuesto que alguien te siga, ¿por qué lo iba a hacer?
—Dímelo tú. Sólo dime la verdad, hay mucho en juego, si de veras sientes algo por mí, hazlo.
Irene se incorporó. La sábana sobre su pecho se convirtió en un escudo. Su rostro parecía transformado, ya no era la de hacía momentos, aparentaba su edad. Esperé y empezó a hablar.
—Supongo que ya sabes que me dediqué a la prostitución, eso fue hace muchos años, Dante. Muchos años. En Medellín hacías lo que ellos querían o te mataban, y yo había sido reclutada por uno de los hombres más poderosos: Pablo Escobar. Pero no era una red de prostitución más. Era una lujosa casa de citas donde nos trataban como a reinas, excepto por el hecho de que teníamos que acostarnos con los amigos de Pablo Escobar cuando así lo requirieran. Políticos, diplomáticos, militares, religiosos… Las chiquillas abandonadas por las calles, siempre que fuesen agraciadas, iban a parar a la Mansión Rosada. Yo había perdido a mi madre, tenía trece años, no tenía adónde ir, uno de sus hombres me encontró vagando y a partir de allí empecé a trabajar para ellos. Y yo siempre aparenté menos edad. No te imaginas la cantidad de degenerados que existe. Hay hombres que no pueden joder con una mujer si no es una niña. Y no les importa el precio. Algunos nos retenían por semanas completas, y no voy a detallarte lo que nos obligaban a hacer. Todo corría por cuenta de Pablo Escobar.
»Al crecer fui trasladada a la “sección especial”, una lujosa mansión cerca de su famosa hacienda Nápoles, a orillas del río Magdalena. Fue allí donde conocí a Pablo Escobar, “el capo de las drogas”, estuve con él un par de ocasiones. Lo recuerdo como un hombre amable, claro, dentro de lo que se puede ser estando en el mundo que él gobernaba. Para aquella época estaba muy enamorado de su amante, Virginia Vallejo, y algunas de las chicas solo éramos un pasatiempo.
»Cierto día vino de visita un grupo de italianos que buscaba pasarlo bien, y fui escogida por un hombre muy guapo, estuve con él dos días y tuvimos oportunidad de conversar, se interesó en mi vida, y quiso sacarme de ese lugar. No para vivir con él, pues me aseguró que estaba enamorado y no deseaba compromisos de ninguna clase, se había compadecido de mi situación, y quería ayudarme.
»Cuando el jefe se enteró, me encerraron, y fui pasto para sus esbirros. Deseé morir, Dante, yo no había hecho nada, pero cometí el error de querer salir de allí.
—¿Quién era ese italiano? —pregunté con el corazón en la boca.
Irene bajó los ojos.
—Claudio Contini-Massera. El mejor hombre que yo haya conocido. Él se enfrentó al capo de la droga más importante, y no sé cómo lo hizo, pero la última vez que habló con Pablo Escobar, yo estaba presente, Pablo había mandado por mí y pude ver que en sus ojos había temor. Tu tío dijo: «Espero que lo pienses, no es nada personal», con su voz suave, relajada, como si sostuviera una conversación con un gran amigo. Pablo Escobar se alzó de hombros y estiró los brazos como si no hubiera nada más qué hacer. «Es tuya, les diré que la preparen». Y eso hicieron. Pablo se fue y dos de sus esbirros me llevaron al cuarto de castigo, uno de ellos me produjo un tajo profundo desde la cintura a la nalga mientras el otro me sujetaba. Imagino que lancé un alarido porque Claudio irrumpió en el cuarto y al verme envolvió mi cuerpo desnudo ensangrentado en una sábana, y me sacó de allí sin que nadie se lo impidiera.
»La cicatriz era peor, gracias a tu tío tuve acceso a una cirugía de calidad, pero siempre quedó una marca. Vine a Estados Unidos, trabajé en un salón de belleza que después pude comprar, gracias a un dinero que me prestó tu tío, y que yo devolví. La empresa que tengo ahora es en realidad propiedad de tu tío Claudio, era su testaferro. En buena cuenta, el negocio vendría a ser tuyo. Como ves, no tengo nada grave que ocultar, yo jamás le habría hecho daño, y a ti, menos. La muerte de Claudio me dejó en un limbo comercial pues todos los documentos del negocio están a mi nombre, y no sabía cómo decírtelo. No quería que supieras que estuve… enamorada de tu tío.
—¿Cómo conociste a Jorge Rodríguez?
—Crecimos en el mismo barrio, él sí tenía familia, lo enviaron a la escuela y resultó ser muy aplicado. Cuando fui reclutada por la gente de Escobar, Jorge hizo lo posible por rescatarme, ¡pero qué podía hacer él! Era tan joven como yo. Un día fue a verme y dijo que iría a la universidad, que algún día regresaría por mí. Pero no sucedió así, cuando llegué a Nueva York me comuniqué con su familia en Colombia y pude ubicarlo. Pocos años después nos encontramos aquí. Ya él se había casado, y yo tenía mi vida encaminada. Tu tío Claudio lo conoció, y estuvo de acuerdo en que fuese él quien llevase la parte económica del negocio de las flores, que para entonces se había convertido en una empresa importante.
—¿Mi tío Claudio conoció a Jorge Rodríguez? —mi asombro no tenía límites. Aquello aportaba un toque diferente al asunto.
—Claro, de otra manera no podría haber depositado su confianza en él. Incluso nos invitó a ir a Roma. Fuimos varias veces, pero Jorge iba regularmente, en una de ellas conocimos las oficinas de la Empresa, la hermosa casa que tenía en las afueras de Roma, la villa Contini, y también a un sacerdote al que parecía querer mucho.
—¿Cómo se llamaba?
—Francesco. No recuerdo el apellido. Tu tío siempre le decía: «Francesco… Francesco…» y a mí me hacía gracia su acento italiano.
—¿Alguna vez volviste a verlo?, me refiero al sacerdote.
—No. Fue la única vez que lo vi. Fui después a Europa en plan de vacaciones, pasé por Roma pero no a visitar a tu tío, él siempre estaba viajando.
—¿Puedes darme la dirección de Jorge Rodríguez?
—Por supuesto.
Abrió el cajón de la mesa de noche y sacó una libreta. Anotó en ella y me entregó la hoja.
—Gracias, ¿no sabes si Rodríguez volvió a contactar con el cura Francesco?
—La verdad, no lo sé. ¿Pero por qué habrían de verse?
—Es lo que me hubiera gustado saber. Supongo que fue idea de mi tío que yo te conociera —indagué.
—Él siempre fue muy paternal contigo, Dante, debes admitirlo. La única recomendación que me hizo fue que te echara un vistazo.
—Supongo que eras una especie de espía. No sé por qué pregunto esto, si ya sé la respuesta.
—Siempre le hablé bien de ti, Dante, no tenía por qué mentir.
—Parece que tío Claudio tenía una idea equivocada de mí.
—No fui yo quien se la dio. Y la verdad, Dante, siempre te he considerado una excelente persona. He llegado a quererte, aunque sé que no soy mujer para ti.
—¡Qué dices!
—Perteneces a otro mundo, Dante. Y a otra generación.
No dije nada. Habría sido vano, vacuo, vacío. Ni yo mismo sabía qué clase de mujer podía ser para mí. Pero no deseaba enamorarme de una mujer escogida por mi padre. Y que obviamente lo amó a él. Sé que soy su vago retrato, tal vez sea lo que signifique para Irene, una imagen que le trae gratos recuerdos. En ese momento supe que no la podría amar, sin embargo, hice el amor con ella por última vez y el aroma de claveles es un recuerdo que ha quedado imborrable en mi memoria.