En el vuelo de regreso hablamos poco. Había aprendido que los lugares aparentemente inocuos como un asiento de avión, son potencialmente peligrosos, nunca se sabe quién es el compañero del asiento de al lado, o el que está detrás, así que nuestro lenguaje en clave terminó por cansarnos y guardamos silencio tomando el ejemplo de Nelson, hasta llegar a casa.
—Algo muy raro se cuece en ese laboratorio. ¿Viste las instalaciones? ¡Diez pisos bajo tierra!, me imagino a toda una ciudad en el subsuelo. Y pensar que únicamente unos cuantos serán los elegidos en medio de los miles de millones de habitantes del planeta. Lo que no acierto a comprender es por qué tío Claudio escondió la fórmula. —Fue lo primero que dije al encontrarme en el ambiente seguro de la cocina.
—Y por qué te la legó a ti. Si él no estaba de acuerdo con los manejos de Merreck, simplemente se hubiese deshecho de todo.
—Tal vez pensó que podría salvar La Empresa. Y de hecho, es posible.
—Hay algo oscuro en todo esto. Alguna cosa de la que debió enterarse al final.
—Espero que Merreck me dé los nombres de los exaccionistas judíos.
—Y que acepte la oferta. Veinte mil millones es una cantidad respetable —recordó Nicholas soltando una risita— ¿no te parece mucho?
—¿Mucho? Creo que es más bien poco. Es un producto que no existió jamás y que tendría efectos sociológicos inusitados; al principio sería solo para ricos. ¿Cuánto gana un rico?
Nicholas se alzó de hombros.
—Eso lo debes saber tú mejor que nadie —dijo.
—Miles de millones. Lo sé no porque yo los haya ganado, pero mi incursión en el estudio de los negocios me da una idea aproximada. Partamos de la idea de que solo se lo podrían permitir los que están en la lista Forbes. ¿Pagaría uno de ellos cuatrocientos millones de dólares para el tratamiento de la eterna juventud? Claro que sí. Hay que amortizar los años de investigación: si sumo la edad que tengo con el tiempo que le llevó a Mengele iniciar los estudios de la fórmula, las investigaciones rondan los sesenta años de antigüedad. Algo casi comparable con la Penicilina.
La pizca de admiración que empezaba a captar en la mirada de Nicholas me satisfizo una enormidad.
—Ya veo que fuiste un alumno aplicado —dijo mientras parecía tomar nota mental de todo.
—Y eso no es todo: Si la empresa tiene accionistas o cotiza en bolsa, los socios saben que, de tener semejante producto, sus acciones no harán sino subir y subir, porque siempre existirán clientes potenciales, y ni siquiera estamos tocando a los proyectos de largo plazo como los que tiene la NASA. Pero evidentemente tenemos que pedir una cantidad que Merreck y compañía puedan pagar, que supla sus necesidades. Si les pidiese más no quedaría dinero para terminar su trabajo y no pienso cobrarles en cómodas cuotas mensuales. Lo que puedo es arreglar con ellos una participación en las ganancias.
—Aparte de los veinte mil, supongo.
—Exactamente.
Ahora solo tenía que esperar a que Merreck se decidiera. Nicholas empezó a buscar afanosamente en sus bolsillos, yo le alargué la cigarrera que estaba dentro del cajón donde Pietro escondía sus cigarrillos.
La verdad era que yo estaba en una encrucijada. Debía hacer lo correcto, pero en este caso, sabía que cualquier decisión que tomase no sería correcta. Por otro lado, tenía que hablar con Irene, y aquello me producía una rara sensación. No había aceptado la devolución del préstamo, y yo no podía dejar el asunto en el aire. Sé que lo más sensato habría sido hacer un depósito en su cuenta, pero en el fondo deseaba verla. Irene, muy a mi pesar, me interesaba más de lo que yo estaba dispuesto a reconocer. Y deseaba saber por ella misma si era cierto lo que había asegurado el cura Martucci. Esa misma noche fui a verla.
Irene abrió la puerta y fue como si apenas unas horas antes nos hubiésemos despedido. Su sonrisa juvenil, franca, y su mirada directa, volvieron a cautivarme. Guardé mis recelos, en ese instante lo único que deseaba era estar en sus brazos, me hacía falta un poco de cariño y no me importaba que fuese fingido. Lo necesitaba. Un largo abrazo precedió a mis pensamientos y por unas horas sentí que había vuelto a la normalidad. Me hacía falta una mujer, mi cuerpo pedía sexo porque en los últimos diez días lo único que había hecho era correr tras una maldita fórmula y buscar respuestas. Los brazos de una mujer me hacían sentir un hombre capaz de cualquier proeza. Siempre he pensado que la autoestima es directamente proporcional a la satisfacción que se pueda dar o recibir en el terreno amoroso. De manera que cuando el cuerpo de piel suave de Irene se pegó al mío, olvidé todo lo que no fuese ser feliz. Después vería cómo recuperar mi infelicidad.
El reloj de la mesa de noche marcaba la 1:05 am cuando recordé que debía llamar a Pietro. Maldije mi falta de criterio, Nelson lo llamaría «una fuga de seguridad» con su permanente lenguaje vertical. ¿Acaso nunca se relajaba? Una vez más comprobé que había personas para todo tipo de ocupaciones, y que la Liberté Égalité, Fraternité, eran conceptos abstractos y, por tanto, irreales. O quién sabe, tal vez los ideólogos estuvieran pensando en sus amantes cuando redactaron aquello. Dejé a Irene durmiendo con placidez y salí de la cama. Cogí el móvil y fui a la sala para no despertarla.
Un solo tono y contestó Pietro.
—Sono io, Pietro. Tranquilo, hoy no regresaré a dormir. Dile a Nelson que me disculpe por no avisarle antes.
—Él piensa que debió ir con usted, signore.
—Prometo que así será la próxima vez, Pietro, necesitaba salir. Estoy en casa de Irene.
Me estaba tomando el asunto de la seguridad con toda la seriedad del caso. En cualquier otro momento ni se me habría ocurrido dar mi paradero con tal lujo de detalles, pero ya Nelson me había explicado la conveniencia de que siempre supieran dónde encontrarme.
Contemplé la silueta de Irene delineada por la sábana, y me pregunté cuánto de verdadero hubo en nuestro encuentro. Ella parecía sincera, y yo también. ¿Acaso era suficiente el sexo? No dudo que en un encuentro físico haya sinceridad, el cuerpo lo pide, la mente lo exige y se da y se entrega, y el clímax es sincero. A menos que se finja, pero pienso que ese fingimiento es producto del deseo de satisfacer al compañero. Y yo más que una afrenta, lo considero una forma delicada de procurar placer. La duda que corroía mi mente me hacía ser objetivo con Irene. Ella me había engañado y debía tener un motivo. Esperé pacientemente en la penumbra a que se hiciera de día, pero el sueño me venció. El aromático olor del café, con seguridad colombiano, me hizo abrir los ojos y desear que no tuviese que aclarar nada.
—Te preparé el desayuno —me dijo Irene con su sonrisa de niña.
—Gracias. Esto se ve exquisito —Irene era una mujer de detalles, no podía faltar una rosa roja, claro, especialmente porque era la marca de su negocio, me dije.
—Te noto un poco tenso. No hemos hablado… ¿por qué enviaste a tu empleado con un cheque? Hubiera preferido que me lo entregases tú.
—Me encontraba en Italia.
—Hubiera bastado una llamada. ¿Te das cuenta que ni siquiera me llamaste? —Irene, la muerte de mi tío me trajo muchos problemas. Para empezar, soy heredero de sus no pocas deudas. Por cierto, el único dinero con el que cuento es el que tío Claudio recuperó del estafador que me presentaste.
—¿A quién te refieres? —preguntó Irene. Parecía que su ignorancia al respecto era genuina.
—A Jorge Rodríguez, obviamente.
—Jorge falleció.
—¿Qué dices?
—Fue atropellado hace dos meses, me enteré la semana pasada.
—¿Y quién lo mató?
—No se sabe. Un coche lo embistió y se dio a la fuga.
—Pensé que estaba preso por estafa.
—Nunca estuvo en la cárcel, Dante, ¿de dónde sacas eso?
—De una persona de confianza. Dijo que estabas involucrada, y que tu negocio de flores es una tapadera.
Irene sonrió. Tal vez para ocultar su nerviosismo, o cualquier otra emoción que estuviera cruzando por su mente.
—¿Y tú qué piensas, Dante?
—Yo ya no sé qué pensar.
—Supongamos que sea cierto que Jorge Rodríguez era un estafador y se embolsó tu dinero, ¿cómo te explicas que él ahora esté muerto y tú hayas recuperado tu inversión? Creo que algo huele muy mal en todo esto.
—Si piensas que tuve algo que ver con su muerte, estás desvariando. Yo me enteré de que los dos millones se habían recuperado hace poco más de una semana.
—Entonces alguien sí tuvo que ver.
—¿Qué insinúas? —le espeté con dureza. Dejé el café en la bandeja y no quise seguir probando nada más.
—No. ¿Cómo te atreves tú a insinuar que mi amigo Jorge Rodríguez, gracias al cual ganaste tanto dinero, por cierto, te estafó? Lo conocía desde que éramos niños, era como mi hermano. Puedes averiguar en la jefatura de policía si en algún momento fue encarcelado. No es verdad. Alguien está mintiendo y no soy yo.
—Y si era tan cercano a ti, ¿cómo es que no sabías que había muerto hasta hace una semana?
—Fue a Bogotá de vacaciones con su familia, no acostumbro llamarlo todo el tiempo. Hace una semana su esposa me lo dijo.
—Lo mataron en Colombia —deduje en voz alta. Allá es mucho más sencillo. No hacen preguntas y los sicarios abundan.
Yo trataba de encajar ese asesinato en la retahíla de sucesos que últimamente formaba parte de mi vida y no le encontraba sentido.
—Debo irme. Irene, perdona que sea tan suspicaz, pero me están sucediendo cosas tan raras, que desconfío de todo el mundo. Empecé a vestirme y busqué en uno de los bolsillos de mi chaqueta. Le alargué el cheque―. Muchas gracias, Irene, me ayudaste cuando lo necesitaba, nunca lo olvidaré.
Ella me miró con tristeza.
—No, Dante, no quiero ese dinero.
—Es tuyo. No puedo quedarme con él.
—Sólo dame lo que te presté, de lo contrario no pienso cobrarlo.
—No traje chequera conmigo.
—Entonces otro día será. No quiero que te vayas así.
—Debo ordenar mis ideas, Irene. En realidad, debo ordenar mi vida. —La besé en los labios y salí.
Un coche estacionado en la puerta del edificio con Nelson tras el volante, me estaba esperando. Antes de que él dijera nada, me adelanté.
—Lo siento, Nelson. Necesitaba alejarme para tomar un poco de aire.
—¿Y le sirvió?
Negué con la cabeza.
—¿Conoces a alguien en algún organismo del estado? Me refiero a La CIA, el FBI, o algo por el estilo.
—Aún no he perdido todos mis contactos, podría ser… ¿De qué se trata exactamente?
—Quiero que averigües la muerte de un sujeto llamado Jorge Rodríguez. Supuestamente murió en Bogotá, un coche lo arrolló y se dio a la fuga, y es posible que aquí tenga antecedentes penales por delito de estafa. Necesito saber si estuvo preso, si es verdad que está muerto y todo lo que puedas averiguar de él. También me gustaría saber quién es Irene Montoya, propietaria de la Floristería la Rosa Roja, tiene nacionalidad norteamericana y sus flores vienen de Colombia. Al igual que ella.
Me sentí un canalla al hacer semejante encargo, pero estaba aprendiendo que debía cuidarme de todos. Supongo que fue a partir de ese momento que tomé la decisión de que cualquier mujer que saliera conmigo, debía ser investigada.
—Llamó el señor Martucci. Perdone mi intromisión pero me parece que no debería contarle nada de lo que ha averiguado hasta ahora.
—Tú sabes que era el mejor amigo de tío Claudio.
—Sí, señor Contini, pero es preferible que todo lo que sabe, quede con usted. Así podremos ir descartando posibilidades. Nunca pudimos dar con el autor intelectual de los atentados del señor Claudio y es peligroso dejar cabos sueltos. Supongo que ahora el blanco es usted. Según parece, posee algo que le interesa mucho a cierta persona.
—Estoy seguro de que Francesco Martucci es un hombre probo. Si hubiese querido, se hubiera quedado con los documentos que le dejó a guardar tío Claudio. Y con el dinero.
—Según usted ha dicho, esos documentos no eran tan importantes. Por todo lo que he observado y escuchado, lo que le dejó al cura Martucci solo fueron unas notas y unas claves que no le llevaron a ninguna parte.
—Es verdad. Pero él no ganaría nada con lo que tengo ahora. Ya me dijo que no desea nada, pues según parece está condenado a muerte, creo que padece la misma enfermedad de la que murió mi tío.
En realidad yo hacía de abogado del diablo. Para esos momentos había aprendido que era preferible no mostrar mis cartas.
La cara de Nelson reflejada en el retrovisor hizo una mueca. Se alzó de hombros y su rostro tomó una apariencia impenetrable como si los músculos de su cara hubiesen dejado de funcionar. Solo movía los párpados cuando era necesario.
—Creo que nos siguen —dijo—, es el Chevrolet negro que está en el carril de la derecha, detrás del gris. —Procuraré perderlo.
Nelson esperó a que el semáforo estuviese a punto de cambiar a rojo y cruzó la calle doblando en la primera esquina. El coche quedó atrapado en el semáforo rojo y nosotros entramos al estacionamiento público de un edificio. Caminamos hasta la salida a espaldas de la entrada del edificio y tomamos un taxi.
—¿Estás seguro de que nos seguía? —pregunté. Aquello en nada se parecía a lo que yo tenía en mente como una persecución.
—Sí. Lo vi desde que estaba esperándolo a usted. Giró las dos veces que cambié de ruta.
—¿Piensas que esperaba a que saliera de casa de Irene?
—Es lo más probable.
—No dejes de averiguar lo que te pedí, Nelson.
El asunto se estaba complicando. Requería respuestas, y pronto. Y también necesitaba pensar qué hacer con Merreck.
Al llegar a casa, le conté a Nicholas lo ocurrido y él con su habitual manera de organizar los detalles empezó a enumerar.
—Veamos: Irene aparece en tu vida cuando fuiste a una fiesta en San Francisco. Pero ella vive al igual que tú, en Nueva York. Primera coincidencia. ¿Recuerdas lo que dijo Nelson? Bien, luego ella te presenta al fulano corredor de bolsa, ¿cómo se llamaba?
—Jorge Rodríguez.
—Que al principio te hace ganar dinero, y al mismo tiempo obtiene tu confianza. Tú arriesgas más, a pesar de sus reconvenciones, y dos millones se van al agua. Jorge Rodríguez desaparece y te ves en apuros, entonces aparece nuevamente Irene Montoya y te ofrece cinco mil dólares para que puedas viajar al entierro de tu tío. Segunda coincidencia.
—Yo la fui a buscar. No fue ella quien vino a ofrecerme el dinero.
—Para el resultado, es lo mismo. Jorge Rodríguez es al igual que ella, colombiano. Tercera coincidencia.
Asentí y lo dejé hablar.
—Ahora, Jorge Rodríguez, según Irene, está muerto. Y lo sabe no porque ella lo haya visto muerto. Se lo dijo su esposa. Muy conveniente, ¿no crees? Si fuese el caso, ella podría decir que «le dijeron» que había muerto.
—Espero que Nelson pueda traerme alguna respuesta; yo también he pensado en todo lo que dices, pero me resisto a creer que Irene esté metida en alguna conspiración.
—Y para colmo, había alguien siguiéndote desde su casa. ¿Con qué finalidad? ¿A quién beneficiaría saber cuáles son tus movimientos?
—Obviamente a alguien que no sepa cuáles son mis planes. Creo que es lo que yo haría, Nicholas, si deseo saber en qué anda un fulano, lo primero que haría sería seguirlo para saber con quién, cómo, a qué hora, qué es lo que hace, cuáles son sus costumbres…
—Veo que Nelson te ha aleccionado muy bien.
—Nos ha aleccionado —dije, soltando una carcajada. Piensas como un investigador, ¿qué te parece si dejas la escritura y pones una agencia?
La sonrisa que hasta hacía segundos iluminaba su cara se esfumó.
—Estoy escribiendo. He empezado hoy. Dante, para mí la escritura no es un pasatiempo, es mi pasión, si no fuese por ello en este momento no estaría aquí. Hizo el gesto con las cejas al que ya me había acostumbrado, y con la mano en la barbilla dio un par de pasos y se detuvo.
—Creo que he sido escogido por los dioses —afirmó con gravedad—. No tengo otra explicación a todo lo que me está ocurriendo.
—Lo que nos está ocurriendo —maticé yo.
—Dante, tienes que comprender que cada persona es una individualidad. Va por el mundo con sus propios problemas existenciales, y ve a los demás como si formasen parte de una obra teatral en donde el papel principal es el propio. Los demás son comparsas que se mueven, existen, pero son una especie de decorado. Así veo el mundo. Y con seguridad desde tu perspectiva tú también lo ves así. Pietro lo ve desde su punto de vista y tú lo ves a él como una pieza en un tablero de ajedrez. Lo colocas donde más te conviene. Y la mayor parte de la vida has actuado de esa forma, no porque seas bueno o malo, es porque así es como debe ser para ti. Así que cuando digo que he sido escogido por los dioses, tengo mis razones para pensar que estoy en lo cierto. Es mi mundo, mi forma de ver la vida. Un buen día encontré a un hombrecillo que me regaló un manuscrito donde estaba escrita parte de tu vida y la vida de tu tío, o tu padre, Claudio.
Al escucharlo me sobrecogí. Sentí como si todos fuésemos parte de un inmenso tablero de ajedrez movido por hilos invisibles, un tablero en el cual creíamos vivir y ser libres, pero que estaba lleno de hilos que nos obligaban a comportarnos de determinada manera, sin dejarnos opción para escoger. En mi caso, en aquellos momentos en particular, los hilos tiraban a un lado y hacia otro, como si alguien no se pudiese poner de acuerdo. ¡Cómo echaba de menos mis días anteriores! ¡Todo era más fácil! Por lo menos vivía con la ilusión de ser yo quien disponía de mis actos…
—Dijiste que hay personas a quienes beneficiaría saber cuáles son tus movimientos, la pregunta entonces sería: ¿Quién no sabe cuáles son tus planes? ¿A quién beneficiaría saber cuáles son tus planes? —preguntó Nicholas, de improviso.
—Nadie sabe cuáles son. Es la realidad —dije, sorprendiéndome a mí mismo—. Ni yo mismo lo sé. Lo que quiere decir que en este momento todos los que me conocen, incluyéndote a ti, son sospechosos.
Nicholas parpadeó varias veces y me observó entrecerrando los ojos.
—Tienes toda la razón. Nadie sabe qué es lo que vas a hacer. Y ya no me atrevo a preguntártelo. Pero de las personas que podrían ocasionarte algún daño, ¿a quién mencionarías?
—En este momento… a Caperotti. También a los judíos. No sé si Caperotti sepa lo de la fórmula, pero si lo hubieras visto, pienso que lo pondrías en la lista.
—Te olvidas del cura Martucci —recordó Nicholas.
—Exacto. En buena cuenta él sí sabe que existe la fórmula, aunque dudo que desee sacar provecho de ella.
—¿Piensas que sea porque dijo que se podría morir?
—Claro, no le serviría de nada —coincidí.
—Entonces debemos enfocar las preguntas desde otro ángulo: ¿Quién estaría dispuesto a hacer cualquier cosa, hasta cometer un asesinato con tal de obtener esa fórmula? ¿Y por qué lo haría?
—Sé que Merreck desea esa fórmula. Y lo haría por la vida eterna —dije—. Los judíos lo harían para evitarla. Creo que Irene puede ser descartada, ella no sabe la existencia de la fórmula.
—Exacto. Y también descartaría a Merreck. Dijo una gran verdad: no habría ganado nada matando a tu tío, ni ahora, atentando contra ti. Caperotti podría ser una opción, intentaría hacerse de la fórmula, siempre y cuando supiera que existe —sugirió Nicholas.
—Según Pietro, era muy cercano a tío Claudio, se hablaban todos los días, tal vez lo haya sabido. Pero según Nelson, el hombre del restaurante que nos estaba siguiendo era un hombre de Caperotti, que más podría estar cuidándome, pienso que probablemente para que no me maten antes de que recupere el dinero.
—Por desgracia, entonces solo nos queda Martucci.
Hice un gesto de apatía.
—Martucci está enamorado de mi madre, por la misma razón, sería incapaz de hacerme daño.
Nicholas se pasó una mano por los cabellos en un gesto de impotencia.
Lo que sí debía hacer era comunicarme con Fabianni.
Marqué el número que aparecía en su tarjeta y me contestó él mismo.
—Buona sera, señor Fabianni.
—Signore Dante, buona sera…
—Por favor, señor Fabianni, debo hablar con Bernini, es él quien se encarga de los estados financieros de la Empresa, ¿verdad? Necesito un número dónde ubicarlo. Dejé su tarjeta en Roma, estoy en Nueva York.
—Espere un momento. Lo tengo, tome nota, por favor.
Eso hice. Y acto seguido llamé a Bernini. Después de esperar un momento, su secretaria lo comunicó.
—Signore Massera ¿en qué puedo serle útil?
—En la relación de compañías y negocios que maneja la Empresa, ¿figura Merreck Stallen Pharmaceutical Group?
—Absolutamente, no. —Fue su respuesta inmediata—. Sé de memoria cuáles son las compañías que forman parte de la nuestra.
—¿Escuchó usted hablar en alguna ocasión de ellos?
—No… en realidad, sí. Pero no porque tuviesen que ver con nosotros. Merreck Stallen es uno de los laboratorios más importantes del mundo. ¿Podría preguntarle por qué se interesa?
—Solo quería saber si eran tan buenos como para comprarlos.
Un largo silencio siguió a mis palabras.
—No se asuste. Era una broma —y no pude evitar soltar una carcajada.
—Managgia, signore mio, es usted tan bromista como su difunto tío, que en paz descanse.
—Gracias, Bernini. Hasta pronto.
Y colgué.
—Ya sabemos adónde fueron a parar tantos millones. Tío Claudio de veras estaba involucrado con esa investigación, entonces, ¿por qué escondería la fórmula? Veamos qué nos trae Nelson —dije, dándome por vencido.
—Necesito un cigarrillo, Dante, ¿tú no fumas? —inquirió Nicholas.
—No, amigo —contesté con una sonrisa, viendo el aspecto tragicómico de sus cejas.