John Merreck

—Pietro, ¿puedo confiar en Nelson?

—Sí, señor, Nelson era inseparable de su tío Claudio. Fue quien le salvó la vida en los dos atentados.

Pietro se había convertido de un día para otro en mi asesor, debo reconocer que lo percibí así. Su experiencia, y los años pasados al lado de mi padre lo hacía un informante ideal. Debía llamar a Nelson, no podía exponerme a que me robasen la fórmula o a que atentasen contra mi vida. Así que fue lo primero que hice. Al día siguiente lo tenía en casa, y, en efecto, su sola presencia me proporcionaba una gran tranquilidad. Fuimos juntos al banco y guardé la fórmula y los documentos en una caja de seguridad.

—Señor Dante —me dijo—: Si voy a hacerme cargo de su seguridad, necesito que usted siga algunos consejos.

—Te escucho.

—Fui entrenado por la CIA como guardaespaldas de políticos de alto nivel. Conocí al señor Claudio Contini-Massera cuando estuve asignado en la embajada de los Estados Unidos en Roma. Debía acompañarlo a todas partes, pues su tío era un enviado especial del gobierno italiano aquí, en los Estados Unidos.

No me pareció oportuno preguntarle qué hizo tío Claudio para convencerlo de sumarse a sus filas, no obstante, Nelson era una persona muy intuitiva.

—Trabajar para la administración pública equivale a someterse a los constantes cambios de gobierno, cada presidente prefiere un determinado entorno, y ello conlleva a que no todos tengamos cabida. Su tío fue un hombre al que yo respeté mucho, y espero también serle de ayuda a usted.

—Sigo las costumbres de la familia, Nelson. No hago cambios de personal porque sé el cuidado que tuvo mi tío al elegirlos. Es probable que, al igual que sucedió con él, alguien desee acabar con mi vida. Sospecho que pudieran ser judíos, personas relacionadas con un laboratorio al que iremos de visita mañana.

—Creo saber de qué se trata. He visitado antes ese laboratorio acompañando a su tío. Es importante que usted deje de pensar en las coincidencias. Las coincidencias no existen. En general, representan peligro. Si usted se topa más de una vez con una misma persona, si ve un automóvil dos veces, si el rostro del camarero de un restaurante al que nunca antes había entrado le parece familiar, de inmediato, cúbrase las espaldas, si no está conmigo. Y aún estando conmigo, facilitaría mucho las cosas si usted fuese buen observador.

De manera que Nelson sabía dónde quedaba el laboratorio, y yo rompiéndome la testa. No pude dejar de recordar al hombre del restaurante.

—Cuando estuvimos en Hereford nos siguió un hombre. Era un italiano, estoy seguro.

—¿Qué apariencia tenía?

—Era delgado, de cabello negro un poco revuelto…

—Creo saber quién es.

—¿Es peligroso?

—Creo que es un hombre de Caperotti. Hasta donde yo sé, Caperotti no le hará daño, lo más probable es que el hombre del restaurante, como usted lo llama, lo haya estado protegiendo.

—¡Qué dices!

—A Caperotti no le conviene que a usted le suceda nada malo. Sin embargo, creo que usted fue seguido por alguna otra persona, con seguridad, de aspecto inofensivo.

Para mí el asunto de la seguridad empezaba a cobrar visos desconocidos. Hasta ese momento pensaba que un guardaespaldas era un hombre que simplemente tenía una masa de músculos que podría amedrentar a cualquiera que osara dejarme sin puesto de estacionamiento.

—La verdad… no sé a qué te refieres, no recuerdo haber visto a ninguna persona de aspecto insignificante.

—Es el motivo por el que los escogen así. Incluso podría ser una mujer.

La única mujer que recordaba era a la bibliotecaria Molly Graham. A menos que sea alguno de los japoneses que tomaban fotos.

—Unos japoneses nos tomaron fotos en la biblioteca, pero no creo que ellos supieran que íbamos a estar allí.

—A menos que alguno se haya infiltrado ese día en el grupo. ¿Tenía algo de importancia la foto?

—No. Excepto por las cadenas revueltas, no creo que haya algo en esas fotos que pudiese servirles de pista. Es más, ahora que lo pienso, si lograsen dar con el libro al que arranqué las hojas, estarían siguiendo una pista falsa. Me gustaría que le enseñaras a Nicholas algunas medidas preventivas, Nelson, él será mi acompañante, es una persona de confianza.

Nelson escrutó a Nicholas que hasta ese momento había permanecido callado, sentado en un sillón situado al lado del suyo.

—¿Sabe usted manejar un arma? —fue lo primero que le preguntó.

—Tengo licencia de armas. Estuve dos años en el ejército.

Di un respingo.

—Eso facilita las cosas. Le daré una pistola automática, debe llevarla siempre, excepto, claro, en los lugares donde lo revisarán porque no están permitidas, como en el laboratorio, mañana. Creo conveniente que usted permanezca aquí, en casa del señor Dante, no es bueno que venga todos los días desde donde vive, debemos evitar todos los movimientos rutinarios.

—Entonces tengo que ir por mis efectos personales.

—Yo lo acompañaré esta noche.

Valía la pena tener a Nelson, me sentía más tranquilo. De inmediato mi mente me llevó a John Merreck. Miré el teléfono de la tarjeta y me dispuse a llamarlo.

Al segundo toque una voz suave, con un lejano acento alemán, contestó, sorprendiéndome.

—Buenos días, señor Contini-Massera. He estado esperando esta llamada con bastante interés.

Asumí que sabría que era yo quien llamaba, quizás le apareció mi número en la pantalla de su teléfono.

—Buenos días, señor Merreck. Me gustaría conversar con usted personalmente.

—Será un placer. Lo espero mañana. Supongo que sabe la dirección.

—Sí, la tengo. Allí estaré, señor Merreck.

Esa tarde Nicholas se instaló conmigo en el enorme piso propiedad de tío Claudio en Tribeca. No sabría en esos momentos decir que fuese mío, pues estaba más que comprobado que yo no poseía nada, excepto unas ingentes deudas y unas hojas que parecían ser muy importantes. Mi amigo americano había traído consigo algunas pertenencias: una maleta y un ordenador móvil. Su presencia se había vuelto familiar para mí, siempre él y su sempiterno manuscrito de hojas vacías bajo el brazo, como si aún esperase que en cualquier momento apareciera allí la respuesta a todas nuestras preguntas.

Peoria, situada a unos doscientos kilómetros al sudoeste de Chicago, es una de las principales ciudades del estado de Illinois. No fue difícil dar con la dirección siguiendo las indicaciones de Nelson. Se trataba de un edificio de apariencia ordinaria, de arquitectura cuadrada, de ocho plantas, sin nada que lo hiciera sobresalir del resto de los que ocupaban esa misma avenida. Nelson, Nicholas y yo atravesamos la puerta de vidrio que separaba la recepción de la calle y mi parecido a tío Claudio o el que Nelson fuese reconocido, surtió efecto inmediato en la joven que estaba detrás de un mostrador.

—Buenos días, ¿señor Dante Contini? —preguntó la chica.

—Buenos días. Así es.

—Tengan la amabilidad de seguirme, por favor.

Fuimos tras ella hacia el ascensor y salimos directamente a helipuerto en el techo, donde nos esperaba un helicóptero. Unos veinte minutos después estábamos aterrizando en los terrenos de un lugar situado en Roseville, según escuché mencionar al piloto. Un hombre de traje gris nos dio la bienvenida y nos condujo hasta «el rancho». Apenas sobresalía del horizonte como una casa de una sola planta, con una larga cerca pintada de blanco que bordeaba sus terrenos parcialmente cubiertos de árboles. Tenía la apariencia de una inofensiva casa situada en medio de un campo de golf, por lo bien cuidado del césped. Pero si se observaba con cuidado, se podía distinguir que sus paredes estaban construidas no de madera o de estuco, sino de un material recubierto por láminas de metal con apariencia veteada.

Al traspasar el umbral, pasamos por un detector de metales y unos pasos antes de entrar al ascensor fuimos registrados por segunda vez. Me llamó la atención el cuidado que ponían en la seguridad, aunque Nelson ya me lo había advertido: «No se intimide cuando lo revisen, lo hacen siempre, inclusive con los que trabajan allí».

Poco después lucían en nuestras respectivas solapas unas etiquetas plásticas de identificación. Pero para lo que no estaba preparado, fue para los diez pisos que tuvimos que bajar antes de que el ascensor se detuviera. Aquello era impresionante. Todo estaba iluminado con luces blancas que semejaban a la luz del día, supongo que para evitar la sensación claustrofóbica que un ambiente bajo tales profundidades podría proporcionar.

Antes de entrar a la oficina de Merreck, Nelson fue detenido. Dócilmente se hizo a un lado y esperó sentado en una de las sillas del pasillo.

—Él viene conmigo —afirmé, señalando a Nicholas con la mirada.

—Buenos días señor Contini, soy John Merreck. —Saludó un hombre pálido y delgado, extendiéndome la mano, con esa costumbre americana de no utilizar los apellidos compuestos.

—Buenos días. Señor Merreck. Nicholas Blohm, mi asesor.

—Encantado. ¿Puedo ofrecerles un café?

—Me encantaría, muchas gracias —accedí con agrado, el olor que impregnó mi nariz al entrar se me hizo irresistible.

—Es un café cultivado por nosotros, está saborizado genéticamente con cacao —explicó Merreck con orgullo.

Él personalmente sirvió el susodicho café en una esquina de la oficina, nos lo alcanzó haciendo gala de una delicada cortesía, y se sentó tras su escritorio.

—Lamento lo ocurrido, señor Contini, su tío era un gran amigo de esta casa.

No parecía apurado por hablar acerca de lo que tanta tensión me había causado últimamente, se limitaba a dar vueltas a su café con la cucharilla, como si yo no existiera. Tuve la impresión de estar frente a un soñador. Nicholas me lanzó una mirada y yo opté por esperar a que Merreck siguiera hablando.

—¿Le gustaría dar un paseo por el rancho? —preguntó una vez que terminó de tomar su café.

—Por supuesto.

—Síganme por favor.

Salimos de su oficina por una puerta situada frente a la que nos sirvió de entrada, y fuimos a dar a una especie de vestidor.

—Por favor, quítense las chaquetas y colóquense esto. —Nos alcanzó unos trajes blancos con cierre delantero, gorros, guantes y cubre botas desechables—. Todo está esterilizado —aclaró.

Fuimos detrás de él y al traspasar la puerta nos encontramos en un pabellón largo, con muchas puertas a ambos lados del pasillo, todas las paredes eran de vidrio, de manera que se podía ver lo que hacían dentro. En la mayoría de los cubículos de tamaño apreciable había personal enfrascado en algún tipo de trabajo.

—De aquí sale la cura para muchas enfermedades, a veces se precisan años para conseguir un solo avance, pero vale la pena.

Llegamos a un cubículo en donde había muchos ratones blancos en diversos receptáculos de vidrio.

—No siempre el metabolismo animal se puede equiparar al nuestro, para obtener resultados —dijo con pesadumbre—, pero hacemos lo que podemos. —Estos ratones fueron inyectados con la hormona del crecimiento, se ha logrado algún avance en la regeneración de sus células, por desgracia, su hígado está empezando a segregar exceso de somatomedina. El resultado es algo parecido a la Fibrodisplasia Osificante Progresiva. Es decir, la transformación de músculo en hueso.

Vi unos ratones que apenas podían moverse, tenían el cuerpo terriblemente deformado, en definitiva se había convertido en unos monstruos. No pude dejar de asociarlo con lo que había leído en las anotaciones de Mengele.

—He leído acerca de unos experimentos parecidos, hechos en seres humanos.

—Yo también, créame. Pero eso está prohibido aquí. Todo lo que hacemos es legal —respondió, dando una mirada alrededor.

Llegamos al final del pabellón y entramos a otro, en donde la atención parecía centrada en las plantas.

—Lo que verá es lo último en el desarrollo de la genética. Una teoría que finalmente está tomando visos de realidad, pero aún falta dar algunos pasos.

—¿Lo que se hace aquí son alimentos transgénicos?

—No, mi apreciado señor Contini. Los alimentos transgénicos se los dejamos a Monsanto. Ellos lo están haciendo muy bien, en ocasiones solemos hacer alguna travesura, como con el café al que les invité, pero eso es todo. Aquí podría estar básicamente la respuesta a la eterna juventud. Le asombraría saber que todo lo que toca, todo lo que le rodea, vive.

Debió darse cuenta que no entendía a qué se refería. Prosiguió:

—Esto. —Tomó un cenicero y lo puso a la altura de mis ojos—. No es un objeto inanimado, aunque en apariencia lo parezca. Son miles de millones de átomos en perpetuo movimiento; el átomo es tan pequeño que una sola gota de agua contiene más de mil trillones de átomos, cada uno de ellos en movimiento constante, con sus protones, neutrones y electrones como infinitésimos microcosmos. Y así es cada objeto que usted ve a su alrededor y con usted mismo. Cada célula de su organismo está formada por átomos. Y hemos comprobado que es posible manipularlos para que duren tanto como lo deseemos. Las plantas tienen vida, escuchan, sienten, respiran, se alimentan, y algunas de ellas tienen células que se reproducen indefinidamente.

Supe en ese instante que empezaría a hablar del terreno que me interesaba.

—¿Se está refiriendo al alargamiento de la vida?

—Hasta límites insospechados.

—¿Cuánto? ¿Doscientos años, tal vez? ¿A quién le interesaría vivir tanto? Creo que lo importante no es la cantidad, sino la calidad.

—Usted no le da la debida importancia porque es joven, señor Contini. ¿Cuántos años tiene?

—Veinticuatro.

—¿Y si le dijera que podría hacerlo inmortal conservando la misma apariencia que tiene —miró su reloj— a las cuatro de la tarde de hoy, miércoles 17 de noviembre de 1999?

Buen golpe de efecto, pensé. El tipo debía haberse dedicado a la venta de enciclopedias.

—Me parecería poco probable. Nadie está libre de la muerte; en todo caso, ¿qué sucedería con la humanidad si nadie muriese?

—Hay personas que merecen vivir eternamente. Podríamos tener un Einstein para siempre, y estoy seguro de que la teoría del campo unificado ya se hubiese resuelto y comprobado. Los viajes intergalácticos podrían empezar a pensarse como algo posible…

—Sí, no sé dónde escuché eso antes —interrumpió Nicholas.

Merreck no acusó su ironía. Abrió una puerta y nos invitó a entrar.

—¿Sabía que la planta más longeva de la tierra es la larrea? El estudio de sus células sugiere que la que existe en el desierto de Mojave tiene una edad de once mil setecientos años. Es el experimento en el que estuvo trabajando el doctor Josef Mengele aquí —dijo, refiriéndose al laboratorio al que acabábamos de entrar—. Por desgracia, falleció antes de terminarlo. El señor Claudio Contini estaba enterado de todo, pero por razones que desconocemos se llevó unos documentos esenciales para la consecución de la fórmula. Con su muerte, me temo que todo quedó en el limbo. Él era la prueba viviente de que era posible.

—¿De que era posible la inmortalidad? —le pregunté, estupefacto—. ¿Y cómo se explica que haya muerto?

—Su tío se había expuesto a un elemento radiactivo hacía más de veinte años, al aplicársele el tratamiento de longevidad, el cáncer que invadía su sistema también adquirió características inmortales. Fue una lucha que su organismo perdió.

—¿Y qué garantiza que esta vez los estudios resulten positivos?

—Hacer una alteración en el desarrollo de un sistema orgánico es fatal. Una secuencia codificada no puede ser revisada una vez establecida. Es la conclusión a la que habíamos llegado.

—¿Y qué les hizo cambiar de idea?

—El doctor Josef Mengele logró hacerlo con su tío, el señor Contini.

—Pero murió —dije casi como un reproche.

—Porque el doctor Mengele no pudo completar la secuencia. Murió debido a los efectos de sus largas horas de exposición a la radiactividad. Sin embargo, sé que tenía la fórmula exacta para lograrlo, su tío, por desgracia sufría de cáncer, y eso no facilitó el experimento.

—¿Por qué no?

—Porque al poco tiempo de la incubación cualquier célula que haya sufrido mutaciones de reversión produce pautas de retroceso, y en el caso de su tío, ocurrió con las células cancerígenas. Se volvieron poderosamente inmortales. Una proteína represora que bloqueaba las células cancerígenas operantes impediría la duplicación ad infinitum, pero al mismo tiempo causó un error de replicación, que hizo que la cadena de ADN reestructurada llevase consigo una mutación mortal.

—Aparte de los experimentos de Mengele, ¿nadie más en el mundo científico ha investigado acerca de este tema? —pregunté. Sentía curiosidad y al mismo tiempo deseaba saber si habría alguna competencia al respecto.

—Cómo no, señor Contini. Se han hecho experimentos, por lo que sabemos, el doctor Robert White aquí en los Estados Unidos realizó algunos transplantes de cerebro, con cabeza y todo, por supuesto, en monos. Tuvo un éxito relativo, fue entre los años 1950 y 1971. También los hizo en la Unión Soviética el doctor Vladimir Demikhov, sin mucha repercusión, como suelen hacer ellos.

—¿Y qué sucedió?

—Hubo mucha oposición de los grupos de defensa por los derechos de los animales. El doctor White logró transplantar la cabeza de un mono en el cuerpo de otro. El animal sobrevivió siete días durante los cuales parecía tener la misma personalidad que la del dueño del cerebro. Es decir, se podría utilizar cualquier cuerpo humano en buen estado y transplantar la cabeza de un hombre aquejado de cualquier enfermedad paralizante.

Me pareció una solución demasiado bizarra. La imagen de alguien con la cabeza de otro no me agradaba en absoluto.

—¿Qué sucedería si el señor Dante Contini les entregase los documentos faltantes? —preguntó Nicholas, que hasta ese momento había permanecido ignorado por Merreck.

—¿Los tiene usted? —me preguntó Merreck.

—No dije que los tuviera —aclaró Nicholas.

—De poseer los documentos y de traerlos, obviamente, podríamos terminar los estudios y empezar a producir la enzima que permitirá la inmortalidad —explicó Merreck.

—Mi tío, el señor Contini, fue blanco de dos atentados, ¿estaba usted al corriente?

—Lamentablemente sí. Y lo sentí mucho, pero si está insinuando que nosotros tuvimos algo que ver, está equivocado, no ganaríamos nada con su muerte. Ya ve usted, él falleció, y para nosotros fue más un problema que un beneficio.

—¿Cuál es la participación de Contini-Massera en este laboratorio? —pregunté.

—El señor Contini tenía el veinticinco por ciento de las acciones.

Nicholas soltó un silbido.

—Era dueño de la cuarta parte de todo esto —dijo.

—Viéndolo de esa forma, sí. Pero su participación se limitaba a lo concerniente a la fórmula antienvejecimiento.

—Las sigue teniendo, supongo.

—Por supuesto, pero esas acciones estaban respaldadas por las investigaciones que se llevó consigo, sin ellas…

—No comprendo —interrumpí.

—Los resultados de los experimentos, la fórmula faltante, y todos los estudios, pertenecen a este laboratorio. Fue el trato que hicimos.

—¿Por qué habría de llevárselos, entonces? ¿Y cómo sé que me está diciendo la verdad? Este es un lugar donde la seguridad se respira en cada rincón —afirmé dando una mirada alrededor.

—Siempre hay medios para evadirla. No dudo que su tío era un hombre de muchos recursos.

—¿A cuánto asciende ese veinticinco por ciento que mencionó?, en dólares, claro —terció Nicholas.

—A cuatro mil millones de dólares —dijo Merreck resueltamente.

—Yo creo que un descubrimiento de esa categoría valdría cuando menos veinte —objeté— usted me dice que su participación es del veinticinco por ciento, pero una vez obtenida la fórmula, el descubrimiento de algo como eso adquiere un valor insospechable.

—Señor Contini, esto no es un remate al martillo, se trata del descubrimiento científico más importante de la historia de la humanidad. Se podría hacer tanto bien… Veinte mil millones me parecen excesivos.

—Creo que si ofrecemos los dichosos documentos directamente al gobierno de los Estados Unidos o a cualquier otro país que estuviese interesado, podríamos obtener mucho más que eso. En el caso de que los tuviésemos, claro —comenté, como si toda mi vida la hubiese pasado traficando con fórmulas secretas.

Nicholas estaba petrificado. Nos observaba a uno y a otro indistintamente. Supongo que a sus ojos me había transformado en un verdadero tahúr. Yo hablaba de manera calmada, casi afable, como lo habría hecho tío Claudio. Merreck tenía una fina capa de sudor en la frente. Nos veíamos muy extraños hablando de negocios con esa extraña vestimenta.

—Supongo que el señor Contini Massera dejó establecido en su patrimonio el valor de las acciones —tanteó Merreck.

—Supongo que sí —dije, y tomé nota mental de llamar a Fabianni—. Supe que dos accionistas de este laboratorio se opusieron —le recordé.

—Así es, pero ellos ya no forman parte de esta empresa. No podemos permitirnos el lujo de anteponer cuestiones morales a los avances científicos.

—¿Y no cree usted que ellos podrían haber atentado contra la vida de mi tío?

—No lo creo, señor Contini, era personas muy decentes.

—Y eran judíos.

—Le recuerdo que no guardamos sentimientos antisemitas en este lugar.

—Lo digo porque el experimento para el alargamiento de la vida estaba encabezado por Josef Mengele. Una razón más que suficiente para que cualquier judío quisiera impedirlo.

—En cierto sentido, le doy la razón, sería insensato descartar la posibilidad, no crea que no lo pensé, pero gracias a Dios su tío salió ileso de los atentados, y murió por causas naturales.

Era cierto. Los accionistas judíos no habían tenido que ver con su muerte. Pero mi vida corría peligro.

—¿Podría usted darme sus nombres y direcciones?

—¿Con qué objeto?

—Soy el eslabón que falta para que lleven a cabo los experimentos. Si ellos piensan que poseo las últimas anotaciones de Mengele, mi vida corre peligro.

—¿Las tiene usted?

Después de pensarlo, decidí hablar.

—Señor Merreck. Tengo lo que hace falta. Están a buen resguardo y por ahora no las he ofrecido a nadie más. Piénselo y me llama. Tiene mi oferta y mi demanda, sin esos nombres, no hay trato―. Le extendí mi tarjeta.

—Solo una pregunta más, señor Merreck —añadió Nicholas— aparte de hacer investigaciones para la cura de enfermedades, ¿qué se hace aquí? Sus instalaciones son sorprendentes.

—Este lugar es uno de los pocos que existen protegido para soportar cualquier ataque nuclear. Incluyendo algún asteroide que se dirija a la Tierra. Podríamos sobrevivir durante cincuenta años sin salir a la superficie. El trato con el señor Contini incluía un lugar en el caso de cualquier contingencia. E incluso, en estos momentos se está planificando la construcción de una estación espacial, en sociedad con algunos gobiernos, en donde sin duda él o el actual dueño de sus acciones, tendría garantizada una plaza.

Una respuesta tan impresionante como aquella, merecía un silencio igual de impresionante. Fue lo que hicimos. Empezaba a tomar conciencia del lugar en donde nos hallábamos metidos, y creo que Nicholas también lo sintió así.

El helicóptero nos devolvió a Peoria y regresamos a Nueva York.