Lo insospechable

—¿Cree que debo llamar a un médico?

—Espere, Pietro, me parece que está empezando a recuperar la conciencia.

Era cierto. Les escuchaba hablar y sentía como si yo no pudiera responderles, y en cierta forma era así. Me costó poner a funcionar la lengua, la sentía adormecida, como si hubiese estado bajo los efectos de la anestesia.

—Estoy bien —dije, aunque lo dudaba. Lo hacía más que nada por tranquilizarlos.

Signore Dante, usted se desmayó. Perdóneme por haber hablado más de lo debido.

Nicholas hizo un gesto de extrañeza, y desde mi delirio me pareció que sus cejas empezaban a movilizarse fuera de su rostro. Noté que se llevaba a Pietro a un lado y le decía algo al oído. ¿Estarían tramando algo en contra de mí? Me sentí más solo que nunca. Si no podía confiar en mi padre, si Martucci se había convertido en un sujeto sospechoso, y hasta Irene, a quien creí una gran mujer me había mentido ¿qué podía esperar de la vida?, y ahora Pietro y Nicholas hablaban en secreto… Deseé estar muerto. Cerré los ojos y no quise abrirlos más.

Un rato después, no sé cuánto, en realidad, sentí que alguien me tocaba. Abrí los ojos y supuse que era un médico.

—¿Cómo se siente? —me preguntó con una sonrisa paternal.

—Bien. Gracias —respondí, aunque hubiera querido decirle que me sentía peor que nunca.

—¿Ha sufrido de dolores de cabeza últimamente?

—No.

—¿Qué ha comido?

—Nada.

El médico terminó de tomarme la tensión y asintió satisfecho.

—Creo que lo que le ha sucedido es producto del estrés acumulado. Parece que últimamente ha sufrido algunos disgustos; el organismo tiene sus maneras de defenderse, no se preocupe, por ahora todo está normal, su tensión está en óptimas condiciones. Para salir de dudas, le recomiendo hacerse un chequeo completo. Tal vez exista alguna diabetes latente.

Escribió algo en un bloc, arrancó la hoja y la dejó sobre la mesa de noche.

—Le dejo las instrucciones y el lugar adonde puede ir para hacerse los análisis.

Nicholas entró con un vaso de agua con azúcar y una píldora. Yo me incorporé y quise levantarme, pero él me lo impidió.

—Dante, amigo, descansa. Esta es una pastilla para dormir. Creo que necesitas descansar, todo esto es demasiado para ti, te ha sobrepasado, debes reposar, yo estaré aquí cuando despiertes —dijo, señalando el sillón con la mirada.

No sé si alguien lo podría entender, pero al escucharle hablar así quise llorar. Ahogué un sollozo, tomé el agua y la pastilla y me arrebujé en la cama.

—Yo me quedaré aquí, Dante, tranquilo —dijo Nicholas desde el sillón.

Cuando abrí los ojos, al primero que vi fue a Nicholas. Se había dormido, y por su barba incipiente supuse que habrían pasado mínimo veinticuatro horas. Aún amodorrado por efecto del Librium, me puse de pie y fui al baño, abrí la ducha y estuve un buen rato bajo el agua, deseaba purificarme de toda la porquería que era el mundo, como si con el líquido que se escurría por el desagüe se filtrase también la mierda de los seres en los que yo había creído y que ahora eran simplemente eso: un poco de agua sucia yendo directamente a las cloacas de Nueva York.

Decidí que ya estaba bien de autocompadecerme. Lo que tenía que hacer era afrontar la situación, o simplemente dejar que todo se fuera al diablo y olvidarme del mundo. Y como había llegado a comprender que el mundo siempre existiría, aunque yo tratase de olvidarlo, escogí afrontar la situación. El ruido de la ducha puso en alerta a Pietro, que me esperaba con un juego de ropa limpia sobre la cama, mientras Nicholas seguía roncando en el sillón.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—No se ha movido desde ayer noche, signore.

—Déjalo descansar y ven conmigo, Pietro.

Fuimos a mi despacho y me senté frente al escritorio. Al otro lado, Pietro tomó asiento y me observó con expectación.

—Tío Claudio, es decir, mi padre, no me dejó nada. ¿Comprendes? Absolutamente nada. Lo que heredé fueron varios miles de millones de dólares en deudas. Cometí el error de pensar que podría hacerme de una fórmula que tío Claudio supuestamente mantenía en algún lugar, pero no fue así. Nicholas es un escritor que se brindó a ayudarme, un día de estos te explicaré más.

—No es necesario, signore Dante. Él ya lo hizo. Y veramente, es sorprendente.

—¿Alguna vez oíste hablar de un tal Giordano Caperotti? —se me ocurrió preguntarle.

—¿Don Giordano? ¡Claro que sí! Era la mano derecha de los negocios de su tío… perdón, su padre.

—Tío está bien, Pietro, descuida. ¿Cómo lo sabes?

—No había un día en que el señor Claudio no hablase con él por teléfono. Le tenía mucha confianza, parece, y… bueno, usted sabe, algunos asuntos eran un poco turbios… discúlpeme usted, pero el señor Claudio de vez en cuando conversaba conmigo y me pedía consejo. Yo simplemente le escuchaba, y tal vez alguna de mis preguntas disparaba en él alguna solución, pues siempre decía: «eres un genio, mío caro, vales tu peso en oro… lástima que seas tan delgado…» y soltaba una de sus carcajadas, de esas tan agradables.

Jamás pensé que Pietro fuese la Caja de Pandora que se perfilaba ante mis ojos. Comprendí en segundos que las personas más insospechadas pueden ser depositarias de los secretos mejor guardados.

—¿Tanta era tu confianza con tío Claudio?

—Signore Dante, yo lo conocía prácticamente desde niño, imagínese a alguien que usted hubiera tratado durante casi sesenta años… Él sabía todo, absolutamente todo, de mí. Sabía que yo jamás lo traicionaría, pues era para mí más que cualquier patrón. Era como mi familia, la familia que nunca tuve. El señor Adriano fue muy bueno conmigo, pero el señor Claudio era especial, él me amaba de verdad. Yo le prometí cuidar de usted y solo así aceptó que usted viniese a América.

Todos esos años mirando a Pietro como si fuese un florero, cuando en realidad era las flores. Pensé. La vida sí que da sorpresas, y a mí no dejaba de sorprenderme desde hacía escasamente una semana.

—Pietro, Francesco dijo que tío Claudio no confiaba en mí. ¿Es cierto?

—Don Claudio lo amaba como solo un padre puede hacerlo. No era cierto que le fuese a dejar su fortuna a él. Le dio algo, sí, porque así era su tío, pero Francesco no decía la verdad. Es innegable que usted no daba muestras de ser una persona de fiar, y algunas veces le sugerí a don Claudio que le dijese la verdad, hubiera sido mejor para usted saber que era su hijo, pero en ese sentido él nunca me escuchó. Él amó a doña Carlota hasta el último día de su vida y no habría sido capaz de ensuciar su imagen.

Yo negué con la cabeza varias veces, me parecía increíble que el amor fuese tan ciego.

—Es necesario que sepa quién es Giovanni Caperotti, Pietro, ¿crees que él sería capaz de atentar contra mi vida?

—El señor Giovanni puede ser capaz de muchas cosas, ¡ah, claro que sí!, pero de ahí a atentar contra su vida…, no lo creo, signore Dante, ¿por qué habría de hacerlo?

—Si no consigo la fórmula que escondió tío Claudio no podré recuperar el dinero que él tomó de la Empresa. Y yo le prometí a Caperotti que lo haría en seis meses.

—Tal vez Pietro tenga la clave —dijo Nicholas, entrando a mi despacho―. No pude evitar escucharlos. Usted, Pietro, debe saber algo que nosotros no sabemos.

Extendió sobre el escritorio sus notas, los salmos, y la cartilla que tío Claudio cantaba.

—¡Ah! Recuerdo esa canción… ―exclamó Pietro.

—¿La recuerda? —pregunté mientras miles de ideas cruzaban por mi mente.

—¡Claro, no podría olvidarla! Trata de un secreto que se debe guardar como un tesoro.

Nicholas y yo nos miramos. Sus ojos parecían salirse de las órbitas. Pietro empezó a tararear.

A, mas B, mas C, mas, D,

Son uno, y dos, y tres, y cuatro,

F, mas I, mas J, mas K,

Son cinco, son seis, son siete, son ocho,

y la L, la M, la N, la O,

que son nueve, y son diez, y son once, y son doce,

Son todas las letras que llevan a Pietro, quien tiene el tesoro que oculta al bambino.

P, Q, R, S, T, U

Son letras que siguen y me las dices tú…

y así seguía…

Pietro calló y nos observó. Debíamos tener cara de idiotas, pues nos miraba de hito en hito; lo habíamos estado escuchando atentamente, como si nos fuera en ello la vida, y tal vez sería la única oportunidad en la que Pietro tendría un público tan subyugado.

—¿«Son todas las letras que llevan a Pietro, quien tiene el tesoro que oculta al bambino»?

Cantamos al unísono, en el mismo tono de Pietro.

—Su tío había inventado esa canción para que usted la recordara, pero siempre se quedaba en la O, porque era muy distraído, con todo, usted aprendió muy bien la cartilla, por lo cual su tío estaba veramente orgulloso.

Nicholas le mostró la hoja en la que figuraba el cuadro de El Bosco.

—¿Recuerdas este cuadro?

—Claro que sí. Está en Villa Contini, en la biblioteca del despacho del difunto signore Claudio.

Dante y yo nos miramos, estaba claro que Pietro no sabía que la pequeña reproducción había desaparecido.

—Pietro, piensa bien. ¿Tío Claudio en algún momento te dio algo para que lo guardases?

—Él me dio muchas cosas, signore. —Pietro se mostraba agitado. Pensó un buen rato mientras nosotros estábamos pendientes de lo que saldría de sus labios.

—Espere un momento, por favor.

Se puso de pie y salió del despacho. Nosotros nos quedamos en silencio como si tuviésemos miedo de romper un hechizo. Poco después sentimos sus peculiares pasos, como si siempre caminase para no resbalar.

—Tal vez es esto lo que andan buscando. —Me extendió un sobre de unos cuarenta centímetros de largo, sellado.

Lo abrí casi con desesperación, sencillamente no lo podía creer hasta cerciorarme de que era lo que andaba buscando. Extraje el contenido. Era el pequeño cuadro.

Después de despegar la nota miré en la parte más obvia: la de atrás. Retiré el cartón que sujetaba la reproducción y encontré lo que tanto habíamos buscado, cinco hojas con anotaciones en alemán escritas a mano y una nota:

Dante: Es la fórmula. Te amo, Claudio Contini-Massera. Y una tarjeta con la dirección: Mereck & Stallen Pharmaceutical Group Park Avenue 4550, Peoria, Illinois Y un número telefónico.

Nicholas y yo pegamos un alarido de alegría y nos abrazamos, también abrazamos a Pietro, que guardaba cierto aire preocupado, pero no le di mucha importancia; en ese momento tenía en la mano lo que cambiaría todo.

—De haberlo sabido, yo… perdóneme signore, no pensé que lo que buscaba estaba allí.

—No importa ya, Pietro, hoy mismo me pondré en contacto con el grupo farmacéutico.

Yo estaba realmente feliz, se habían acabado los problemas, y sentía deseos de compensar a Pietro de alguna manera, no se me ocurrió nada mejor que preguntarle:

—Pietro, pídeme lo que quieras. Lo que sea. Te lo daré.

—No es necesario, signore

—Por favor, Pietro, es lo menos que puedo hacer.

—Está bien, signore Dante. Quisiera usar unos zapatos Reebok, en lugar de estos… De ser posible, negros.

Yo reí ante su petición.

—¡Me muero de hambre! —dije.