Desde la primera vez que visitó villa Contini, la niña Carlota revolucionó nuestras vidas. Era una chiquilla de siete años que pasaba temporadas con nosotros, y todos los miembros de la familia acataban sus caprichos como si sintieran placer. La madre de Carlota era muy amiga del señor Adriano, y era una amistad en toda regla, no existía otra cosa que una sana camaradería fraterna, de eso puedo dar cuenta yo, que he estado presente en casi todos los rincones de esa casa como una sombra invisible a los ojos de los dueños. La niña Carlota era, además de caprichosa, excepcionalmente hermosa. Pocas veces he visto una criatura tan angelical, y sin embargo, su exterior no conjugaba con sus sentimientos. Nosotros, los del servicio, sabíamos que la frescura y la bondad que refulgía en su superficie, eran producto de un cálculo matemático para hacer maldades. Y lo asombroso era que no había necesidad de ello, pues se le daba todo cuanto quería. A los ojos de su madre era un ángel, a la que, pobrecilla, le faltaba el padre. A los del señor Adriano, mi patrón que Dios tenga en la gloria, era un hada mágica que todo lo que tocaba lo convertía en alegría, y la niña sabía bien cómo hacerlo feliz, era zalamera como la que más, y yo no sé cómo lograba hacernos quedar mal a todos los que formábamos parte de la servidumbre, pues sus argumentos eran irrebatibles. Le decía al señor Adriano que poníamos arena en su cama a propósito, para que le saliera sarpullido, y era cierto que su piel era tan satinada como la de una flor, como contaba la muchacha encargada de bañarla. «Nunca he visto una niña con una piel tan hermosa» solía decir, pero Carlota iba con la queja al señor Adriano y le hacía creer que la muchacha encargada de su baño la restregaba con un cepillo de cerdas ásperas y le mostraba su espalda rasguñada.
Sus temporadas en la villa afectaban también a Claudio y a Bruno. Entonces de diecinueve y veintiún años respectivamente. Sentían predilección por la niña de las trenzas castañas, que siempre los esperaba con flores para cada uno. A medida que transcurría el tiempo, la niña Carlota se fue convirtiendo en una jovencita y los hermanos empezaron a verla como una mujer, especialmente después de la fiesta de quince años que el señor Adriano ofreció en la villa. Que yo recuerde, nunca había estado presente en una fiesta con la magnificencia de aquella. Ese día la joven Carlota apareció por primera vez calzando zapatos de tacón, y el vestido largo que tuvo a la modista corriendo durante más de un mes por sus constantes cambios y caprichos, la hacía lucir como una verdadera princesa de cuentos de hadas, de esos que de vez en cuando yo tomaba de la biblioteca para extasiarme en sus mundos fantásticos.
Creo que fue ese el día en que Claudio y Bruno se enamoraron de ella, o supieron que lo estaban. Recuerdo a Francesco que ya en aquellos días tenía todas las intenciones de hacerse cura, admirarla con sus extraños ojos de enormes iris, y sentir su respiración entrecortada al verla pasar a su lado en dirección al salón principal. Ella, que no perdía detalle, lo miró y le envió un beso volado, y fue cuando comprendí que entre ellos existía algo más que una amistad. Nunca lo hubiera sospechado de Francesco, pues era un joven tranquilo, para quien Claudio era su adalid, ya que él era más bien delicado de contextura, pero tenía una inteligencia que, según decían, sobrepasaba con mucho el coeficiente intelectual de cualquier científico. Su afán de hacerse cura se acrecentó cuando supo o intuyó que Carlota jamás podría ser suya. Después de aquella fiesta las visitas de la joven Carlota se hicieron más frecuentes, pero solía llegar cuando Claudio y Bruno estaban en la universidad. Y ¡qué casualidad!, cuando era libre el día de Francesco. Él sabía arreglárselas para salir del seminario. Era lo suficientemente inteligente.
La villa Contini es un palacete de treinta y ocho dormitorios, de los cuales solo seis estaban ocupados por la familia: el señor Adriano; su señora madre, la nonna, sus hijos Claudio y Bruno y eventualmente, Carlota. Era muy fácil perderse en sus recovecos, y aún para mí, que conozco cada uno de sus rincones, recorrerlos todos en un día, es imposible. Si el señor Adriano estaba en casa, con seguridad jamás se encontraría con sus parientes de no haber un lugar de reunión como el comedor. De manera que la joven Carlota podía hacer y deshacer a su antojo. Pero las pruebas siempre quedan, y por más cuidado que se tenga, en este caso, por parte de Francesco, para uno que tiene los ojos habituados a preservar el orden en cada lugar de la casa, una pelusa de más era suficiente para que me diese cuenta que allí ocurría algo extraño. Y lo que encontré fue más que una pelusa. Fue la prueba fehaciente de que en la habitación marfil la señorita Carlota había dejado de serlo.
La pasión que abrasaba a estos dos seres era tanta que cada vez se volvían menos cuidadosos, creo que estaban de verdad enamorados, signore Dante, y yo me preguntaba cómo era posible que una joven tan hermosa como ella pudiese sentir algo por un joven tan poco agraciado como Francesco. Pero el amor suele ser ciego, claro, y en este caso, acompañado de un aliciente que en la vida de algunas mujeres se vuelve una obsesión: no hay nada que incremente más la lujuria que lo prohibido, y creo que era la motivación principal de la joven Carlota: acostarse con un futuro sacerdote. Y un hombre que iba a hacer los votos, la convertía a ella en la tentación de Cristo. Y una por la que cualquier hombre rompería cualquier voto, menos Francesco, que era inteligente y sabía el terreno que estaba pisando. Supongo que si ella lo hacía por sus motivos, él lo hacía por los suyos. Deseaba a Carlota, la amaba, y sabía que tarde o temprano sería para Claudio, pero no se la entregaría completa. Fue en esa época que Francesco decidió romper para siempre con Carlota y los Contini-Massera, excepto que poco después, Claudio lo buscó y continuaron su amistad. No sé si realmente Francesco quiso a Claudio, y si fue suficiente lo que hizo con Carlota para resarcirse del hecho de ser un hijo bastardo sin derecho a la fortuna del señor Adriano. Según decían, la nodriza de Claudio tuvo a Francesco primero, cuando la madre de Claudio sufría una grave enfermedad en Berna. Es lo que he escuchado, pero como en aquella época yo no vivía con ellos, sino que estaba tratando de sobrevivir en Italia al constante agobio al que los fascistas nos tenían sometidos, no puedo dar fe de aquello.
Lo que sí escuché una tarde mientras la madre de Francesco organizaba la cena fue:
«No esperes nada de aquí, Francesco, elige tu camino, sé que llegarás a ser Papa. Cuando estés en la curia de Roma, Adriano Contini-Massera reconocerá que eres su hijo, mientras, solo eres el hijo de la nodriza».
Estaba claro que pertenecer a la corte papal era como ser noble, y creo que era lo que en principio motivó a Francesco, pero después de que murió su madre, se dedicó con firmeza a los estudios y parece que se volvió un especialista en lenguas muertas, y uno de los investigadores más demandados, tanto, que hasta los soviéticos, que después de la guerra eran tan reacios a las cuestiones religiosas, aceptaron que Francesco Martucci viviera en Armenia, y diera clases en la universidad. De aquello se hablaba mucho en casa.
La joven Carlota dejó de frecuentar la villa por un tiempo y un buen día volvió a aparecer; ya Claudio y Bruno eran hombres hechos y derechos y ella había escogido a Bruno. Claudio andaba como alma en pena y Carlota lo sabía, lo consoló muchas veces, incluso en su noche de bodas. Mientras el señor Bruno pescaba una gran borrachera ellos celebraban el matrimonio en el cuarto nupcial.
A mi modo de ver, Francesco siempre fue un hombre probo. Tal vez el único desliz que haya tenido fuese con doña Carlota, y de eso ya hace mucho tiempo. Y así hubiese quedado para mí, de no ser porque antes de venir a Nueva York tuve la oportunidad de verlos conversando en un restaurante. Fue en una de las tardes previas al viaje, tenía que comprar algunos efectos personales, porque era la primera vez que vendría a los Estados Unidos, y nunca se sabía, ¡los americanos son tan diferentes de los italianos! Llegó la hora de almuerzo y opté por entrar a uno de los tantos restaurantes que abundan en el centro. Cuál no sería mi sorpresa cuando los vi en una mesa en un rincón, un cubículo bastante oculto, pero no lo suficiente para no reconocerlos y escuchar sus voces. Una conversación íntima, con cierto aire nostálgico, con palabras que se quedan en puntos suspensivos y largos silencios.
«Nunca te casaste, Carlota, después de la muerte de Bruno, pudiste hacerlo con Claudio».
«No lo amé, y tú lo sabes… al único que verdaderamente quiero es a ti».
«Pero sabes que eso es imposible… y ya es muy tarde».
«Nunca es tarde. ¿Y si Claudio te dejase parte de su fortuna?, es lo que me dio a entender».
«No la aceptaré. Sería una tontería».
«¿Por qué lo dices?».
«Claudio está muriendo… y yo también. Te lo puedo asegurar… si tan solo pudiera…».
«¡Oh, Francesco! Cómo es posible… ¿Qué sucedió?».
«Es muy largo de contar. Dante heredará todo, pero Claudio no confía en él. Lo ama, pero cree que terminará dilapidando su fortuna. Así y todo, creo que no tiene más remedio que dejársela. Así que tendrás lo que siempre has querido».
«Dante es un bueno para nada, eso es cierto, pero es por culpa de Claudio. Lo conozco muy bien, Francesco, como una madre conoce a su hijo».
«¡Qué dices, Carlota!».
«Siempre me han ocultado cosas, Francesco. Pero si de algo estoy segura es de que Dante es el hijo que hicieron pasar por muerto. Supongo que se debe a alguna jugarreta de Claudio, tal vez desee resguardar su vida, un hijo suyo sería un blanco fácil para cualquiera de sus enemigos. Sé que todos me consideran una mujer fatua, el único que supo valorarme has sido tú, amor mío. Pero jamás pondría en peligro a mi hijo. Solo dejo que piensen lo que quieran de mí».
«Entonces crees que sabes la verdad».
«Sé que te amo, Francesco, y que podemos ser felices».
«Tú amas el dinero, y tanto, que muchos hombres pasaron por tu cama».
«No es cierto. ¡No es verdad! Apenas unos cuantos… pero eso no era amor. Te demostraré que aún te quiero, Francesco, ven conmigo, ven, como antes, vayamos a cualquier parte donde nadie nos conozca».
—Supongo que irían a «cualquier parte». Eso nunca lo supe, pero conociendo a doña Carlota es posible que se haya salido con la suya. Yo debí retirarme pues había terminado mis raviolli. Escancié mi copa y salí. Nunca supe qué papel jugaba Francesco en la vida de Claudio excepto por la obvia amistad que siempre habían tenido, y tampoco podría jurar que él actuase en contra suya, pero existe algo en ese hombre que nunca terminó de gustarme, después de todo es mi derecho. Pero ser mayordomo significa que puedo aparentar lo que no siento. Pienso que los diplomáticos debieran ser mayordomos por un tiempo, ayudaría mucho a las relaciones internacionales. —Acotó Pietro con una ligera sonrisa.
Siento por usted, señor Dante, el cariño que nunca me inspiró Francesco. Y a pesar de haber pasado la mayor parte de su vida ignorándome, sé que es usted una buena persona. En las últimas semanas lo he confirmado, y deseo que lo sepa. Perdóneme si he hablado mal de su madre, pero usted deseaba saber, y es lo que he hecho, contarle todo.
Yo estaba atónito. Tío Claudio, o sea, mi padre, jamás creyó en mí. Y mi madre me amaba. De todo lo que acababa de escuchar era lo que había quedado grabado en mi mente. Cierto es que nunca me interesé por los negocios de mi padre, pero creo que si hubiese sabido que era su hijo todo hubiera sido diferente. Por otro lado, ¿de qué fortuna hablaba? Yo era heredero de un gran imperio de deudas, y tenía que enfrentar a tipos como Caperotti y sus esbirros. ¿Por qué mi padre me haría algo así? Parecía que un torbellino arrasaba mi vida a la par que día a día me enteraba de algo diferente. Me sentía en medio de uno de esos sueños de los que uno no se puede despertar por más esfuerzos que haga. Sentí la inquietud de Pietro, y con un gesto de la mano, porque era incapaz de articular palabra, le dije que todo estaba bien. Necesitaba estar solo, empezaba a darme cuenta de que el mundo que me rodeaba, que la gente que me rodeaba no era lo que parecía. Ya no podía confiar más en el cura Martucci. Pietro me había contado la parte que él sabía, pero no la que ignoraba. Y estaba aprendiendo a comprender que cada persona tiene diferentes caras. Y cuanto más lo pensaba más lo creía, hasta que todo se volvió oscuro y no supe más de mí.