La última llamada en el aeropuerto Leonardo Da Vinci anunciando que nuestro vuelo estaba a punto de salir se difundía por los altavoces cuando vimos al hombre del restaurante. Parecía que acababa de llegar. Él también nos vio cuando partíamos. Por un instante me pareció ver un gesto como queriendo decir algo.
Crecí siendo un niño solitario, los únicos compañeros de juego que tenía eran algunos primos lejanos que veía en las reuniones familiares; en la escuela tuve un compañero al que llegué a considerar «mi mejor amigo», pero cuando me di cuenta de que era yo el que más aportaba a esa amistad, supe que tener amigos era una de las cosas más difíciles. Mi madre tenía la tendencia a comprarme amistades, y fue uno de los motivos por los que me fui alejando de ella, si no físicamente, al menos nuestros vínculos emocionales eran casi nulos.
Ahora tenía la posibilidad de contar con un amigo verdadero que había aparecido en mi vida por arte de magia, como en los cuentos que leía de niño, y lo tenía sentado a mi lado y era de carne y hueso. No sabía cuál sería el papel que jugaría en mi vida, pero teniéndolo de mi parte, me hacía sentir menos solo, especialmente en aquellos momentos en los que me encontraba afrontando una vida que no había escogido.
Al salir del aeropuerto de Newark tomamos un taxi y nos dirigimos a casa de Nicholas. Quería dejar su valija y saber si su amiga Linda de veras había salido de su vida. Yo no llevaba equipaje, excepto un cartapacio con los documentos. Es lo bueno de vivir aquí y allá. La casa de Nicholas estaba vacía. Excepto por sus pertenencias, claro. Y no eran muchas. No había rastros de Linda.
—Creo que esta vez me liberé de ella. Fue la culpable de que el manuscrito quedase en blanco.
Nicholas lo colocó sobre un escritorio que parecía salido de algún remate de muebles usados, abrió una página determinada y lo dejó así por un buen rato. Yo preferí no preguntarle nada, pues me dio la impresión de que formaba parte de un ritual íntimo.
—Ahora vamos a casa —dije.
—¿No quieres conocer el parque donde encontré el manuscrito?
Me pareció una idea fantástica. Durante el vuelo él me había relatado todo lo sucedido con el encuentro del extraño personaje. Y yo que deseaba conocerlo, y quería saber más de todo aquello, lo acompañé con gusto. Fuimos caminando por las calles de Brooklyn hasta llegar a un enorme parque de árboles casi desnudos. El viento terminaba de arrebatar las últimas hojas y el banco de Nicholas estaba desolado, según él, más desolado que nunca. No apareció el hombre de los libros usados en todo el par de horas que estuvimos allí. Nicholas pareció entristecerse, como si en realidad hubiese esperado que el hombre de los libros fuera a presentarse en cualquier momento.
—Vamos, Nicholas, él no vendrá.
—Tú me crees, ¿verdad? —dijo, sujetando el manuscrito bajo el brazo.
—A pesar de lo extraordinario que pueda parecer, yo te creo.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Adelante —respondí un poco a la defensiva. Nunca se sabía lo que a Nicholas se le ocurriría preguntar.
—Solo por curiosidad: ¿La empresa de tu tío se llama: «La Empresa»?, o es un eufemismo…
—Para todos es La Empresa. Tío Claudio siempre se dirigía así a la compañía y está registrada con ese nombre.
Caminamos a lo largo de la acera que bordeaba el parque.
—¿Dónde vives?
—En Tribeca.
—Conozco una forma de ir que sé que te va a gustar.
Me indujo a seguirle y pronto estábamos bajando por unas escaleras para tomar el metro.
Era la primera vez que entraba al metro de Nueva York, en realidad, era la primera vez que entraba a un metro. No había mucha gente, así que pudimos sentarnos con comodidad, y como en todo lugar donde se junta un grupo de personas, cada cual miraba al vacío, como forma civilizada de guardar el territorio. Un rato después, Nicholas me hizo una seña y nos movimos a la puerta. Cuando salimos a la calle, reconocí Tribeca de inmediato. Me pareció formidable poder llegar sin someterme a los problemas de tráfico, aunque para ser sincero, prefería conducir mientras escuchaba mi música preferida.
—El metro es una manera rápida de desplazarse, Dante, es así como vengo a Manhattan a ver a mi agente. Cuando lo veo, y hace ya tiempo de eso. —Sonrió con una mueca y metió una de sus manos en un bolsillo de su chaqueta de cuero.
—Mi casa queda a dos calles de aquí —dije, y empecé a caminar. De pronto me sentí con muchas ganas de ver a Pietro.
—Signore Dante —exclamó Pietro, cuando me vio en la puerta— no lo esperaba.
—Perdona, Pietro, no tuve tiempo de llamarte, ¿cómo está todo?
Pietro se dispuso a quitarme la chaqueta, pero le hice un gesto y me la saqué yo mismo.
—Todo está bien, signore —Pietro quedó en silencio al notar que venía acompañado.
—Él es Nicholas, es un amigo de la casa, Pietro.
—Buenas tardes, señor Nicholas.
—Nicholas Blohm, señor Pietro, estoy encantado de conocerlo.
Y de veras parecía encantado, pues lo miraba como si estuviese contemplando una aparición. Le dio la mano y sé que Pietro se sintió un poco confundido.
—¿Llamó alguien, Pietro?
—La señora Irene varias veces, dijo que se comunicara con ella en cuanto volviera. También un señor que no quiso dar su nombre, estoy seguro de que era italiano —me informó Pietro, mientras miraba a Nicholas.
—No hay cuidado, Pietro, Nicholas es una persona de confianza. Es como mi guardaespaldas. ¿Y qué quería?
Pietro miró a Nicholas, esta vez no disimuló su curiosidad.
—No dijo gran cosa. Sólo preguntó por usted, y si sabía cuándo vendría. Yo, por supuesto no le di ninguna información. Fue ayer por la noche. Parece que llamaba de una fiesta, pues el ruido era intenso.
Nicholas y yo nos miramos. Estoy seguro de que ambos pensamos que era el hombre del restaurante.
—¿Qué quiere de cenar, signore?
—No te preocupes por la cena, Pietro, pídela por teléfono. Debo conversar contigo.
—Yo me haré cargo, Dante —se ofreció Nicholas.
Nicholas me hizo una seña y se quedó en el salón.
Fui a la biblioteca y le pedí a Pietro que se sentara.
—Pietro, ¿recibiste la transferencia?
—Sí, signore Dante, está en mi cuenta. Llevé a la señora Irene el cheque que usted me dijo pero ella lo rechazó. Dijo que deseaba hablar con usted, pero como no estaba autorizado para darle su número en Roma, no se lo di. El extracto de la cuenta lo tengo en mi cuarto.
—Después me lo darás, Pietro, ahora quiero que me digas si alguien más vino o preguntó por mí. ¿Notaste algo fuera de lo normal en mi ausencia?
—Aparte de esas llamadas, no, señor. Perdone mi indiscreción, pero ¿usted sabe quién es el joven que lo acompaña?
—Es un buen amigo, Pietro, me está ayudando a resolver un problema. A propósito, últimamente hemos hablado mucho de ti.
—¿De mí, señor?
—Sí. De ti —me causó gracia ver la cara de Pietro y solté una carcajada, me hacía falta. Últimamente había acumulado demasiada tensión.
—Usted ríe igual que su tío Claudio. Él era un hombre muy alegre, ¿recuerda?
—¿Cómo se conocieron, Pietro?
—Yo entré a trabajar para el señor Adriano, su abuelo, cuando era apenas un chiquillo, signore Dante. Había perdido a mis padres en la guerra, y andaba vagando por las calles. El señor Adriano pasó un día en su coche y me vio hurgando en la basura. Hizo parar el coche y me preguntó qué estaba haciendo. «Buscando comida», le dije. «Sube», dijo, abriéndome la portezuela y yo subí. Tenía tanta hambre y estaba tan desesperado que no me detuve a pensar en nada. Su abuelo acababa de regresar de Berna, y empezaba a instalarse en la villa Contini otra vez. Los alemanes la habían dejado devastada. Según el señor Adriano decía, se llevaron muchas cosas de valor cuando salieron huyendo. Al bajar del coche, el mismo señor Adriano me llevó a la cocina y le dijo a una señora que después supe era el ama de llaves, que me alimentara y me diera ropa limpia. Yo empecé a trabajar desde ese día para los Contini-Massera. El niño Claudio, su tío, siempre me gastaba bromas acerca de mi delgadez, y yo me divertía mucho, pues él era muy gracioso.
—Entonces conociste a tío Claudio desde pequeño.
—Sí, signore, y al padre de usted, don Bruno.
—¿Recuerdas a Francesco Martucci?
—Por supuesto, era el hijo de la nodriza del señor Claudio. Como usted sabe, la sua nonna, murió cuando él tenía meses, y lo amamantó la madre de Francesco.
—Dicen que Francesco también era hijo de mi abuelo Adriano.
—No podría asegurarlo, signore, si lo fue, tuvo que ser durante la guerra, cuando yo aún no les conocía.
Pietro guardó silencio, como si de pronto hubiese pensado que había hablado de más.
—¿Qué piensas de Francesco Martucci, Pietro? Con sinceridad.
—Creo que es un buen hombre. Se separó de la familia muy joven, porque quería ser sacerdote, pero yo creo que lo hizo porque deseaba estar lejos.
—Según tío Claudio, era su mejor amigo, casi su hermano. ¿Tú qué crees?
—Su tío Claudio era una de las personas más humanas que yo he conocido. Excepto por el señor Adriano, su padre, que me recogió de las calles.
—No es la respuesta a mi pregunta, Pietro.
—Siempre tuve la impresión de que Francesco envidiaba a su tío Claudio. Sólo un poquito —agregó.
—¿Por qué? Según él mismo me dijo, tío Claudio le legó una parte de su fortuna, y siempre fueron buenos amigos.
—No era por el dinero, signore Dante —dijo Pietro con voz casi inaudible.
—¿Por qué, entonces?
—Sé que es muy delicado esto que voy a decirle, pero es la verdad. Francesco siempre estuvo enamorado de la sua mama.
—¿De mamá? —pregunté estupefacto. De ella no me asombraba ya nada, pero sí de Francesco Martucci.
—Así es, signore Dante. Los dueños de la casa piensan siempre que nosotros somos unos muebles. A veces hacen cosas como si no existiéramos o no tuviéramos sentimientos.
—Pietro, no te angusties. Quiero saber si Francesco y ella tuvieron algo.
Pietro entornó los ojos y empezó a recordar.