La biblioteca encadenada

Hasta ese momento yo tenía la sensación de bailar tango en la cuerda floja, pero sentía que empezaba a guardar cierto equilibrio. Mas no estaba nada preparado para lo que me tocó ver esa mañana. Nicholas apareció en la puerta de mi habitación vestido de sacerdote. Llevaba un traje negro con alzacuellos. En realidad, podría haber sido un traje negro cualquiera, pero el detalle blanco le otorgaba propiedad eclesiástica. Lo increíble era que, la personalidad de Nicholas parecía encajar a la perfección con el atuendo, su figura desgarbada de hombros caídos y mirada triste le daban cierto aire de mártir santificado. Al ver mi cara sonrió de manera muy diferente a la de la noche anterior.

—En Roma se consigue todo esto con facilidad —explicó, levantando los hombros para acomodarse el saco, en un intento inútil de que sus hombros encajasen con propiedad en el traje—. Creo que nos facilitará la búsqueda.

—¿Era necesario el atuendo? —observé divertido, como periodista podrías entrar a cualquier lado.

—Todo periodista tiene un carnet de investigador, yo tengo el mío, pero no queremos que la gente nos identifique, ¿o sí?

Yo no dije una palabra. Era obvio. Me puse un suéter gris y salimos.

Si existe algo en las catedrales es la sensación de grandeza. Son edificios construidos con las dimensiones apropiadas para inculcar recogimiento en cualquiera que ose caminar por todo el frente del ala principal, o que observe los capiteles que sostienen las bóvedas entre las diferentes estancias. La catedral de Hereford tiene unos capiteles esculturales, no hay rincón donde se haya desaprovechado el espacio para exhibir algún signo de apabullante grandeza. Y pienso que aún los no creyentes, al entrar en un sitio de estos desea creer en algo con fervor. Paseamos por su interior haciendo tiempo hasta que fuesen las diez, hora en la que abrían la biblioteca. Para entrar en ella tuvimos que salir de la catedral y dirigirnos a un edificio situado en la esquina sureste; un lugar que para nada guardaba relación con la imponencia anterior. Una señora que hacía juego con aquellos viejos tomos, se hallaba sentada detrás de un pequeño escritorio. Al vernos llegar dirigió un saludo a Nicholas. A mí prácticamente me ignoró. Me fijé en un cartel en el que invitaban a hacer una donación de cuatro libras por visitante. Deposité ocho libras esterlinas sobre el escritorio.

—¿Desean hacer un recorrido?

—En realidad, no, madam —aclaró Nicholas—. Vengo de los Estados Unidos especialmente enviado por la Catequesis de la Holy Bible, con la intención de conocer en persona los famosos volúmenes sagrados de esta institución.

—Esta es una biblioteca de exhibición, reverendo…

—Reverendo Nicholas Blohm. ¿Cuál es su nombre, querida señora?

—Molly Graham. No está permitida la investigación o la consulta, a no ser que hayan pedido autorización previa.

—Señora, reconozco que estoy aquí de manera imprevista, pero es una promesa que he tardado años para poder cumplir. ¿Podría echarle un pequeño vistazo a sus Biblias? Se lo agradeceré profundamente. El día que usted desee ir a mi país, será recibida con todos los honores por nuestra congregación, se lo garantizo. Debo regresar a los Estados Unidos esta misma tarde…

Definitivamente Nicholas tenía un gran poder de persuasión. Me pareció que la buena mujer estaba creyendo el mismo cuento al igual que lo hice yo. Vaciló por un momento después de ver el rostro compungido de Nicholas. Cuando le vio ponerse los guantes de látex, se adelantó y dijo:

—Sígame.

Caminamos detrás de ella, que con pasos cortos y apresurados se dirigió a una entrada cerrada con llave, la abrió y caminó hacia la sección de Libros Sagrados. Era más pequeña de lo que recordaba, he visto muchas bibliotecas, y esta no podía comparárseles en belleza o en dimensiones. Puedo decir que es diferente, especialmente por la gran cantidad de burdas cadenas que cuelgan de cada una de sus casi dos mil valiosas obras originales y otros tantos manuscritos correspondientes a la Edad Media. Pienso que de niño se ven las cosas desde otra perspectiva, pero lo que seguía allí, flotando en ese ambiente austero, para mí, era el misterio. El conjunto de libros tiene aspecto antiguo, gastado, las hojas no lucen alineadas como en los libros normales, son una colección de folios de papel vitela en algunos casos, que sobresalen sin orden ni concierto entre las tapas.

Sin perder mucho tiempo apuntó con el dedo índice y buscó entre los libros que tenía enfrente hasta detenerse en un tomo voluminoso, por supuesto, encadenado, de aspecto importante. Nicholas me dio otro par de guantes.

—Por favor, trátelo con cuidado. Es un raro ejemplar, tiene ilustraciones hechas a mano en el siglo XVII. Solo hay otro similar en la Biblioteca Británica, en Londres. Pero… no me ha dicho qué clase de Biblias busca.

—Las protestantes, por supuesto.

—Entonces esta es la indicada —afirmó la mujer, satisfecha— aunque también puede encontrar otras.

Nicholas tomó la Biblia con la emoción reflejada en el rostro, agarrándola con sumo cuidado como si fuese un tesoro, e hizo una reverencia. Supongo que no besó el libro por aquello de la contaminación.

—Gracias, hermana, que Dios se lo reconozca. —De pronto fijó sus ojos suplicantes en ella y preguntó—: ¿Tiene aquí por casualidad un libro rojo?

—¿Desea ver usted el Libro Rojo?

—Me encantaría.

—Se encuentra en la fila del otro lado de este mismo estante. Le suplico tenga extremo cuidado con él.

—Le aseguro que lo cuidaré como mi vida.

Molly Graham observó con aire de extrañeza a Nicholas.

—En pocos minutos llegará un grupo de japoneses, le ruego no dilate mucho su lectura.

Nicholas se puso una mano en el pecho y bajó la cabeza asintiendo. La mujer se retiró con la apariencia de estar feliz de haber contribuido a una buena obra.

Al pie de cada hilera de estanterías había una mesa larga, una especie de anaquel sobre el que se colocan los libros para que las cadenas no tengan que desplazarse demasiado. Nos sentamos frente al inquietante volumen y empezamos a buscar los Salmos. Se suponía que debían estar después del libro de Job, pero no aparecían.

—Debes ser un raro ejemplar, es extraño que no aparezcan los Salmos —murmuró Nicholas― razón tenía Molly de tener tanto cuidado con esa Biblia.

—Ni falta hace que lo digas —espeté—. Creo que será necesario que busquemos otra ―convine. Empezaba acostumbrarme a la facilidad con la que Nicholas tomaba confianza con la gente.

—Los lomos están del otro lado… —murmuró Nicholas, estupefacto, mirando la fila de libros que se extendía ante nuestros ojos—. ¿Cómo diablos se supone que sabremos cuál coger?

Puse un dedo en mis labios para advertirle que moderara su lenguaje.

Colocamos la Biblia protestante en su lugar y Nicholas tomó la siguiente, con el resultante ruido de cadenas. Estaba escrita en arameo. Si algo reconozco es ese alfabeto para mí indescifrable, que según tío claudio se leía de derecha a izquierda, pues tenía en su despacho una copia del Targum; la Biblia Hebrea traducida al arameo en el siglo XI. Nicholas la dejó en su sitio y cogió la que seguía, tratando de hacer el menor ruido posible con las cadenas, pero era inevitable. En el silencio de la biblioteca, se escuchaban como campanas llamando a misa. En medio de su desesperación, Nicholas abrió otro libro: la Torá, de manera que tampoco entendíamos nada. Y creo que si hubiéramos encontrado una Biblia en italiano no hubiésemos sabido dónde estaban los Salmos, por el apuro.

—Dante, voy a ir al otro lado del estante, necesito ver ese libro rojo.

Asentí con la cabeza y procurando no enredar más las cadenas, tomé un libro a mi alcance, antiguo, cuyas finas hojas hacían contraste con las de otros libros, que tenían los bordes ásperos e irregulares. Cuando vi la tapa decía en inglés: «Holy Bible» ¡al fin algo reconocible! Me dije, y lo abrí casi con desesperación. Por fortuna, el grupo de turistas empezaba a llegar y Molly Graham estaba bastante ocupada con los visitantes. Encontré los Salmos. De mi garganta salió un involuntario grito de alegría, pero de inmediato recordé que debía guardar silencio y el grito se transformó en un largo y extraño gemido que hizo que la señora Graham adelantara la cara para mirarme en el extremo del pasillo de anaqueles, al igual que Nicholas, que se encontraba frente a mí al otro lado. Busqué los salmos 15 y 21 y no me decían nada. No había marcas ni señas, fui a la página de atrás, a la de adelante, palpé la superficie del sitio donde había estado la Biblia. Nada.

—Dante, ¡creo que he encontrado algo! —exclamó Nicholas en voz baja mirándome a través de los libros.

No teníamos tiempo. La bibliotecaria venía con la caterva de turistas tras ella mientras daba una serie de explicaciones; pronto daría vuelta y llegaría a nuestro sitio, y vería el desastre que habíamos hecho con las cadenas. Cerré el libro y un pequeño papel saltó. Decía: «C. C. M.». El corazón me dio un vuelco; en ese momento supe que no tenía otra opción. Arranqué las hojas que iban desde el Salmo 20 hasta el 50. Unas ocho páginas. Cerré la Biblia y la dejé en su lugar. Molly Graham llegó con los visitantes justo cuando yo escondía las hojas en un bolsillo del pantalón y Nicholas se situaba a mi lado. Nos lanzó una rara mirada al observar las cadenas enredadas y los libros con los lomos hacia fuera.

—Se lo puedo explicar madam… —empezó a decir Nicholas, mientras se quitaba los guantes con parsimonia.

Sentí varios clicks. Supe que quedaría para la posteridad en algún álbum de fotografías de Japón.

Nicholas aprovechó la momentánea distracción de Molly Graham para reiterar su invitación:

—No olvide visitarme cuando vaya a los Estados Unidos, recuerde: Iglesia de San Patricio en Nueva York, y la congregación es la Catequesis de la Holy Bible —insistió Nicholas.

—Muchísimas gracias, señora Graham, ha sido usted de mucha ayuda. Nos retiramos. Que tenga un buen día —dije en mi mejor estilo, y salimos casi corriendo.

Una vez fuera, pude respirar con alivio. Fuimos rápidamente hacia el hotel, mientras Nicholas se quitaba el alzacuello y se desabotonaba el saco. Avisé en recepción que me preparasen la cuenta y subimos hasta mi habitación, recogimos nuestras pertenencias previamente preparadas, y bajamos con toda la intención de salir de Hereford cuanto antes. Si Molly Graham se percatase de que faltaban varias hojas de la Biblia, con seguridad tendríamos problemas, y yo sospechaba que ella sabía dónde podía encontrarnos.

En el coche Nicholas examinaba como un poseso las hojas arrancadas comparándolas con sus anotaciones mientras yo iba a toda velocidad. Momentos después sacó de uno de sus bolsillos una hoja con un dibujo.

—Mira —dijo—. Y me mostró la hoja. Era la reproducción de una pintura que se me hacía conocida.

—¡Santo Dios!, ¿la arrancaste del libro?

—Del libro rojo. Y coincide con esto. —Al mirar lo que me enseñaba, me distraje por un momento. El coche hizo una extraña pirueta y me detuve.

Noté que el vehículo gris que venía unos cien metros detrás desde que salimos de Hereford disminuía la marcha. Hasta ese momento yo no me había cuidado, simplemente había tomado las palabras de fray Martucci como algo quimérico, pero para entonces empezaba a tomar conciencia de que era muy posible que mi vida corriera peligro. Vi pasar el coche gris a nuestro lado conducido por el hombre del restaurante.

—Nos viene siguiendo desde que salimos —le dije a Nicholas.

—¿Estás seguro?

—Ahora sí. ¿Qué fue eso que conseguiste? —pregunté, poniendo en marcha el motor.

—¿Recuerdas las palabras extrañas en el mensaje de tu tío? Las copié y las traje conmigo. Coinciden con la litografía de un cuadro de El Bosco: Meester snyt die keye ras/ myne namsnyt die keyee is lubbert das; escritas en idioma flamenco, según indagué. El libro rojo es un catálogo de todas las obras de El Bosco, fue editado en 1730.

—Santo Dios… y tú le has sacado una hoja…

—¿Y qué me dices de ti? ¡Por poco dejas la Santa Biblia vacía!

Tenía razón, no era momento para aspavientos.

—Recuerdo ese cuadro, creo que tío Claudio tenía uno en su estudio —apunté.

—¿Tenía La extracción de la piedra de la locura? Imposible. Está en el Museo del Prado, en Madrid.

—No me refiero al original, había un cuadro pequeño, supongo que era una reproducción, de unos treinta centímetros de alto. Por cierto, no lo he visto últimamente.

—¿Qué tal si el cuadro y los salmos tienen algo que ver?

No respondí. Cavilé durante el resto del trayecto. Nuestra incursión en la biblioteca de Hereford había sido relativamente fructífera. Prácticamente habíamos saqueado tan insigne recinto, y no estaba aún muy seguro del resultado. Al llegar al aeropuerto, luego de entregar el coche en la agencia, le dije:

—Quédate con las hojas. El hombre del restaurante me seguirá a mí. Toma el avión a Roma y me esperas en villa Contini.

Nicholas asintió, aunque me pareció que su mente estaba en otro lado.

En el aeropuerto me dirigí al despacho de billetes y vi que el hombre del coche gris venía tras de mí con disimulo. Llevaba en la mano un periódico o revista, y de vez en cuando palmeaba con él su mano izquierda, como si estuviera impaciente. Dos personas se interponían entre nosotros en la fila.

Compré un billete para Nueva York y supuse que él también haría lo mismo. Fui a la sala de espera de mi vuelo y poco después apareció él. A la última llamada me levanté del asiento e hice la fila detrás de otras personas. Él hizo lo propio y aproveché que una mujer bastante robusta hablaba en voz alta con la sobrecargo creando una momentánea distracción y me situé en la fila detrás del hombre. Cuando él se dio cuenta ya entraba por la manga. Me cercioré de que no regresara, y me dirigí a la salida.

—Lo siento, pero estamos a punto de partir —dijo la empleada—. Debe entrar al avión.

—No puedo viajar, es urgente que regrese, acabo de recordar algo muy importante, tomaré el próximo vuelo —dije con prisa y salí lo más rápido que pude.

Regresé al mostrador de venta de billetes y compré un vuelo de regreso a Roma.