El plan

De regreso a casa quise evadir la realidad y me entretuve por el camino contemplando a los turistas que invadían las calles de Roma. Lo hacían en grupo, en parejas y también en solitario. Cámara en mano irrumpían en las iglesias, invadían las plazas, se solazaban en las innumerables fuentes y tomaban fotos de cada rincón que tuviese un aspecto antiguo. En realidad toda Roma era antigua y estábamos orgullosos de ello. Y yo que hasta hacía poco formaba parte de un estrato de aquella sociedad heterogénea, cosmopolita, tradicional y vanguardista al mismo tiempo, ahora me encontraba en una encrucijada, sentía sobre mí una carga que no había querido llevar, y que de todas maneras, indefectiblemente me estaba destinada, si bien no como yo lo habría esperado. Y tenía la impresión de que ya no sabía a qué estrato social pertenecía.

Mis manos habían dejado de temblar, pero seguían frías.

Las palabras de Caperotti aún resonaban en mi mente, sus maneras suaves y tranquilas eran demasiado suaves y tranquilas. Su voz ronca y baja, era de aquellas que saben que no necesitan esforzarse para ser escuchadas, pues es el interlocutor quien debe hacer el esfuerzo, porque en ello podría irle la vida. Fue la desagradable sensación que me dejó. Ahora dependía de la memoria e imaginación de un escritor norteamericano que había irrumpido en mi vida sin que yo lo hubiese llamado. ¿Es que acaso podía suceder algo en la vida de uno que fuese estrictamente programado de antemano? Yo no había pedido estar en ese lugar, y sin embargo allí estaba, sentado en el asiento trasero de un gran coche negro conducido por un gigante marcial llamado Nelson, en un patético esfuerzo por emular a mi padre. O sea, a tío Claudio.

Un manuscrito en blanco era toda la prueba que había necesitado Nicholas para convencerme de que allí estaba escrito mi destino. Y yo le creía.

Al llegar vi al americano sentado en una de las incómodas sillas de hierro pintadas de blanco de la terraza que daba al parque interior. Tenía un cigarrillo entre los dedos, con la mirada absorta en una hoja de papel que tenía frente a él apoyada en una pequeña mesa. Levantó la vista al sentir mi presencia y yo le interrogué en silencio.

—Creo que tengo la respuesta —dijo, mirándome con sus ojos de oscuras cejas tristes. Había algo en él que me hacía suponer que debía tener un poco de carga mediterránea en su sangre.

—Te escucho.

—¿Sabes lo que es un salmo?

—¿Algo relacionado con la Iglesia? —respondí inseguro.

—Específicamente la palabra «salmo», de origen griego, significa cántico. Salmo es, por consiguiente, una composición poética cantada. Psalmus, en latín, y Psalm, en inglés. Una de las acepciones de salmo diar, es «cantar la cartilla». Lo que me hace suponer que al indicarte lo de la cartilla se refería a «salmo». El 15 o el 21, si incluimos a la «F» de Francesco Martucci. Y es probable que si buscamos en la biblioteca de Hereford encontremos alguna clave en esos salmos o alguna señal que nos de la respuesta que estamos buscando.

—¿No podríamos leer aquí esos salmos y ver de qué se trata? Tengo una Biblia en mi alcoba.

—Podríamos, sin embargo la lógica me dice que ha de ser en ese lugar, «el sitio donde tu tío guardaría un tesoro si tuviera que esconderlo» ¿recuerdas? Tal vez esté escrito en esos salmos, o quizá exista algo detrás del libro…

La idea de que nos estuviéramos acercando a la respuesta me excitó. Me sentía ansioso por salir para Inglaterra. De cualquier manera, no tenía mucho tiempo para perderlo divagando. Seis meses era el plazo que yo mismo me había dado y debía cumplirlo.

Nicholas quiso salir a realizar algunas compras que, según él, eran necesarias antes de partir, y le dije a Nelson que lo acompañara. Había captado entre esos dos americanos cierta corriente de simpatía. Yo aproveché para comunicarme con Martucci e informarle los últimos acontecimientos.

Hereford parecía haber quedado quieta en el tiempo. El mismo viejo hotel El Dragón Verde, en una época posada para diligencias, con su impresionante fachada, queda en la misma calle donde está ubicada la catedral, un majestuoso ejemplo de la arquitectura normanda, algo equivalente a la Torre Eiffel para una ciudad tranquila como Hereford. Sus torres que dominan todo el paisaje, apuntan al cielo como exigiendo atención.

Llegamos cuando anochecía, en un coche alquilado en el aeropuerto de Birmingham, y no me costó nada hacer el mismo recorrido de hacía tantos años con tío Claudio. El hotel no era lo máximo en confort, pero tenía el aire añejo que tanto le gustaba a él. Pero nada de eso importaba, lo verdaderamente práctico era que desde allí se podía ir caminando a la catedral. Cenamos en el viejo restaurante Shire, del hotel, disfrutando de la excelente y fría atención inglesa, y pude comprobar el grado de civilización de mi inesperado compañero de aventuras al darle a escoger la bebida para acompañar la cena. Para mi sorpresa eligió jerez para acompañar el consomé y vino tinto para el guisado de jabalí. Supongo que ser escritor tiene sus ventajas.

—¿Cuál es tu interés de encontrar la fórmula? —me preguntó Nicholas de improviso.

—Quiero terminar la investigación que inició tío Claudio. Ojalá pudiera culminar sus deseos de lograr la eterna juventud.

—¿En serio crees que eso sea posible?

—No creo que él se hubiese embarcado en una aventura tan importante sin bases. Estoy seguro de que es posible.

—¿Y las implicaciones? ¿No te importa que uno de los nazis más odiados por sus atroces crímenes sea el propulsor?

—No creas que no me importa. Pero la ciencia siempre deja sacrificios. Hay investigadores que se han inoculado virus para estudiar en sus propios cuerpos los efectos y poder conseguir una cura.

—Ese no fue el caso de Mengele.

—Mira, Nicholas… es muy importante que obtenga las notas que faltan. De lo contrario toda aquella matanza no hubiera servido de nada, ¿no crees?

—Si tú lo dices.

—¿Sabes ya qué buscaremos en la biblioteca?

—Sí —contestó él—. Una Biblia. Supongo que debe haber alguna. Empezaremos buscando los salmos 15 y 21. Estamos tomando en cuenta la inclusión o exclusión de Francesco.

Asentí pensando que nos encontrábamos muy cerca de concluir con nuestra búsqueda.

—¿Puedo hacerte algunas preguntas? —inquirió Nicholas.

—Supongo que sabes más de mí que yo mismo —dije, sintiéndome por un momento desnudo. No hay peor cosa que estar delante de una persona que supuestamente sabe de uno más de lo que se es capaz de recordar.

—¿De haber seguido vivo tu tío, a qué te habrías dedicado?

—Supongo que acabaría por hacer lo que hago ahora, ser la cabeza de La Empresa.

—¿Te sientes cómodo ejerciendo ese papel?

—Aunque te parezca extraño, sí. Es como si hubiese vivido siempre para llegar a este momento, y no es que yo lo deseara, tú lo sabes bien.

—¿Eres muy rico? ¿Qué se siente al tener tanto dinero?

—No te lo puedo decir, Nicholas.

—Recuerda nuestro trato. Escribiré una novela y debo profundizar en los personajes.

—Supongo que ser rico es igual que ser pobre. Creo que es cuestión de acostumbrarse, en realidad no sé qué decir al respecto. Si hubiese sabido lo que es ser pobre, podría comparar, no tengo ni idea.

—Lo suponía. ¿Sabes que cuando se desea algo y no se puede obtener porque no tienes dinero para ello, se vuelve una obsesión? Hubo momentos en los que deseé tanto comer un emparedado de queso… y no tenía para comprarlo. Cuando empecé a ganar mis primeras monedas como limpiador de coches, llegué a atiborrarme de emparedados de queso. Ni te imaginas lo que se siente —dijo Nicholas.

Capté un desprecio en su mirada que me hizo sentir culpable de que todos los chicos pobres del mundo no tuvieran dinero para comer emparedados de queso.

—Yo una vez quise tener un coche de la Fórmula Uno, la imitación de un Ferrari en miniatura. Tío Claudio se negó. Dijo que era peligroso que me acostumbrase a la idea de convertirme en piloto de carreras

—¡Dios mío! ¿Y qué edad tenías?

—Ocho, creo. Sé que era demasiado mayor para eso, pero siempre me han gustado los coches.

—A esa edad yo estaba en un orfanato peleando para conservar mi lugar en el patio.

—Tu niñez ha debido ser muy entretenida.

—Más o menos igual que la tuya. Tal vez tengas razón al decir que ser rico y ser pobre es igual. Yo vivía mi vida sin conocer qué más había al otro lado del muro del orfanato, de manera que no extrañaba nada.

—Y ahora estás aquí, buscando una fórmula y a un paso de conseguir una historia para tu novela. Si yo fuese tú, con lo que sabes, ya habría escrito una. No sé qué es lo que esperas de mí.

Nicholas me miró pensativo. No dijo nada y se dedicó a jugar con el borde de su copa. Al cabo de un rato observó a los comensales que dejaban la mesa a nuestra izquierda y echó un vistazo al resto de personas que aún quedaban en el restaurante.

—¿No tienes la impresión de que alguien nos vigila?

—¿Crees que nos estén siguiendo? —dije, acercándome a él.

—Hay un hombre que está solo, sentado tres mesas a tu derecha. No parece ser un turista, y es raro, pues todos aquí lo son, excepto nosotros. No viste como turista, no se comporta como turista, luego, no es turista.

Miré con disimulo al hombre de la mesa que indicaba Nicholas. Parecía absorto en el contenido de su plato, como si estuviese escogiendo lo que iría a llevarse a la boca. Tendría unos cuarenta años, su cuerpo delgado me decía que se encontraba en forma. Su cabellera negra un poco desordenada le daba cierto aire desenfadado. Usaba zapatos de goma.

—Creo que es un turista, mira sus zapatos.

—Los espías usan zapatos de goma.

—¿De dónde sacas eso?

—Es lógico. Pueden caminar sin ser escuchados, correr con comodidad, trepar…

—No recuerdo haber visto a James Bond con zapatos de goma —argumenté.

Nicholas me brindó una sonrisa que me hizo sentir idiota.

—Es mejor que vayamos a dormir —propuse.

—Ve tú. Me quedaré un rato más, iré al bar —dijo Nicholas, y se dirigió hacia allá.

Desde mi cama vi las finas telarañas en una de las cuatro esquinas de la habitación. Llegué a pensar que tal vez fuesen las mismas de la vez que estuve allí con tío Claudio. Deseé que en el cuarto de Nicholas hubiese arañas venenosas. ¿Sería verdad que alguien nos estaba siguiendo? Hasta ese momento me había sentido cómodo, pensando en la proximidad del descubrimiento de los acertijos de tío Claudio, pero Martucci me había prevenido pensando en los que atentaron contra la vida de Claudio Contini-Massera. Podría ser cierto, tal vez el hombre del restaurante fuese un sujeto contratado por él o los interesados en impedir las investigaciones, o en desarrollar la fórmula. En buena cuenta, sería muy fácil obtenerla, solo tenían que seguir mis pasos.

Me senté en la cama. Debía ir a advertir a Nicholas. Salí del cuarto rumbo al bar, pero no estaba en él. No habían transcurrido más de ocho minutos, desde que fui a mi habitación, ¿dónde diablos se habría metido?, pensé, fastidiado por sentirme engañado. Recordé que Nicholas era fumador, y en ese hotel estaba prohibido fumar en las ochenta y tres habitaciones. Salí por la puerta principal y lo vi, tenía un cigarrillo en los labios y miraba el cielo.

—¿Averiguaste quién era el sujeto? —pregunté sin más preámbulos.

—Es un huésped del hotel. Llegó casi a la par que nosotros, es italiano, me lo dijo el botones.

—¿Y cómo es que no lo vimos? Debió venir en el mismo vuelo, nos debe haber seguido desde Roma.

—Es el tipo de hombre que pasa inadvertido. Además, no estábamos pendientes de que alguien nos estuviera siguiendo. Craso error.

—¿Qué hacemos?

—No lo sé. Nunca me habían perseguido antes.

—Pero eres escritor, algo se te ha de ocurrir.

Parece que Nicholas captó la ironía, pues me escrutó con sus ojos semicerrados a causa del fuerte viento, y soltó una risita.

—Creo que debemos seguir nuestros planes, iremos a la catedral, buscaremos las señas que dejó tu tío y regresaremos lo más rápido posible al aeropuerto. Pero no regresaremos en el mismo vuelo, tú tomarás uno diferente, nos encontraremos en villa Contini. Yo trataré de que me siga, pues él piensa que vamos juntos.

—Este asunto se complica. Espero que valga la pena.

—Lo sabremos mañana en la biblioteca —sentenció Nicholas y aplastó el cigarrillo con la suela del zapato.