Cuando la puerta del ascensor se abrió, Nelson se situó teatralmente en toda la entrada, cubriéndola, naturalmente. Luego se hizo a un lado dándome paso y penetré en la sala de juntas que yo conocía, pero que había visto siempre desde otro ángulo. Una fina línea punteada empezó a dibujarse mentalmente en mi espalda, como si estuviesen haciéndome un tatuaje de aquellos que siempre me negué a llevar. Respiré suave y profundo para evitar que se notase mi ansiedad y caminé con paso firme a la cabecera de la larga mesa de superficie brillante, que reflejaba la luz de las diez pequeñas lámparas que iluminaban cada uno de los diez lugares. Sentí diez pares de ojos sobre mí. Los mismos diez pares de ojos que días antes me habían mostrado su condolencia en los funerales, ahora pendientes de cada uno de mis gestos. Me sentí como si estuviese en un escenario representando el papel estelar sin haber ensayado.
—Buenos días, señores, agradezco su presencia. Ya saben ustedes la situación de la empresa, así que pasaré por alto ese punto y solo les expondré un proyecto.
Nadie dijo una palabra, pendientes de lo que saldría de mis labios.
—Claudio Contini-Massera estuvo trabajando en un proyecto que dejó inconcluso y que yo pienso proseguir. Uno cuyo resultado será tan importante para la humanidad que dudo mucho que pueda haber otro descubrimiento similar en muchos años. Tengo la responsabilidad de que se lleve a cabo, y cuando esto ocurra, el capital de La Empresa será recuperado y multiplicado con el consiguiente beneficio para todos los accionistas. Les pongo al corriente para que no ejecuten ninguna acción contra la compañía en un plazo de seis meses, que calculo sería el tiempo necesario para completar las negociaciones, las cuales no las expondré hasta nuestra próxima reunión por tratarse de un secreto que no debe ser revelado por cuestiones de seguridad.
—¿Es el motivo de la presencia del guardaespaldas? Su tío, que en paz descanse, nunca tuvo necesidad de traer a Nelson a las asambleas —dijo Bernini, cuyo rostro había pasado de la sorpresa al escepticismo.
—Es por ese motivo que él no está con nosotros —afirmé con temeridad.
—Vamos, jovencito, su tío murió por un infarto de miocardio, eso lo sabemos todos —insistió él.
Sopesé bien qué podía dejar entrever y dije lentamente:
—En efecto, así fue. Pero ese infarto hubiera podido evitarse de haber habido más colaboración de parte de ustedes.
Un rumor recorrió la sala, y por un momento pude contemplar casi con claridad ante mis ojos, el acto de la Última Cena.
—Joven Claudio, él estaba enfermo, mientras usted se daba la gran vida en los Estados Unidos… ¿A qué viene ahora echarnos la culpa de la salud de su tío? —arguyó Bernini.
—Yo estaba en una misión especial. Mi tío cargaba con toda la responsabilidad del descubrimiento que llevó a La Empresa a la bancarrota, su salud estaba deteriorada por envenenamiento químico, pues él se prestó de conejillo de Indias para llevarlo a cabo. Aparte de eso tuvo dos atentados contra su vida. Es todo lo que puedo decir.
—Lo que usted nos está pidiendo es inaceptable. Claudio Contini-Massera hizo uso indebido del capital que le confiamos…
—Del cual la mayoría era de él —interrumpí con vehemencia—. Señores, no piensen que la muerte de mi tío ha cambiado las cosas. Compórtense como si estuviese con vida. ¿Actuarían ustedes en su contra sabiendo lo que ahora conocen? ¿Por qué ahora que está muerto deciden hacerlo? ¿Es porque yo, Dante Contini-Massera soy el que está al frente? No sé qué idea equivocada tienen de mí, señores, en todo caso, denme el beneficio de la duda. No propongo nada descabellado: seis meses. Es todo. No les estoy pidiendo dinero.
—¿Usted estaba en una misión especial? —Interrumpió Bernini, que parecía haberse convertido en el asesor del enemigo—. ¡Vamos, hijo, todo el mundo sabe qué clase de misión especial tenía usted!
Yo le clavé la mirada con la mayor calma que pude. No podía dejar que me faltase al respeto, fue una de las primeras reglas que tío Claudio me había enseñado.
—Señor Bernini, ¿en qué bando se encuentra usted? Me da la impresión de que trabaja para la competencia. Creo que tendré que revisar su posición en esta organización.
—¡Joven Dante!, me está faltando el respeto, llevo muchos años asesorando…
—Llámeme señor Contini-Massera, por favor. Y así guardaremos mejor las formas.
No sé si mi parecido físico a tío Claudio fue lo que surtió efecto, pero el hombre cerró lentamente la boca como si se empezara a arrepentir de lo que estaba por decir. Fue como una reacción en cadena. La sala volvió a quedar en silencio y esta vez sentí que había ganado unos cuantos puntos ante los diez pares de ojos.
—Les tendré al tanto de todo en cuanto me sea posible. Necesito saber si están ustedes de acuerdo.
Algunos murmullos afirmativos se escucharon al principio con cierta timidez, para después elevar el tono. Uno de ellos se dejó escuchar claramente, a pesar de que su voz era bastante más baja que la de los demás.
—Señor Dante Contini-Massera, confiamos en usted como lo habríamos hecho con su tío.
Lo escuché porque cuando él habló todos guardaron silencio.
Se me acercó y me dio la mano, luego me entregó una tarjeta haciendo una pequeña venia. Después de él siguieron uno a uno los demás, como si se tratase de una fórmula ceremonial. Al final quedé con nueve tarjetas en las cuales pude leer los nombres más insospechados.
—Usted sabe, don Dante, estoy para lo que se le ofrezca. No lo dude, por favor —me dijo con su voz cavernosa el primero que se había acercado a mí, Giordano Caperotti—. Espero que esté haciendo lo correcto. Tiene seis meses, recuérdelo. Dio vuelta y su traje negro y su espalda encorvada, me trajo la vaga idea de un buitre.
Y como si tuviesen un tácito acuerdo, todos fueron saliendo de la sala. El último fue Bernini, quien me ofreció su mano lánguida y se despidió. Me quedé únicamente con Nelson, que seguía parado como un tótem y me miraba con una admiración incipiente. Las últimas palabras de Caperotti me sonaron claramente a una amenaza. Había pasado la primera prueba, y era solo el comienzo.