La clave

Nicholas Blohm era el prototipo del hombre americano, según la imagen que tengo de ellos. Se meten de manera asombrosamente fácil en terrenos que no les incumben, sienten que el mundo es libre y les pertenece, que pueden hacer de él lo que quieran, apelando a la famosa libertad de expresión, de la que hacen uso indiscriminado y que se ha expandido como una enfermedad contagiosa por todo el mundo occidental. Y no es que yo tenga nada en contra, pero me molesta profundamente cuando en nombre de ella exhiben en público, sin escrúpulos, los secretos que pertenecen a cualquier individuo. Por dinero son capaces de todo. Me equivoco: por dinero y por la fama. Y yo de ninguna manera permitiría que el americano se hiciera rico a mi costa. Pero requería de «sus servicios» y debía comportarme de una manera diplomática.

Reconozco que me dio un poco de lástima verlo aparecer al lado de Nelson. Desgarbado, con una ropa que parecía una talla mayor a la de él y vestido con la chaqueta de cuero negra del día anterior, desgastada por el uso pero que hacía perfecto juego con su personalidad. Tenía una expresión que me recordaba a la de un perro apaleado. Sus oscuras cejas caídas le daban un aspecto triste, aunque en su mirada celeste se podía entrever la agudeza y cierta forma de inteligencia que más corresponde a los que trabajan con la mente.

—Tome asiento, señor Blohm, ¿cómo se siente?

—Bien, gracias. ¿Podría entregarme el manuscrito? —dijo Nicholas, mirando el escritorio.

Le alargué el manuscrito. Él lo retuvo pegado al pecho.

—Nelson, dile a Fabio que lleve la maleta del señor Blohm a su habitación. —Ordené al guardaespaldas. Nicholas no parecía sorprendido—. Señor Blohm, he pensado que podríamos llegar a un acuerdo.

—Le escucho.

—Usted dice que tiene la clave para encontrar la parte faltante de la fórmula de mi tío Claudio. De ser así, le doy permiso para que escriba su novela utilizando nuestra historia. Creo que es lo justo.

Sentí el interés que había despertado la posibilidad en el americano. Su actitud era otra, se levantó del sillón y caminó de un lado a otro sin decir una palabra. De pronto se detuvo y dejó el manuscrito sobre el escritorio.

—¿Tiene la hoja?

Recordé que él sabía tanto de los documentos como había leído en el manuscrito. Fui al escritorio y se la mostré. La retuvo en sus manos como si agarrase el Antiguo Testamento, escrito por el mismísimo Dios. Lo sostuvo por las puntas y lo colocó con cuidado sobre el escritorio.

Miró largamente las líneas escritas por tío Claudio.

«Querido Dante, usa la caja fuerte para guardar los documentos, espero que recuerdes la combinación. Te deseo toda la suerte de la que puedas disponer, así como también apelo a tu memoria: Meester snyt die keye ras/ myne name is lubbert das. Si no puedes con esto, invoco al libro rojo. Y recuerda: Las letras y los números primos, se guardan como un tesoro. Confía en las personas más cercanas a ti».

A pesar de que eran instrucciones muy personales, consideré necesario que las leyera, podría ser que también allí se encontrase la clave.

—Es indudable que su tío confiaba en que usted apelase a su memoria. Lo dice repetidamente. En el manuscrito también lo leí. Y creo que la clave está en la forma como le enseñó a leer a usted. Creo recordar que solía cantar una canción que parecía un sonsonete.

—¡Claro!, fue así como aprendí a memorizar las letras: «A, más B, más C, más D, más E… son uno, y dos, y tres, y cuatro…» —entoné, buceando en mis recuerdos.

—Exacto. Fue tal como lo leí en el manuscrito —afirmó Nicholas con una sonrisa de satisfacción.

—¿En serio?

—¿Tiene usted la nota de su tío que le entregó fray Martucci?

—Sí. Aquí está.

Nicholas leyó la nota con cuidado y después de examinarla la colocó al lado de la hoja.

Mi querido Dante,

Tengo tanto que decirte, quiero que sepas que las horas más felices las pasé contigo, te enseñé tus primeras letras, y deseo que tus primeros pasos sin mí te recuerden que hay tesoros más duraderos que el dinero. Confía en Francesco Martucci, es mi mejor amigo. Y sobre todo, confía en los que te han acompañado toda la vida. Escribo esto ahora pues sé que no me queda mucho tiempo. Quiero dejarte mi posesión más preciada, espero que hagas buen uso de ella; no está registrada en mi testamento. Te la entregará Francesco Martucci en el momento que él crea conveniente. Tú sabrás reconocer las señales en el libro rojo. Y, por favor, cuídate.

Ciao, mio carissimo bambino.

Claudio Contini-Massera.

—Segunda referencia al libro rojo. Debemos buscar un libro rojo, ¿sabe dónde se encuentra?

Negué con la cabeza. Tomó un bolígrafo y me pidió una hoja de papel.

—Dejaremos eso para después. Las palabras que se repiten son: primeras, letras, tesoro, libro rojo… Recuerdo al leer el manuscrito algo así como que podría recordar las letras del abecedario si las asociaba con la familia, ¿sabe usted de qué se trata?

—Claro, las letras del abecedario coinciden con los nombres de mi familia:

A – Adriano, mi abuelo.

B – Bruno, mi padre, el primogénito.

C – Claudio, mi tío.

D – yo, Dante.

E – Elsa, mi hermana.

—Y F – Francesco, el cura —recordó Nicholas.

—Él no cuenta. No lo consideraba de la familia, jamás lo vi hasta hace unos años y ahora.

—Pero quién sabe, cuantas más posibilidades, mejor, según leí, él formaba parte de la familia, tal vez como un hijo bastardo… —leyó en mi rostro la expresión de desagrado y agregó—: Y cada letra tiene un número, es una de las claves más simples que existen:

A - 1.

B - 2.

C - 3, y así, sucesivamente.

—Resultado: 1 + 2 + 3 + 4 + 5: 15.

—Y 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6: 21. Si contamos a Francesco.

—Pero lo de «tesoro» no me parece que se refiera a los números.

Nicholas cruzó un brazo sobre el pecho y se agarró con la otra mano la barbilla, como tratando de recordar algo. De pronto hizo sonar los dedos y exclamó:

—¡Sabía que se me estaba escapando algo! En el manuscrito había una parte en la que recordabas una biblioteca encadenada, ¿cómo se llamaba?

—¿Hereford? —sugerí, sin asombrarme demasiado de que hubiera empezado a tratarme con más confianza. Cosa de americanos.

—Sí. Pensabas en lo que tu tío había dicho, algo así como que si tuviera un secreto que guardar lo haría allí, dentro de uno de esos libros, y nadie podría robárselo, pues están encadenados. ¿Te dice algo eso?

Lo pensé un rato. ¿Sería posible que tío Claudio hubiese guardado algo tan íntimo como un secreto en una biblioteca pública? No parecía lógico. Pero era cierto, él lo había dicho.

—Cuando aquello yo era un niño, Nicholas, tal vez lo hizo para distraerme, me refiero a que a los niños se les cuentan muchas cosas para avivar su imaginación… —respondí en el mismo tono de cercanía con el que Nicholas parecía sentirse tan a gusto.

—Pero encaja, tiene sentido. Para él los libros eran un tesoro, así lo decía, ¿no? Las letras, los nombres, la familia, los libros, es como si estuviera indicándonos el camino.

Asentí, pensando que él creía con firmeza en lo que pensaba. Definitivamente había que ser ingenuo para creerlo. Aun así le seguí el juego, no tenía otra posibilidad a la vista.

—Supongamos que todo tiene sentido, como dices, ¿cómo encajan los números? Tenemos el 15 y el 21. Podría ser cualquiera de los dos, supongamos que sea el 21, ¿será un tomo?, ¿de qué? ¿Qué clase de libro tendría el número 21?, ¿o el capítulo 21?, ¿o la página 21? ¿Te das cuenta de las infinitas posibilidades? —elucubré. Me parecía demasiado cuesta arriba.

—Estoy seguro de que existe una relación, tengo que concentrarme. Debo pensar.

—¿Tú crees, Nicholas, de verdad, poder encontrar la solución a este acertijo? Es necesario que me digas la verdad.

—Te prometo que sí.

—Eso espero. Hay mucho en juego.

—Necesito pensar, hay algo que se me escapa. —Cogió el manuscrito y lo abrió. Pasó las hojas como si esperase encontrar algo entre ellas.

—Fabio te llevará a tu habitación, Nicholas, serás mi huésped hasta que logremos encontrar la respuesta.

Al quedar a solas, supe que el futuro de la Empresa dependía de que yo pudiera encontrar la fórmula de Mengele. El futuro de la compañía y el de la humanidad. Si tío Claudio había arriesgado tanto para obtenerla, debía valer mucho. Él jamás invertía sin obtener ganancias que quintuplicasen su inversión, aunque de manera inexplicable había dejado que su fortuna desapareciera.

El día siguiente sería mi prueba de fuego. Debía convencer a los accionistas de que esperasen antes de ejercer acciones contra La Empresa. Lo contrario sería la ruina total. Y al pensarlo me asombraba hacerlo en esos términos, ¿desde cuándo para mí todo aquello era tan importante? No acertaba a comprender el cambio que se estaba operando en mí, hasta hace unos días desinteresado de los negocios de mi padre.