El testamento

—Su madre llamó. Dijo que era urgente.

Fabio me dio el recado apenas entré. Como siempre, mi madre tenía urgencia. Probablemente querría hablar sobre la lectura del testamento. Y no me equivocaba. La llamé y poco después escuché su voz al teléfono. Mi madre suele utilizar inflexiones graves y muy elegantes cuando da órdenes.

—Recuerda que la lectura es mañana a las diez. Los abogados dieron aviso a todas las personas involucradas, nos reuniremos en su despacho. ¿Sabes dónde, no? —Inquirió como si yo no fuese capaz de llegar a la dirección correcta.

—Sí, mamá. Estaré allí sin falta.

Volvieron mis temores. Después de la lectura del testamento, sabía que tarde o temprano me enfrentaría a la junta directiva de la Empresa, esta vez representando a Claudio Contini-Massera. ¿En qué estaría pensando él cuando decidió hacerme responsable de todo? Aquello me abrumaba por el peso que suponía y por lo mucho que debí significar para él. Deseaba poder estar a su altura. Con sinceridad, en ese momento fue lo que más deseé.

Fabianni, Estupanelli & Condotti, la firma de abogados que velaba por el testamento de tío Claudio quedaba en el último piso de un bloque colindante con la Piazza Navona. A las diez de la mañana nos encontrábamos en la sala de reuniones y Fabianni ocupaba la cabecera de la mesa. Estupanelli, Condotti, y otros dos hombres cuyos rostros creí reconocer como miembros de la Empresa, ocupaban los asientos a su lado. Mi hermana y mi madre estaban sentadas frente a mí.

—Los señores Bernini y Figarelli pertenecen a los estudios jurídicos que representan a la Empresa, y han traído el informe financiero de la compañía —presentó Fabianni—. Primero daremos lectura al testamento.

Mi madre asintió con impaciencia y Fabianni abrió la gran carpeta que tenía delante:

Claudio Contini-Massera - Mi última voluntad y testamento.

Un asistente nos repartió copia del documento «para que todo nos quedase claro», explicó Fabianni.

Leí la mía mientras escuchaba la voz de Fabianni. En ella decía claramente que yo heredaría la totalidad de los bienes de mi tío. Incluyendo el título nobiliario. Había pequeños legados para mi madre y mi hermana que les permitiría vivir aunque no tan holgadamente como hasta ese momento. Creo que fue lo que ocasionó que mi madre torciera el gesto y alzara las cejas como preguntando si no estarían equivocados.

No hubo mucho tiempo para prestarle más atención, pues Fabianni apenas terminó de leer, dijo que Bernini nos explicaría la situación financiera de la Empresa.

—La Empresa, compañía que dirigía el señor Claudio Contini-Massera como accionista mayoritario y fundador, tiene un activo aproximado de tres mil millones de dólares. Sin embargo… tiene deudas que superan los cuatro mil millones de dólares.

Pensé que no había escuchado bien. Quedé pegado al asiento y fui incapaz de mover un dedo, me sentí paralizado. Mi madre, en cambio, pegó un salto.

—¿Qué clase de broma es esta? ¡No puede ser cierto!

Yo deseaba intensamente que fuese una broma, pero algo me decía que era verdad. Sentí como si la losa de mármol negro que cubrió al tío Claudio hubiese caído sobre mí.

—Mamá, tranquilízate —dijo mi hermana.

—No puedo, Elsa, no es posible, debe haber una explicación.

—Y la hay, signora —enfatizó Bernini. Luego me miró a mí.

—En el pasado, Claudio Contini-Massera ganó millones en la bolsa, a pesar de ello, tomó préstamos importantes. Cuando los intereses empezaron a subir, pensó que sería algo momentáneo y que volverían a bajar, y siguió comprando títulos a largo plazo. Los bancos le dieron crédito por su reputación, pero él siguió invirtiendo en valores de alto riesgo, y los préstamos se tornaron impagables por las refinanciaciones. También figura que hubo ganancias, muy altas. Pero no entraron a la Empresa. Lo cual indicaría que él estaba desfalcando su propia compañía En pocas palabras: financiaba la compra de valores utilizando como garantía los ya adquiridos, es decir, operando ilegalmente. Por desgracia, las tasas de interés experimentaron una de las subidas más extraordinarias de la historia financiera y sus préstamos no llegaron a cubrir sus deudas acumuladas.

—¿Y dónde fueron a parar esas altas ganancias que usted dice que tuvo?

—No lo sabemos, señora Contini.

Yo sí lo sabía. Estaba seguro que todo ese dinero fue destinado a las investigaciones de la maldita fórmula de Mengele.

—Quiere decir que no recibiremos nada.

—Usted y su hija, sí, señora, hay un aparte con una cuenta bancaria, cuyo fideicomiso lo tendrán los abogados. Recibirán una cantidad mensual. No se preocupe.

—Por supuesto —contestó mi madre con una sonrisa sarcástica. Se levantó de su asiento y miró a mi hermana. Salió sin despedirse, y Elsa antes de ir tras ella, me puso una mano en el hombro.

—Tranquilo, hermano. Buscaremos una solución. —Me dio un beso en la mejilla y se fue.

Miré a Fabianni. Percibí en sus facciones bonachonas algo parecido al gesto de condolencia de los entierros. Y de eso sabía bastante.

—Señor Contini-Massera, tal vez le interese saber que su tío hipotecó la villa Contini, pero hizo un trato con el banco y puede usted seguir ocupándola hasta un año más.

Yo no presté mucha atención a lo que dijo. Sólo entendí que por el momento podría estar allí. Busqué con la mirada a Bernini, que parecía rehuir a la mía.

—Señor Bernini, mañana a las nueve de la mañana deseo hablar con la junta directiva de la Empresa. Quisiera que todos estuviesen presentes.

Él me miró como si yo fuese una sombra.

—¿Podría saber cuál es el punto a tratar?

—Debo informarles que estamos en quiebra.

—Eso ya lo saben. Y están tomando las previsiones del caso…

—Con su ayuda, supongo.

Bernini guardó silencio al ver mi cara. Tal vez recordó al tío Claudio.

—No creo necesaria esa reunión, señor…

—No le estoy pidiendo permiso, señor Bernini. Quiero a todos reunidos allá mañana, incluyéndolos a ustedes. Tengo algo muy importante que decirles.

No esperé a que me respondiera, me despedí y salí al mejor estilo del tío Claudio.

Camino a la villa llamé a Martucci. Él literalmente se quedó mudo cuando le conté que era más pobre que antes.

—Martucci, usted dijo que los dos millones que mi tío había salvado del corredor de bolsa estaban a buen recaudo.

—Lo están, Dante. Y a su disposición, en mi cuenta.

—Por lo menos me servirán para lo que pienso hacer.

—¿Es lo que me estoy imaginando?

—Pienso emprender la búsqueda del tesoro —dije en tono de broma, para distender un poco la situación.

—¿Tiene alguna persona de confianza como para que maneje dinero? Recuerde que usted no puede tener mucho efectivo en su cuenta, pues le sería embargado.

Pensé en Pietro. El bueno y fiel Pietro que había quedado en el apartamento en Nueva York.

—Sí. Lo llamaré hoy más tarde para darle el número de cuenta, fray Martucci. Mañana usted podrá hacer la transferencia.

Esa noche debía comunicarme con Pietro y Nicholas Blohm tenía que ponerse en contacto conmigo; tal vez sería quien me ayudase a salvar la Empresa. Pero era mejor que no lo supiera, si no, sus demandas serían insostenibles.

Al fin pude sentarme a leer los documentos que me entregó Martucci. Abrí el tubo y alisé las hojas con cuidado. Estaban escritas cronológicamente en latín con indicaciones en alemán. En la primera hoja, sin embargo, había una nota con la letra del tío Claudio. Unas palabras bastante crípticas:

Querido Dante, usa la caja fuerte para guardar los documentos, espero que recuerdes la combinación. Te deseo toda la suerte de la que puedas disponer, así como también apelo a tu memoria: Meester snyt die keye ras/ myne name is lubbert das. Si no puedes con esto invoco al libro rojo, y recuerda: Las letras y los números primos, se guardan como un tesoro. Confía en las personas más cercanas a ti.

En esos momentos comprendí la confianza que tenía en mí. Yo no era nadie para juzgarlo, tuvo que tener motivos muy fuertes para haber quebrado La Empresa, y era mi deber no esconder la cara. Volví a leer las palabras, pero mi memoria no me ayudaba. ¿Por qué él dejaría eso en clave en lugar de decirme directamente lo que quería? ¡Había hablado tanto con él! ¿A qué libro rojo se referiría?

Obviamente, yo no tenía la mente tan despejada como para dilucidar el enigma. Según Martucci, debería saberlo, pero no era así. Dejé los documentos en la caja fuerte y puse la hoja a la vista, sobre el escritorio. Marqué el número del apartamento en Nueva York. La voz apacible de Pietro atendió al repicar el teléfono por tercera vez.

—¿Pietro?

—Don Dante, qué gusto escucharlo.

—Tío Claudio falleció.

—Lo siento tanto, don Dante… —dijo Pietro. Su voz parecía que se quebraría en cualquier momento.

—Gracias, Pietro. No sé cuándo regresaré a Nueva York, debo solucionar algunos problemas. Por favor, dame el número de tu cuenta corriente que haré una transferencia.

Me dictó el número y en ese instante y por primera vez, conocí su apellido. Después de tantos años supe que se llamaba Pietro Falconi.

—Cuando se haga efectiva, Pietro, necesito que hagas un cheque y lo entregues personalmente.

Le di las señas de Irene y pude respirar tranquilo por esa parte. Me había prestado cinco mil dólares y yo le devolvería diez, como le había prometido. Sé que no estaba para tirar el dinero, pero había dado mi palabra y no quería problemas con ella.

—Está bien, señor Dante, esperaré la transferencia y seguiré sus instrucciones.

Sentí que le debía una explicación. El viejo Pietro estaba solo, prácticamente abandonado, en un país que no era el suyo y quién sabe cuánto tiempo más debería quedarse allí.

—Pietro, es importante que sigas allá, pues necesitaré de tu cuenta corriente para mover un dinero, ¿comprendes? No es nada turbio, sólo es cuestión de seguridad.

—Como usted diga, don Dante. No se preocupe, cuidaré su dinero como siempre lo hice.

—Y por favor, cóbrate lo que te debo, sé que has estado cubriendo los gastos con tus ahorros.

Conociendo a Pietro, estoy seguro de que se sentiría avergonzado. Me alegré de tenerlo a mi servicio. Otro acierto de tío Claudio.

Cuando Martucci llamó esa noche le di el número de la cuenta adonde debería transferir los dos millones. Pietro me reenviaría el dinero por la Western Union cuando lo necesitase, en pequeñas transferencias y así no figuraría en mi cuenta. Miré la hora, eran pasadas las siete, en cualquier momento Nicholas Blohm haría sonar el teléfono. No bien lo pensé, apareció el mayordomo.

—El señor Nicholas Blohm está al teléfono, señor Dante —dijo Fabio, alcanzándome el aparato.

—Buenas noches, señor Blohm.

—Señor Contini, ¿hasta cuando me va a tener secuestrado en este hotel?

—Usted es libre de caminar por donde quiera, supongo que tiene llave de su habitación…

—Sabe a lo que me refiero.

—¿En qué hotel se encuentra?

—En el Viennese Rome.

—Déme la dirección. Enviaré a alguien por usted.

—Está en la Via Marsala, a unos metros de la estación Termini.

—Por favor, espere a Nelson en la recepción y traiga su equipaje. Tenemos mucho de qué hablar.

—Mi maleta está en un casillero en el aeropuerto.

—Él lo llevará adonde usted le indique.