Y así llegué a este punto. Tenía frente a mí a un norteamericano desconocido, que juraba que todo lo que me había contado, lo había leído en un manuscrito del cual no existía una palabra escrita. Y por alguna extraña razón, yo le creía. No tenía el aspecto de ser un hombre peligroso, aunque había aprendido a no fiarme de las apariencias. Lo insólito de todo es que sabía mucho. Más de lo que yo apenas me había enterado ese día. Eso le daba una ventaja, pero no terminaba de comprender por qué deseaba ayudarme.
—¿Qué desea a cambio? —pregunté.
—Quiero formar parte de la búsqueda del secreto que le dejó su tío Claudio.
—¿Y qué le hace pensar que yo lo permitiré?
—No creo que tenga otra opción. Señor Contini, no deseo chantajearlo, si es lo que piensa. Verá usted, estoy seguro de que la extraordinaria historia de su tío es digna de una novela, puedo relatarla sin mencionar sus nombres, sólo necesito participar en los acontecimientos. No le pido nada del otro mundo.
—¿Y si me niego?
—Podría escribir la novela con lo que sé, son muchos los secretos que podría utilizar. La relación de su tío con Mengele, la fórmula en la que estará interesada más de una empresa farmacéutica, eso sin contar los trapos sucios de la familia…
—Si eso no se llama chantaje… es usted muy arriesgado, señor Blohm. No puedo tomar una decisión en estos momentos. Debo pensarlo, le prometo que tendrá una respuesta. Comuníquese conmigo mañana por la noche y le diré qué he decidido.
Vi que Nicholas Blohm me miraba como esperando algo.
—¿Comprendió lo que le dije? —le pregunté.
—Sí, lo llamaré mañana en la noche. ¿Me puede dar un número adónde llamarlo?
—¿No estaba en el manuscrito? ¡Ah! Ciertamente, se ha borrado… —comenté con ironía.
Escribí en una libreta que había en la consola y arranqué la nota. No deseaba que él tuviese una tarjeta mía. Se la extendí y llamé a Nelson.
—¿Puede devolverme el pasaporte?
—El pasaporte se quedará conmigo, así como el billete de avión. Pero puede llevarse su cartera. Espere un momento.
Abrí su billetero y saqué las tarjetas de crédito, así como cualquier tarjeta, papel o documento que pudiera identificarlo. Únicamente le entregué el dinero y unas llaves.
—Pero es imposible, no puedo andar por ahí sin documentos, en cualquier hotel me pedirán identificación. Esto es ilegal… mis tarjetas de crédito… Me quejaré ante la embajada norteamericana.
—Hágalo, y me haría un gran favor. O Puede decirle al taxista que lo lleve a algún hotel donde no le pregunten ni el nombre. Le sugiero que acompañe a Nelson, señor Blohm. Espero su llamada.
—Al menos déme el manuscrito —pidió con desesperación.
—El manuscrito se quedará conmigo hasta que nos volvamos a ver.
Nicholas Blohm me miró y meneó la cabeza; capté la angustia en sus ojos, mientras Nelson con su mutismo insistente le decía que ya era hora de dejarme tranquilo. Vi sus espaldas desaparecer tras la puerta y tomé el pasaporte, el billete y el resto de sus cosas, y los llevé a mi habitación. Era preciso que hablase con Martucci ese mismo día. Nicholas Blohm se había metido en mi vida y le costaría caro. Sabía que él podía solicitar otras tarjetas de crédito, aduciendo que se le habían extraviado, pero sería un obstáculo más. Y por cierto, no tenía identificación. Por otro lado, su cara de terror me causó una honda satisfacción, no sé qué habría pensado él que yo podría hacerle, en todo caso, tendría algo de qué preocuparse.
Me comuniqué con Martucci llamándolo al número privado que me había entregado hacía poco menos de una hora.
—Abad Martucci, ha surgido un problema, no creo conveniente hablarlo por teléfono, por favor, diríjase a algún lugar donde pueda pasar por usted.
—Estaré a cien metros después de La Forchetta en… —hizo una pausa— media hora.
Me gustaba Martucci. Comprendí por qué el tío Claudio confiaba en él. No hacía preguntas inútiles, no dudaba, era directo. En cierta forma era reconfortante tenerlo de mi lado. ¿Qué habría hecho tío Claudio en esas circunstancias? ¿Seguirle el juego al americano? ¿Desaparecerlo? La idea no era mala. Pero no me podía dar ese lujo. Por otro lado, ¿cuánto mal podría hacerme Nicholas Blohm? A mi modo de ver era un sujeto que intentaba, según él, escribir una novela a cualquier precio.
Fui al garaje y elegí un coche azul marino, el único de apariencia ordinaria, un Fiat que era utilizado por el servicio para hacer las compras. Tenía vidrios oscuros y podía pasar desapercibido.
Martucci estaba de pie en una esquina. Lo reconocí pese a que no iba con su hábito.
—Espere a que le cuente. No lo va a creer —le advertí apenas subió al coche.
—Créame, signore mio, en mi vida he escuchado casi de todo. Tenga esto.
—¿Qué es?
—Este tubo contiene los documentos. En la primera hoja están las indicaciones.
—Será mejor que nos fuéramos a la villa, no quiero andar por las calles de Roma, allá estaremos seguros.
—Pensé que la sua mamma estaría instalada allí.
—Ella prefiere su casa en Roma, yo estoy en la villa porque no deseo hospedarme en casa de mi madre.
Él asintió, y en el camino le hice un recuento de lo sucedido con el americano.
Fray Martucci parecía pensativo. Estoy seguro de que su mente trabajaba afanosamente.
—¿Nunca se cruzó con el americano en los Estados Unidos? ―preguntó Martucci.
—Jamás lo vi antes. Lo peor de todo es que yo le creo. No sé por qué, pero me parece que lo que dice es cierto. El manuscrito lo tengo en mi poder, así como también su pasaporte y sus tarjetas de crédito.
Martucci sonrió levemente, lo noté y él se dio cuenta.
—Creo que Claudio hubiera hecho lo mismo —dijo—. Es una pena que él no lo pueda ver ahora.
Al llegar a la villa fuimos directamente a mi habitación. Le mostré el manuscrito, que no era más que un poco de hojas vacías con tapas negras, anillado.
—No parece nada extraordinario. ¿Ha contemplado la posibilidad de que el sujeto esté loco? Hay mucho insano en este mundo, y los americanos son especialmente susceptibles de serlo.
—En todo caso sería una locura clarividente. Me dijo con todo lujo de detalles lo que usted me ha contado, y más. ¿Cómo podría alguien saber algo así?
—Supongamos que el americano dice la verdad y que esto —puso la mano en la tapa del manuscrito—, sea una especie de libro de la vida. No voy a cuestionarlo ahora. El asunto es: ¿Por qué? ¿Por qué precisamente sucedió con ese hombre? ¿Cuál es el motivo por el cual la vida de Claudio Contini-Massera apareció aquí? ¿Qué desea él? ¿Escribir una novela con un argumento que forma parte de la vida de unas personas? No parece ser muy inteligente. Con lo que sabe, ya hubiera podido empezar a escribir, y el resto, inventarlo. Ni siquiera es un buen escritor. Eso es seguro.
—Dijo que quería ayudarme a buscar el secreto que me dejó tío Claudio.
—¿Se refiere a las palabras que debe recordar? Eso lo podría hacer usted sin su ayuda.
—Es cierto. Pero no tengo idea por dónde empezar.
—¿Y el americano cree poder ayudarlo?
—Dijo que recordaba todo lo que estaba escrito y que las claves estaban allí.
Francesco Martucci se tocó la barbilla mientras caminaba despaciosamente de un lado a otro de la habitación mirando el suelo.
—¿Se da usted cuenta de que si el americano contribuye a encontrar las claves también tendrá acceso a la valiosa fórmula?
—Sí. Pero no necesariamente podrá hacer uso de ella.
—¿A qué se refiere?
—No creo que él sepa el final de «la novela» —dije, intentando no parecer demasiado irónico—. El final puedo escribirlo yo. Claro, no de manera literal, pero puedo hacer que sucedan cosas.
—Usted no es un personaje de novela, Dante —enfatizó con impaciencia Francesco Martucci.
—Ya lo sé. Sólo me pongo en su situación, él ha leído una parte de un manuscrito donde yo aparezco. Después, yo puedo hacer que sucedan cosas. Es como ser libre, ¿me comprende?
—Por lo que veo, se dejará ayudar por el americano.
—Viéndolo de esa forma, sí. Hasta cierto punto es emocionante.
—Empieza a hablar como Claudio, ¡andiamo! ¡Esto no es un juego, Don Dante!
—Tranquilo, Martucci, creo que sé cómo llevar todo esto. Tal vez el americano me sea útil. En todo caso, necesito su complicidad, y por la memoria de mi padre, su gran amigo Claudio, usted debe prometerme que cumplirá lo que aquí pactemos.
Martucci me miró con sus extraños ojos, como si estuviera tasándome. Pero había algo más que su actitud aparentemente concienzuda, no podía ocultar. El temor se reflejó en un gesto que trató de parecer indiferente.
—Un pacto…
—¿Le teme a dar su palabra?
—No es a eso a lo que temo.
—¿Entonces?
—Tengo miedo de morir antes ―dijo Martucci en tono sombrío.
—¡Qué dice! ¡Todos moriremos algún día!
—Lo sé. Pero yo tengo razones para pensar que puede suceder antes de lo que quisiera.
—Es por la radiación, ¿verdad?
—Yo estuve menos expuesto a ella. Quien sí lo estuvo y más de una vez fue Claudio.
—¿Dónde se encuentra el cofre ahora?
—Lo tengo a buen recaudo. Créame, es mejor que no lo sepa, por su seguridad.
Era todo lo que tenía que saber. Le expliqué mi plan a fray Martucci y él, como supuse, estuvo de acuerdo. Se persignó tres veces y miró al cielo. Después soltó un: «¡Qué diablos!», que me dejó boquiabierto.
Fui con él al centro de Roma y lo dejé en una esquina.