Roma. Italia, Cementerio Protestante
Noviembre 12, 1999 – 10:30 am
El taxi lo dejó justo en la entrada del cementerio. Nicholas entró y se entretuvo mirando las tumbas, descuidadas, así como la gran cantidad de felinos que parecían haberse apropiado del lugar. Echó un vistazo al reloj de muñeca y se dirigió a la entrada. En cualquier momento el Maserati plateado aparecería y se estacionaría pegado a uno de los muros cercanos al acceso. Había llegado directamente del aeropuerto para poder coincidir con Dante y Martucci en el lugar. Tuvo que contenerse para no lanzar un grito de triunfo al sentir el suave ronroneo del motor del coche de Dante. Tenía frente a sus ojos a los personajes de su novela. Lo que había leído era tal como lo había imaginado. Bajaron del vehículo y entraron en el cementerio; él mantuvo la distancia observándolos con avidez, mientras tomaba nota mental de los hombres que caminaban unos veinte pasos delante.
Ahora se detendrán bajo un árbol, conversarán y después de un rato Dante se apartará de Martucci y se sentará en una lápida tomándose la cabeza entre las manos. Luego de un momento el fraile se le acercará, murmuró Nicholas. Y en efecto, fray Martucci, alto y delgado, caminó lentamente hasta situarse frente a Dante.
Nicholas esperó limitándose a observar. Sabía paso a paso lo que harían, incluso, lo que estaban hablando y lo que sentía cada uno de ellos. Esperó a que retomasen el camino hacia el mausoleo y se internó entre los arbustos para seguirlos sin ser tan obvio. Detalló a Dante, era un sujeto más alto que Martucci, de cabello castaño claro y contextura atlética. Admiró su porte elegante, su gestualidad tan mediterránea, al igual que la del fraile. La curiosidad que sentía Nicholas hizo que se descuidase. Entonces supo que Dante lo vería, pero que lo confundiría con cualquier turista. Dejó el resguardo entre los árboles y fue directo a la salida. Debía estar preparado para seguirlo, tenía que buscar la manera de acercarse a él. ¿Cómo? Dante era uno de los hombres más poderosos de Italia. O pronto lo sería. Me haré pasar por periodista. Nicholas aún conservaba el carnet del New York Times, donde había sido columnista hasta hacía dos meses.
Detuvo un taxi.
—Por favor, espere un momento —dijo al conductor, esperando que lo entendiese.
Al parecer, el taxista hablaba inglés. Puso en marcha el taxímetro y esperó.
—Siga al Maserati, por favor. De lejos.
Sintió la mirada del hombre por el retrovisor. Por un momento pensó que se negaría, pero siguió sus instrucciones. El Maserati entró al centro de Roma y se detuvo en una calle angosta. Dejó al fraile y luego siguió. No paró hasta llegar a la villa Contini en las afueras. Al traspasar la entrada de los leones de piedra, vio desde la distancia en que se encontraban, que una reja se cerraba tras el coche de Dante. Nicholas se preguntó de dónde habría salido, así como también, la caseta de vigilancia. Aquello no figuraba en el manuscrito.
—Debo hablar con el señor Dante Contini-Massera, vengo de Estados Unidos, trabajo en el New York Times —explicó Nicholas al vigilante.
—¿Tiene alguna identificación?
Nicholas le enseñó el carnet y su pasaporte. Después de examinarlos minuciosamente, el vigilante lo miró directamente a la cara como para memorizar su rostro.
—¿Tiene usted una cita con él?
—No. Pero ¿podría preguntarle si me puede recibir? Debo regresar a mi país esta noche.
—Un momento, por favor.
El guarda entró a la garita y Nicholas observó que hablaba por teléfono. Esperó un buen rato y el hombre se acercó al taxi.
—Está bien. El señor Contini-Massera lo recibirá. Aguarde un momento.
Volvió a la caseta y la reja se abrió.
Recorrieron el sendero arbolado y apareció la villa Contini. La mansión que tantas veces imaginó en esos días. Una rotonda en cuyo centro sobresalía la escultura de piedra de una mujer vertiendo agua de un cántaro, daba un encanto especial a la villa. El taxi se detuvo justo frente a la entrada principal.
—¿Podría esperar? No sé cuánto voy a tardar, pero salir de aquí sin coche me será difícil.
El hombre echó un vistazo al taxímetro. Y le devolvió la mirada.
—Va bene, signore… Aquí lo espero.
—Gracias.
Nicholas subió hasta la entrada. La enorme puerta tallada se abrió antes de que pulsara el timbre.
—Buenas tardes, pase, por favor. El señor lo recibirá en unos momentos, sígame.
El lujo de la casa sobrecogió a Nicholas. Siguió al mayordomo y entró en un salón que más parecía formar parte de un museo que de la vida normal de una familia. Tomó asiento en uno de los sillones y esperó por un buen rato. Al cabo de nueve minutos apareció Dante en el umbral.
—Buenas tardes, señor Blohm. Dígame, por favor, ¿en qué puedo serle útil?
Por breves instantes Nicholas se quedó paralizado. Tenía frente a él al personaje de su manuscrito. Se puso de pie y le extendió la mano; le urgía tocarlo.
—Señor Contini-Massera, soy columnista de sociales del New York Times. Antes que nada, quiero manifestarle mis condolencias, su tío, el conde Contini Massera fue un personaje conocido en los círculos sociales y financieros de mi país —aventuró Nicholas.
—No lo sabía. Le agradezco sus palabras, ¿desea usted que hablemos de mi difunto tío? —respondió Dante invitándolo a sentarse.
—En realidad, a quien venía a entrevistar es a usted.
—¿Una entrevista? ¿Y de qué podría hablar yo? —inquirió Dante, con extrañeza.
—A la muerte de su tío, usted heredará su fortuna, ¿no es así? Es una noticia que muchos desearían saber. ¿También heredará el título?
—Me temo que no puedo responder a esas preguntas, señor Blohm. Son asuntos absolutamente personales.
—Le comprendo perfectamente, señor Contini, pero ya que he llegado hasta aquí, ¿podría decirme algo, cualquier cosa, para que no regrese con las manos vacías?
Dante se quedó callado y una imperceptible sonrisa se dibujó en su rostro. De un momento a otro se había convertido en una persona importante, y tres días atrás no tenía ni para pagarse el viaje. El hombre que tenía delante no parecía ser uno de esos periodistas de escuela, como los que había visto en las conferencias que diera el tío Claudio. Se le antojaba un primerizo. Como él. Le caía simpático. Si había algo que le gustaba del pueblo norteamericano, era el candor que parecía emanar de su gente.
—He vivido un tiempo en su país. Realicé un master de economía en Yale. Acabo de llegar y me encuentro con la triste noticia de haber perdido al ser más querido por mí. Puede poner en su columna que su muerte me ha causado un gran dolor, y que aún no sé si soy el heredero. La familia es grande, no conozco el contenido del testamento de mi tío, y tampoco me interesa mucho.
—Tiene razón. No estoy de acuerdo con divulgar secretos de familia, mucho menos los económicos. Pero es mi trabajo, y algo he de escribir. Entonces podríamos hablar de su estancia en mi país.
—Fui básicamente a estudiar y a conocer un poco la vida norteamericana.
—¿Dejó alguna persona allá? Me refiero a que dos años son muchos días…
—… y muchas noches, es verdad. —Terminó de decir Dante mostrando una sonrisa que cautivó a Nicholas—. Pero mi mente estaba en los estudios, por supuesto, tuve algunas amigas… Nada trascendente.
—¿Piensa volver? Su regreso a Roma fue intempestivo, supongo que quedaron cosas por hacer.
—Las podría gestionar desde aquí. No tengo pensado regresar pronto.
A Dante le vino Irene a la memoria. Tenía que pagarle el préstamo. Una sombra oscureció su rostro y escrutó el de Nicholas. ¿Quién era ese hombre? Martucci le había advertido de los negocios turbios de Irene.
—Parece que su vida es muy diáfana, señor Contini.
Dante había dejado de prestar atención a las palabras de Nicholas. Algo en la figura de él le hacía recordar un momento, fugaz, pero cada vez más nítido. La silueta de un hombre en el cementerio apareció en su mente.
—Usted me ha estado siguiendo, ¿verdad?
—Sí. Y le ruego me disculpe. Pero lo vi conversando con el cura y no quise abordarlo en el cementerio. —Se le ocurrió decir a Nicholas. Era preferible, a negarlo.
—¿Qué es exactamente lo que usted desea de mí, señor Blohm?
Nicholas suspiró y apretó los labios. Se decidió a hablar.
—Verá, señor Contini. Soy escritor, además de periodista. Su tío, el señor Claudio Contini, siempre me ha parecido un hombre fascinante. Quería conocerlo a usted, y que tal vez accediese a relatarme algo de su familia, me interesan los secretos… sé que su tío le dejó uno. —Nicholas vio el movimiento brusco que hizo Dante.
—No creo que debamos seguir esta conversación, señor Blohm. —Dante se dirigió a una consola y puso la mano sobre ella. El mayordomo apareció casi de inmediato—. Fabio, llame a Nelson, por favor.
El mayordomo desapareció y Dante observó fijamente a Nicholas. Algo no andaba bien.
—Señor Contini, le ruego que me escuche, no soy un ladrón, ni un delincuente. Sólo escúcheme, por favor. Si le contase lo que me ha ocurrido tal vez no lo crea, o quizá piense que estoy loco.
Nelson ocupaba todo el espacio de la puerta de dos hojas. A los ojos de Nicholas ocuparía el espacio de cualquier puerta. Sus casi dos metros de altura se veían imponentes al igual que su musculatura, que resaltaba bajo la camiseta negra pegada al cuerpo como un guante.
—Por favor, Nelson, acompaña al caballero a la salida.
—Señor Contini, está cometiendo un error… yo sólo quería… ¿Qué sucedió en Armenia con su tío Claudio y Francesco Martucci? Y el cofre, ¿qué contiene? ¡Escúcheme! Yo sé algunas…
Dante hizo un gesto y Nelson soltó el brazo de Nicholas.
—Espera afuera, Nelson. Yo te llamaré.
Antes de retirarse, el gigante revisó a Nicholas con gestos rápidos y profesionales. Lo encontró «limpio», aparte de un manuscrito, no llevaba nada en las manos. Le extendió a Dante el pasaporte, un billete de avión y todo el contenido de sus bolsillos.
—Pon todo en la consola, Nelson, gracias. Y usted, tome asiento, por favor.
Dante indicó un sillón con un gesto y luego él se sentó en otro. Abrió el pasaporte y leyó con cuidado los datos, verificó los sellos de entrada al país, y chequeó el pasaje, luego los dejó sobre el pequeño mueble situado a su izquierda.
Nicholas no estaba seguro cómo comportarse, ni cuánto debía decirle. Había ido hasta Roma obsesionado por un manuscrito y la situación se tornaba para él cada vez más complicada. Empezaba a arrepentirse de haber obrado de manera tan impulsiva. Si le contaba la verdad, jamás le creería, no tenía pruebas. El manuscrito estaba en blanco. Y empezaba a comprobar que no todo lo que había estado escrito en él era estrictamente cierto, existían ciertas variables, como la reja de la entrada, el mastodonte que tenía por guardaespaldas, o la personalidad del joven que tenía delante, que para nada semejaba a un inútil e indolente hijo de millonario. Sus gestos, su comportamiento, indicaban que era un hombre muy seguro de sí mismo.
Dante mantuvo el silencio por largos segundos. Sabía cómo hacer sentir nervioso a su adversario, el tío Claudio había sido su maestro, más que un padre. Intuía que el sujeto que tenía enfrente era un buscavidas. ¿Cuánto sabría él acerca de lo que dijo? Pensó en las precauciones que tomó Martucci y que ahora le parecían vanas.
—Bien, don Nicholas Blohm, ahora usted va a responder a mis preguntas. ¿Qué es exactamente lo que ha venido a buscar?
—Señor Contini, como le mencioné, soy escritor. Llegó a mis manos de la manera más extraña un manuscrito. Este, justamente. —Se lo alargó—. En él había escrita una historia sin título. Se refería a un secreto que poseía el conde Claudio Contini-Massera, y que a su muerte se lo había legado a usted por medio del fraile Martucci. Sé que suena insólito, pero debe creerme, es la verdad.
Dante hojeó el manuscrito y vio que estaba en blanco.
—Aquí no hay nada.
—Lo sé. Ese manuscrito es especial. Leí en él mucho acerca de usted, su tío, su familia, pensé que era una simple novela, pero cuando el manuscrito quedó en blanco, en mi desesperación por escribir o rehacer lo que allí estaba, empecé a buscar en Internet y me topé con la noticia de la muerte de su tío. Fue entonces cuando supe que lo que había leído era real, por muy extraño que parezca.
Después de hablar con Martucci, la capacidad de asombro de Dante se había expandido. Tal vez un par de días atrás hubiese actuado de manera diferente, pero el americano parecía creer lo que decía.
—No le voy a decir que le creo, señor Blohm, pero me gustaría que me contase qué fue todo eso que supuestamente leyó en este manuscrito.
Y Nicholas habló. Tenía aún frescas en la mente las líneas que tanto lo habían impresionado. Se mantuvo lo más fiel posible al relato y Dante lo escuchó con atención. Al principio con curiosidad, finalmente la curiosidad se transformó en asombro, cuando finalmente el americano dijo: «Sé que Claudio Contini-Massera era su padre, y sé cuál es la clave para hallar la fórmula».
Al escuchar esas palabras tuvo la sensación de que algo extraordinario estaba ocurriendo en su vida. Siempre y cuando Nicholas Blohm no fuese un vulgar charlatán, obviamente.