Capítulo 12

Villa Contini, Roma, Italia

1975

Claudio Contini-Massera reposaba en su inmensa cama de la villa Contini sin poder dejar de pensar en Carlota, la mujer de su hermano. Si él supiera… pensó. Pero su hermano siempre había sido un hombre indolente en todo el sentido de la palabra. Se conformaba con vivir de las dádivas de su padre, esperando el día en que recibiría la herencia familiar. Al igual que esperaba Carlota. Pero no sucedería. Y no porque él, Claudio, no lo quisiera. Era su padre, Adriano, el cabeza de familia, quien lo había decidido y se lo había dicho apenas el día anterior.

Y su hermano Bruno tampoco sabía que el hijo que su mujer llevaba en el vientre no era suyo. Claudio abrió el segundo cajón de la mesa de noche y extrajo la foto de Carlota. La amó desde el primer día en que la vio corretear por los jardines de la villa Contini. Después fue una chiquilla de quince años que jugaba a ser mujer coqueteando con Bruno y con él. Pronto se dieron cuenta de que ella era más mujer que adolescente y los juegos se transformaron en una lucha constante por llamar su atención, y aunque Claudio sabía que ella lo prefería a él, Carlota escogió a Bruno.

«Hay cierto tipo de mujeres que lleva en sus venas la sangre demasiado caliente», decía la nona, «cuídate de ellas, Claudio, porque una mujer así no está hecha para un solo hombre». Y parecía que Carlota pertenecía a esa casta. Ya antes de casarse con su hermano él la había poseído, o ella a él. Que era casi lo mismo. Nunca le preguntó quién había sido su primer hombre, y en realidad, cuando la tenía delante poco le importaba, solo la deseaba. La misma noche de bodas Carlota hizo un aparte con él en una de las tantas habitaciones de la villa, mientras la fiesta parecía un cuadro de El Bosco cobrando vida. Bruno hacía gala de uno de sus pecados capitales preferidos: la estupidez, y no se le ocurrió algo mejor que emborracharse en su noche de bodas.

Fue Claudio quien tuvo el privilegio de desvestir a la novia, y lo hizo con parsimonia, con todos los sentidos, pues sabía que era la mujer de su hermano. La imagen que dejó en él permaneció imborrable en su mente, así como los momentos de dolor que soportó en la iglesia, mientras veía avanzar a Carlota vestida de novia hacia las manos de Bruno. Los desquitó esa noche librando la batalla de su vida. Sin remordimientos de conciencia, así como Bruno tampoco los tuvo con él. Y su trofeo, Carlota, yacía esa noche nupcial como la Venus de Urbino, con su cabellera suelta, las redondeces justas, y su piel suave y satinada que contrastaba con su alma de hielo en un cuerpo de fiera en celo. Y mientras le hacía el amor, las palabras del cura retumbaban en su mente: «En la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad: los declaro marido y mujer, en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo… Amén», y sus lágrimas se mezclaban con los gemidos de placer de Carlota, que no tenía la mínima idea que lo que él realizaba en esos momentos era un ritual de purificación, que culminó cuando supo después que esa noche había concebido al hijo que lo uniría eternamente al amor de su vida.