A la búsqueda de Josef Mengele
1975 - 1976
Durante el vuelo de regreso, Claudio Contini-Massera no dejaba de pensar en la manera de encontrar a Mengele. Si había dejado ocultos los documentos en Armenia, era porque le habría sido imposible retirarlos. En algunos círculos cercanos al nazismo se rumoraba que era probable que estuviese en Paraguay. El dictador de ese país sureño era muy amigo de algunos alemanes de la posguerra, en especial de los simpatizantes de Hitler, aunque Claudio sospechaba que su predilección por ellos se debía más que nada a intereses económicos. Era allí donde empezaría a buscar. Tenía algunos contactos con el gobierno de Stroessner. Consideró oportuno utilizarlos.
Apenas llegó a Roma sacó copias fotostáticas de cada una de las hojas, y guardó los originales en su caja fuerte. Sería un descubrimiento que revolucionaría la ciencia, estaba seguro. Por lo que pudo deducir, se trataba de los resultados de los minuciosos estudios y apuntes que había hecho de los experimentos con gemelos en Auschwitz. Estaban escritos en latín y por suerte, Francesco pudo leerlos, aunque su pobre amigo se había horrorizado y no quiso seguir traduciendo más.
¿Qué haría un nazi que deseara ocultarse? Pensó. Tratar de pasar desapercibido, obviamente. Tendría otro nombre, y contactos con otros alemanes. Había averiguado que su esposa y él se habían divorciado, que tenía un hijo llamado Rolf, y que la última entrada a Europa la había hecho por Suiza, en 1956, tal vez con la idea de viajar a Armenia para recuperar los papeles, pero algo muy grave debió impedirlo. Esto último lo averiguó cuando conversaba con un amigo de la embajada Suiza, que parecía estar al tanto de lo ocurrido en esa ocasión, debido al alboroto que hacía el gobierno Alemán para deslastrarse de cualquier duda acerca de actuar como tapadera de nazis fugitivos. Lo cierto es que el gobierno de Bonn nunca puso el empeño ni actuó con la diligencia necesaria. La embajada de Alemania Occidental en Asunción, descubrió que Mengele vivía en Paraguay, y cuando solicitó el expediente al ministerio del interior de ese país, le suministraron unos documentos que no contenían nada relevante. Según afirmaron.
Cuando empezó a organizar su viaje a Paraguay Claudio estaba seguro de que Mengele estaba cubierto por el gobierno de Stroessner. Allí iniciaría su investigación. Diez meses después, ya en Asunción, se puso en contacto con Alejandro Von Ekstein, un amigo personal del presidente Stroessner. Iba recomendado por el gobierno suizo, por lo que no tuvo mayores contratiempos para ubicarlo y ser recibido por él. Obtuvo información más fácilmente de lo que hubiera imaginado acerca de algunas amistades de Mengele. Se dirigió treinta kilómetros al norte de Encarnación, a una aldea fronteriza de nombre Hohenau. El pueblo era una réplica de los muchos que existían en Alemania; excepto por las ondulantes palmeras que rodeaban el entorno, Claudio hubiera podido jurar que estaba en Europa. Entró a una taberna, se dirigió a la barra y pidió una cerveza.
—Buenos días, bonito lugar tienen aquí —dijo, en alemán.
—Buenos días… así es. Es un pueblo tranquilo —contestó el hombre detrás de la barra.
—¿Existe algún lugar dónde hacer las compras? —inquirió Claudio tratando de buscarle conversación.
—Cómo no, a dos cuadras de aquí hay una bodega, ahí puede conseguir comestibles y artículos de ferretería.
—Me gustaría vivir en un sitio como este, alejado de la ciudad, con un aire tan parecido a la campiña europea.
El individuo sonrió con cierta satisfacción. Le agradaba que reconocieran que Hohenau era un buen lugar.
—Por algo la llaman «Nueva Baviera» —aclaró el camarero levantando la barbilla.
—¿Sabe de algún terreno que esté en venta?
El hombre escondió lentamente la sonrisa y lo miró con intensidad.
—Si desea establecerse aquí, debería hablar con el señor Alban Krug. Es el dirigente de la cooperativa de hacendados de la zona.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—En su hacienda, hacia el norte.
El hombre del bar empezó a sacar lustre a la superficie de la barra. Daba la impresión de que prefería no seguir conversando, una actitud que Claudio había previsto y, al comprobarla, le hacía ver aquel paradisíaco lugar como un montaje. Una especie de escenografía a la que sus actores aún no se habían terminado de adaptar.
—Hacia el norte… ¿alguna seña para ubicarla?
—Es la Hacienda Krug. Puede preguntar en el camino.
Claudio subió a la camioneta que había alquilado y después de preguntar un par de veces, enfiló por la carretera Hohenau 4, de Caguarene hasta una propiedad cuya enorme casa de estuco blanco, enormes techos a dos aguas de tejas rojas, rodeada por largos corredores de columnas y cuidadas jardineras repletas de geranios, le daba una idea de la clase de personas que vivían en ella. Se apeó del vehículo y encaminó sus pasos hacia la enorme puerta de madera.
Un hombre corpulento, de cabello canoso, apareció en la entrada, como si esperase su llegada.
—¿Herr Alban Krug? Buenas tardes, vengo de parte de Alejandro Von Eckstein —dijo Claudio, y le alargó dos tarjetas—. Soy Claudio Contini-Massera.
El rostro de Alban Krug fue adquiriendo una apariencia distendida a medida que leía las tarjetas.
—Adelante —invitó, haciéndose a un lado— ¿qué se le ofrece?
—Tiene usted una hermosa casa, Herr Krug —señaló Claudio tratando de no contestar de manera directa a la pregunta del alemán.
—El clima aquí es benévolo y la naturaleza, como puede observar, es como podría ser la del paraíso —afirmó Krug con una amplia sonrisa. ¿Desea usted adquirir alguna propiedad?
Claudio sopesó bien las palabras antes de hablar. Se dio cuenta de que su interlocutor había sido puesto sobre aviso por el hombre del bar.
—Vengo en una misión especial. Necesito ubicar a Josef Mengele —se arriesgó a decir directamente.
—No lo conozco —respondió Krug con brusquedad.
—El señor Von Eckstein me dijo que usted me podría dar alguna seña de su actual dirección, es imperativo que lo vea, no soy un cazador de nazis, se lo aseguro. Todo lo contrario.
—Supongo que si fuese un cazador de nazis como dice usted, no me lo diría, ¿verdad? Déjeme aclararle algo: No tengo ni he tenido nada que ver con asuntos relacionados con nazis.
Claudio permaneció en silencio. Su vista recorrió la casa como si buscase algo en qué afianzarse y se topó con una vitrina que contenía enormes mariposas Papillon azules. Krug se movió incómodo en el sillón, sacó un cigarrillo y se dispuso a encenderlo.
—Tiene razón, Herr Krug. Solo hipotéticamente: si le dijera que soy la persona que podría sacar de apuros al doctor Josef Mengele, ¿usted me ayudaría a ubicarlo?
—Hipotéticamente, podría ser. En todo caso, no veo cómo llegó hasta mí.
—Los señores Werner Jung y Alejandro Von Eckstein, quienes fueron los que lo ayudaron a obtener la ciudadanía paraguaya, no tuvieron reparos en enviarme con usted. Puede leer la tarjeta, de Herr Krug.
El alemán dio un suspiro mientras exhalaba el humo del cigarrillo y finalmente cedió.
—¿Por qué no recurrió a su familia, en Lundsburg?
—Ellos no me hubieran socorrido. Y ya que me encuentro aquí, cualquier ayuda de parte suya me serviría.
Krug no parecía muy animado de hacerlo, se tomó la barbilla y después de pensarlo resolvió que tenía que consultarlo.
—Debo hacer algunas llamadas… no estoy seguro de que el señor Mengele siga en Paraguay. En todo caso, si logro encontrar alguna pista, se lo haré saber en un par de días.
—Muchas gracias, Herr Krug, estoy seguro de que el señor Stroessner se lo agradecerá.
Krug le clavó una mirada indefinida, como si le hubiese molestado escuchar el apellido del presidente.
—No es necesario que me intimide. Si logro averiguar algo, le informaré.
—Creo que me entendió mal, Herr Krug, no fue intimidación. Es en serio que el presidente está muy interesado en que lo localice —aventuró Claudio.
—¿En qué hotel se aloja?
—Acabo de llegar y vine directamente hacia acá.
—Regrese dentro de dos días, tal vez le tenga alguna noticia.
De vuelta al pueblo, buscó alojamiento en una posada, después de guardar sus efectos personales, excepto los documentos que llevaba consigo en la camioneta, salió a conocer la región. Volvió a pasar por la fonda y el resto del tiempo lo pasó encerrado en su habitación. Dos días después fue a la hacienda de Krug y al ver su cara supo que tenía algo que decirle.
—Señor Contini, Herr Josef Mengele en la actualidad vive en Brasil. Por lo que he logrado averiguar, ocupa una pequeña casa en Sao Paulo, en un barrio periférico llamado El Dorado. Pero creo que primero debe ponerse en contacto con el señor Bossert.
Le alargó un papel.
—Vielen Dank, Herr Krug. Ich bleibe in eurer Schuld, verdanke ich einen Gefallen.
—Hope hilft. Siempre es bueno tener una deuda por cobrar —sonrió Krug y añadió—: Creo que no hace falta que le diga que debe ser muy cuidadoso, hay mucha gente buscando su paradero, y él mismo puede alarmarse con su llegada. Le sugiero mucha cautela. Esto debe quedar en estricto secreto: Llámelo «don Pedro».
—Soy el más interesado en que así sea, señor Krug. Le aseguro que no comprometeré su seguridad.
—Le aconsejo que mantenga una apariencia sencilla, ¿comprende? Es un barrio humilde, cualquier extranjero con sus características llamaría la atención.
Días después Claudio Contini-Massera se encontraba en la carretera Alvarenga. Una ruta polvorienta, llena de baches que hacían saltar la camioneta que conducía Wolfram Bossert de un lado al otro. Se entretuvo admirando la pericia del conductor mientras A garota de Ipanema inundaba con suaves acordes el interior del vehículo.
Una pequeña cabaña de estuco amarillo y tejas en mal estado se presentó ante ellos como la número 5555. Caminaron por el angosto sendero embaldosado y Bossert tocó la puerta. Momentos después, un hombre con bigotes de morsa la abrió.
Las facciones del hombre de los bigotes de morsa parecieron encogerse, a la par que escudriñaba al hombre alto que acompañaba a Bossert.
—Buenos días, «don Pedro» —saludó Bossert—, vengo con un amigo.
—Permítame presentarme, soy el conde Claudio Contini-Massera.
«Don Pedro» correspondió sin mucho entusiasmo a la mano que le extendió Claudio.
—¿A qué debo el honor de su visita? —inquirió el hombre de los bigotes, en tono cáustico.
—Es recomendado por Herr Krug, «don Pedro» —aclaró Bossert, visiblemente incómodo, intentando tranquilizarlo.
—Así es «don Pedro». Vengo en son de paz, tengo una propuesta que hacerle.
—Una propuesta —repitió en voz baja «don Pedro».
—Ja, «Don Pedro», bring mir ein paar Dokumente, die Sie möglicherwise interessieren könnten —aclaró Claudio.
El hombre se sobresaltó visiblemente.
—¿De qué se trata? —inquirió con cautela.
—Los encontré en Armenia.
La respiración del hombre se hizo pronunciada, era claro que deseaba ocultar su ansiedad por aquello que parecía ser de mucha importancia para él. Sus ojos cobraron un brillo inusitado y un trazo de temor asomó a sus labios semiocultos por sus canosos bigotes. Con un gesto los hizo pasar y le ofreció asiento a Claudio, al tiempo que llevó a Bossert a la puerta que había quedado abierta.
Salieron y «don Pedro» se volvió hacia él.
—¿Cómo vino a parar aquí? —En su voz se reflejaba la angustia que luchaba por ocultar.
—Me lo recomendó Alban Krug. Él hizo averiguaciones y habló con Von Ekstein, el sujeto es de fiar, de lo contrario no lo hubiera traído —repitió Bossert.
«Don Pedro» relajó los hombros, y miró a su amigo.
—¿Podría dejarme con él a solas? Espero que sepa comprender…
—Por supuesto, amigo, daré una vuelta y regresaré en una hora.
—Gracias, Bossert. Es usted una buena persona.
El hombre de los bigotes de morsa entró en la casucha y se sentó frente a Claudio.
—¿Quién es usted? —preguntó achicando sus ojos de iris verdosos.
—Ya se lo dije… soy Claudio Contini…
—Usted sabe que no me refiero a eso —interrumpió con impaciencia el hombre.
—Entonces dígame primero quién es usted realmente. No puedo hablar de esto con cualquier persona.
El hombre se puso de pie. Su aspecto arrogante no hacía juego con la sencillez de su pulcro atuendo.
—No tema, «don Pedro». Debe confiar en mí, deseo hablar de negocios —aclaró Claudio intentando tranquilizarlo.
«Don Pedro» volvió a tomar asiento. Cruzó las piernas y lo escrutó. Claudio se sintió analizado como si fuese uno de los prisioneros de los campos.
—¿Cómo consiguió esos documentos? ¿Dónde los tiene? ¿Alguien más lo sabe?
—No vale la pena relatarle cómo los conseguí. Traigo las copias conmigo. —Abrió el cartapacio y sacó un fajo de papeles—. Tome. No se inquiete. Nadie más lo sabe.
«Don Pedro» cogió con avidez los folios y se colocó los lentes. A medida que su vista recorría las líneas de anotaciones en latín, una mueca parecida a una sonrisa partió su cara en dos.
—He deseado tanto tener esto en mis manos… cuando regresé a Europa me fue imposible ir a Armenia. Pasé diez días con mi familia, a instancias de mi padre, no quería contradecirlo, pues estaba haciendo planes para mi futuro con la viuda de mi hermano. Cuestiones de negocios. Tuve un accidente con el coche y el asunto trascendió. La policía empezó a indagar y tuve que salir de Alemania lo más rápido que pude.
—Le ahorré el viaje. —Claudio señaló los papeles. Echó una mirada a la estancia y antes de que pudiera decir algo, «Don Pedro» aclaró:
—Sí. Mi situación económica no es muy buena. Tantos años huyendo no es la mejor manera para iniciar un futuro en ningún lado.
—¿Entonces debo pensar que confía en mí?
—Señor Contini, a lo largo de estos años he aprendido a no confiar en nadie, excepto en algunas personas que, como usted ha comprobado, son excelentes amigos. Soy Josef Mengele. El mismo que todo el mundo busca por supuestos crímenes que han exagerado hasta límites inimaginables.
—No he venido a juzgarlo, señor Mengele, sino a proponerle algo. Estoy interesado en desarrollar los estudios que empezó en Auschwitz. Según estas anotaciones y algunas fórmulas que hay allí escritas, parece que consiguió estabilizar un gen que es el responsable de la longevidad.
—No solo de la longevidad, estimado amigo. Existe un factor x en ese gen que proporciona instrucciones diferentes a los cromosomas, dándoles propiedades únicas. Puedo hacer que las células reparadoras o del crecimiento se reproduzcan indefinidamente, ¿comprende usted lo que esto significa?
—No soy biólogo ni genetista, Herr Mengele, pero confío en que sabe de lo que está hablando. Es el motivo que me trajo aquí.
—Le agradecería que se dirigiese a mí como «don Pedro», por cuestiones de seguridad, ¿lo comprende, no?
—Perfectamente, don Pedro. ¿Cree usted que es capaz de desarrollar la fórmula antienvejecimiento que usted expone en estos estudios? —preguntó Claudio, señalando los papeles.
—Si tengo un laboratorio con los implementos apropiados, sí.
—Le conseguiré lo que pida. Haga una lista y lo instalaré. No aquí, por supuesto, como comprenderá, tendrá que ser en un lugar apartado, con suficientes medidas de seguridad como para que no sea localizado. Evidentemente que si usted lo prefiere, las personas de su confianza podrían tener acceso al sitio, el señor Bossert podría servirnos como puente con el exterior…
—Prefiero mantenerlo al margen, ya bastante lo he involucrado en mis problemas.
—Es un plan elaborado, pero creo que puede hacerse. En primer lugar, es primordial conseguir un doble suyo. Alguien que pueda confundir a sus «cazadores». He escuchado muchas historias curiosas, especialmente de Wiesenthal; constantemente lo ubica en los lugares más disparatados, pero creo que lo hace para que usted no pierda vigencia. Puede ser un arma de doble filo para él, pues en el caso de que logren dar con su actual paradero nos serviría para sembrar dudas. Usted debe abandonar esta casa. ¿Existen personas cercanas que podrían reconocerlo?
—Viene una señora que se encarga de la limpieza. También un chico que hace los trabajos de jardinería, de vez en cuando se queda, me hace compañía. De mis verdaderos amigos no debo temer.
—Va a tener que decirles a la señora de la limpieza y al chico, que no puede seguir pagando sus servicios. Es preferible que su doble no tenga trato con ellos.
—Creo que es la parte más sencilla —acotó Mengele con ironía—. ¿Estuvo usted en contacto con el contenido del cofre? —preguntó de improviso.
—Sí…
—¿Cuánto tiempo?
—¿Es importante?
—¿Cuánto tiempo? —repitió Mengele con premura.
—La primera vez fue sólo un momento.
—Si usted estuvo en contacto con lo que hay dentro del cofre en más de una ocasión, me temo, conde Contini-Massera, que está en grave peligro. Es altamente radiactivo. Debemos apresurarnos para ver si puedo retrasar los efectos.
Claudio empezaba a comprobar sus sospechas, que por desgracia, sabía eran ciertas.
—¿Apresurarnos?
—¿Tiene usted descendencia?
—Nunca me he casado.
—No me refiero a su estado civil, señor Contini —aclaró Mengele con una sonrisa—, si usted no tiene hijos, es necesario que empiece a pensar en la posibilidad de tenerlos. No importa de quiénes sean, lo que interesa son los fetos.
—¿Qué dice usted? —preguntó Claudio, al tiempo que su rostro de naturaleza jovial, hacía una mueca de espanto. ¿Pretende que una mujer conciba un hijo mío para sacrificarlo?
—Si la idea le parece poco honorable podríamos intentar que nazcan para obtener de alguno de ellos su cordón umbilical, que esperemos sea compatible con su organismo. Es la única manera de salvar su vida.
—Me niego a tener hijos a diestro y siniestro.
Mengele lo escrutó a través de sus gruesos anteojos.
—En los estudios que hice en algunos laboratorios en Argentina donde era socio, dejé experimentos avanzados acerca de las células madre. ¿Sabe usted qué son? —Al ver la expresión de Claudio prosiguió—: Son células que originan células distintas a ellas. O sea, son células indiferenciadas que poseen la capacidad de producir células diferenciadas. Le explico: La célula madre más potente, la más poderosa, es el huevo o cigoto: el óvulo fertilizado; esa única célula tiene la capacidad de generar todas las células específicas que formarán al individuo, las de los huesos, las neuronas, etc. En los primeros estadios del embrión, son casi tan potentes como esa primera gran célula madre. A medida que el embrión crece y se transforma en feto, las células madre son cada vez menos poderosas, en el sentido de que ya no pueden llegar a producir cualquier otro tipo de célula; algunas células madre producen otros tipos celulares. Son más especializadas. Las necesitamos para curar la leucemia que con seguridad usted tiene si ha estado expuesto al isótopo radiactivo del cofre. Tardé años en darme cuenta de que la llave que resolvería definitivamente la solución de mis pesquisas la tenía la célula ovular o las células madre.
Claudio tenía frente a sí a un hombre que hablaba de los seres humanos como si se tratase del cruce de ganado para mejorar la raza. No quiso seguir por esos derroteros y se centró en lo que dijo acerca de su enfermedad.
—Tendré un solo hijo. Si su cordón umbilical me sirve, lo usaremos. De no ser así, dejaré que la enfermedad siga su curso.
Mengele dejó de mirarlo y meneó la cabeza.
—Es difícil avanzar en la ciencia cuando existen tantos prejuicios. Pero está bien, es su vida. Le advierto que podría ser contraproducente un cáncer en las células productoras de sangre si usted realmente desea obtener beneficios de la fórmula antienvejecimiento. El factor x del que le hablé. Tendrá que escucharme atentamente y seguir paso a paso las indicaciones para que la manipulación sea efectiva.