Capítulo 10

Cementerio Protestante, Roma Italia

Noviembre 12, 1999 – 11:00 am

Francesco Martucci y yo habíamos llegado hasta un mausoleo imponente que me hizo recordar al que ahora guardaba los restos de tío Claudio. Me detuve por un instante con el extraño presentimiento de ser vigilado, volví el rostro con disimulo y me pareció ver una silueta entre las lápidas y los espigados cipreses. Un hombre con aspecto de turista norteamericano tenía un libro en la mano y parecía disfrutar caminando entre la vegetación. Los reconocería en cualquier parte.

Fray Martucci también miró en la misma dirección, evitando ser obvio.

—Será mejor que salgamos de aquí.

—No sé por qué, pero me da la impresión de que alguien nos sigue —dije sonriendo, como si estuviese conversando y mi interés estuviese en el gato moteado que en ese momento cruzaba el sendero—. Estoy seguro de que aquí no deben existir muchas ratas —agregué, para que pareciera una conversación natural.

—La población de felinos en este cementerio cada día es mayor, pero nadie hace nada al respecto. El cementerio se encuentra en franco deterioro —afirmó fray Martucci.

Dimos media vuelta y empezamos a desandar el camino.

—De manera que, según usted, yo conozco la manera de encontrar parte del documento que contiene la fórmula. ¿Y si le dijera que no tengo ni idea? —pregunté, procurando hablar en voz baja.

—Es probable que lo sepa y no esté enterado.

—Sería formidable poseer el secreto de la eterna juventud. Se le podría dar muchas aplicaciones, y su valor sería incalculable.

—Ya empieza a hablar como Claudio —comentó Martucci con una sonrisa—. Yo me limitaré a entregarle el tubo con los documentos originales. La parte que falta la debe encontrar usted. Pronto será leído el testamento de Claudio, no hace falta que le diga que en él figura usted como heredero universal.

No hice ningún comentario. Desde mi llegada a Roma parecía que hubiese transcurrido demasiado tiempo. Me había enterado de muchos detalles insospechables en la vida del tío Claudio —de quien me costaba pensar como «mi padre»— y de cierta forma, sentía que había madurado; y que una fuerza desconocida me impulsaba a emularlo.

—¿Sabe una cosa, Martucci? Hasta hace unos días lo único que me importaba era obtener algo de dinero para saldar mi deuda con la florista. Ahora pienso que el legado de tío Claudio es más que solo dinero. Mucho más. A propósito de esto, creo que prefiero dirigirme a él como tío Claudio.

—Excelente. Era el cambio que hubiera querido ver mi querido amigo Claudio. Y puede llamarlo como guste, es su prerrogativa. Lo único que le ruego es que tenga mucho cuidado. Sé que hay gente interesada en conseguir esa fórmula a cualquier precio y lo más seguro es que le sigan los pasos de cerca. Hay mucho en juego, carissimo amico mio. Mucho.

—¿Quiénes? Por lo que usted dijo, del grupo interesado en ella, dos judíos se oponían.

—Precisamente. Ellos desearían eliminarla, que no quedasen rastros de los estudios y las investigaciones de Mengele. Hasta cierto punto, es comprensible por todo lo que estuvo implicado en esos estudios, pero son sujetos fanatizados, los mueve la venganza. Claudio se salvó de dos atentados. Ellos me conocen, de ahí que no quisiera que pensaran que usted y yo estamos en contacto. Probablemente consideran que si finalmente se lograse alcanzar la fórmula con éxito, Mengele sería elevado a la categoría de benefactor de la humanidad.