Cementerio Protestante, Roma, Italia
Noviembre 12, 1999 – 10:34 am
La mano de Francesco Martucci en mi muñeca parecía más un gesto desesperado que amenazador. Observé el rictus de angustia que cruzaba su rostro, y por un momento estuve tentado de darle un reconfortante abrazo. Aflojó el apretón y bajó los ojos.
—Disculpe, signore. Creo que me excedí.
—Creo que ambos estamos nerviosos fray Martucci. Ahora debe usted ser claro conmigo y decirme de una vez por todas qué contenía el cofre y de qué trataban los documentos que encontraron.
—El cofre contiene un elemento, un isótopo radiactivo artificial. Fue lo que brilló en la oscuridad —explicó Martucci mientras volvíamos a encaminarnos hacia uno de los senderos del cementerio rodeados de espesa arboleda, que combinaban casi a la perfección con las artísticas lápidas y mausoleos—. Los documentos que contenía el tubo eran anotaciones que pertenecían a un criminal de guerra llamado Josef Mengele, según parece, resultado de sus investigaciones. Siempre estuvo interesado en el alargamiento de la vida, lo que muchos llamarían «la fórmula de la eterna juventud».
—¿Cómo pudo Mengele ocultar aquello en Armenia?, era territorio soviético, creo que los comunistas odiaban a los nazis…
—Mengele tenía muchos amigos armenios. Uno de ellos, fue el doctor Paul Rohrbach, con quien, en la época de Hitler, se encargó de comprobar que el verdadero origen de los armenios es indoeuropeo, por lo que fueron considerados arios. De hecho, existió un famoso batallón, el 812, creado por decisión de la Wehrmacht, integrado por armenios. De alguna manera, Mengele antes de huir para América la primera vez, se las apañó para entrar en territorio armenio. Curiosamente él tenía el tipo físico que ostentan muchos gitanos, supongo que se disfrazó y logró hacerlo. Ese hombre tenía más suerte que el propio demonio. Nunca hablé de estos detalles con Claudio, quien años después llegó a enterarse de lo sucedido en esa época. No estuve de acuerdo con lo que Claudio hizo, pero era mi amigo, el único que tuve. Era más que un hermano para mí.
Francesco Martucci se detuvo por un momento y levantó la mirada que hasta el momento había tenido fija en el sendero.
—¿Se refiere usted a que tío Claudio tuvo algo que ver con Mengele?
—Sí. Claudio pensó que podría hacer un magnífico negocio con esos hallazgos y viajó a América en busca de Mengele. Supo su ubicación por unos contactos en el consulado suizo, pues Mengele regresó a Europa en 1956, ¿le sorprende? Se encontró en Ginebra con su futura esposa, Martha, y su hijo Rolf.
—Ya nada me sorprende.
—Después nos enteramos de que le fue imposible pasar a Armenia en esa ocasión y tuvo que volverse a América. El alemán era para el momento uno de los hombres más buscados por el Mossad y un cazador de nazis llamado Wiesenthal, pero no pudieron dar con él, algo sorprendente, pues Mengele todavía vivía con relativa libertad en Argentina. Cuando encontramos el cofre y los documentos, Claudio se puso en contacto con algunas personas en Paraguay y a partir de allí logró ubicarlo en una modesta casa en Brasil. ¡Ya para aquel tiempo era el hombre más buscado! Pero Claudio tenía un olfato especial, para él nada era imposible. Por otro lado, pienso que al famoso Wiesenthal le convenía seguir teniendo como fugitivo a uno de los nazis más comprometidos con el régimen de Hitler, pues le servía de propaganda para su causa. Cuando Claudio lo encontró Mengele acababa de superar una embolia cerebral. El hombre estaba terriblemente asustado, vivía escondiéndose de todo el mundo y no fue fácil persuadirlo, pero Claudio llevó una copia de sus apuntes y lo convenció de asociarse con él. Mengele prosiguió con sus investigaciones en un laboratorio en Estados Unidos del que su tío Claudio era socio y fue allí donde Mengele se dedicó a perfeccionar la bendita fórmula y a experimentar con Claudio, quien se ofreció de manera voluntaria. No le quedaba otro camino. Su exposición al contenido del cofre le había causado daños irreversibles, solo retardados por el propio Mengele. A Claudio le obsesionaba tanto como a Mengele la eterna juventud. Una de las condiciones era que debería tener un hijo.
—Supongo que por eso fui concebido —dije, más como si fuera para mí.
—Claudio debería tener un hijo que tuviera su mismo tipo de sangre. Fue lo que él me explicó. La fortuna una vez más le sonrió, porque ustedes eran perfectamente compatibles, lo que equivale a que podrían haber compartido cualquier órgano de su cuerpo.
—Según veo, el tío Claudio me había convertido en su banco de órganos.
—¡No diga tonterías, signore mio! Pudo tener la oportunidad de extraer cualquiera de sus órganos y no lo hizo, ¿no se da cuenta?
Como una ráfaga pasaron por mi mente recuerdos que apenas en esos momentos empezaban a tener sentido. A tío Claudio, es decir, a mi padre, le gustaba viajar conmigo; una vez fuimos a Estados Unidos, a visitar a un señor que según él, era un viejo amigo. Y era de verdad un hombre anciano. Por lo menos a mí me lo pareció. Conservo recuerdos muy agradables de él. A partir de ese viaje tío Claudio me tomó algunas veces muestras de sangre. Cuando iba a visitarnos a casa, en ocasiones llevaba una jeringa y decía estar preocupado por mi salud. Yo le dejaba pincharme porque sabía que luego me llevaría a comer helados y zumos de frutas. El empleado que solía acompañarlo se llevaba el recipiente hermético donde había depositado el tubo con el plasma y tío claudio —aún ahora me cuesta pensar en él como mi padre—, y yo, salíamos a dar el paseo prometido. La última vez que sucedió aquello en casa, mi madre y él discutieron acaloradamente y después de aquello, no regresó más. Pero yo me escapaba con Pietro para verlo, y no me importaba que lo siguiera haciendo. Yo lo amaba tanto que haría cualquier cosa con tal de complacerlo.
—¿Cómo pudo entrar Mengele a los Estados Unidos? —pregunté, regresando de mis recuerdos.
—Fue la parte más sencilla de todas. La máxima cabeza de la INTERPOL era un exnazi. Él facilitó todo. Si usted supiera cuántos de aquellos personajes ocuparon cargos internacionales relevantes en la época de posguerra…
—Creo que voy entendiendo. ¿Logró obtener lo que quería?
—Estuvo a punto. Claudio empezó a tener insuficiencia pulmonar. Sin embargo, no sé si usted lo habrá notado, pero su padre, Claudio, tenía una apariencia sumamente juvenil para su edad, sesenta años. Casi podría decirse que se había detenido en los cuarenta. Mengele murió y la investigación quedó inconclusa. Claudio dejó de recibir el tratamiento y su enfermedad empezó a avanzar lentamente.
—Creo que Josef Mengele murió en Brasil a finales de los setenta. Lo leí en alguna parte.
—Esa noticia es la que se filtró. Josef Mengele vivió hasta los ochenta y dos años, es decir, hasta hace seis. A partir de allí la salud de Claudio empezó a empeorar, aunque no era ostensible. Él conservó todos los documentos de investigación que hizo Mengele, pues era su socio. Y en la caja que conservaron como recuerdo, aún permanece el isótopo radiactivo que dio origen a toda esta locura. Claudio deseaba proseguir con la investigación con el grupo farmacéutico norteamericano del que era socio, ellos estaban interesados en los estudios que había dejado Mengele, inclusive el mismo Claudio fue estudiado por ellos, pues era la muestra viviente de que era posible, pero algo salió mal. Al parecer hubo desavenencia con dos socios del grupo de origen judío cuando se enteraron de la procedencia de las investigaciones. El asunto se fue alargando, para infortunio de Claudio. Pero créame, Dante, eso es posible, y todos los estudios estuvieron basados en él y otros muchos. El caso es que con otras personas no consiguieron resultados tan excelentes como los que obtuvieron con Claudio. Él poseía una mutación en un gen cuyo resultado es que su organismo ayuda a estas células madre a regenerar tejidos. Y usted es genéticamente parecido a su padre. Solo usted puede continuar el trabajo que le costó la vida. ¿Me comprende ahora? ¿Sabe lo que significaría para la humanidad?
—Por supuesto. Explosión demográfica —repliqué sin lograr que Martucci captara mi ironía.
—No sea ingenuo, Dante. La fórmula solo quedaría al alcance de un grupo de elegidos. La Nasa estaría muy interesada en ella para sus viajes espaciales de larga duración, y sólo la menciono como ejemplo. El asunto es que Claudio antes de morir escondió unos datos que son sumamente importantes, y según él usted es el único que podría dar con ellos. Me lo dijo personalmente. Me apena enormemente que no haya confiado en mí, pero es comprensible, pues estoy seguro de que pronto yo mismo abandonaré este mundo.
—¿A qué se refiere?
—Estuve sometido a la radiación, aunque en menor medida. De ahí que mis pulmones no funcionen como debieran.
Después de esta conversación tuve la certeza de que Martucci era una de las personas más ingenuas que yo había conocido. Tenía una fe ciega en la honestidad de los demás. ¿Cómo podría pensar que tío Claudio se limitaría a vender su fórmula a unos cuantos elegidos? Conociéndolo, pensaba que su afán de hacerla realidad fue más que nada para hacer una gran fortuna con ella. No sé si pensé así porque me sentía en cierta forma defraudado. Hubiera deseado ser producto del amor.