Yerevan, Armenia
1974
Francesco Martucci se sentía emocionalmente agotado. Dejó a Claudio a las puertas del hotel y se dirigió a su humilde vivienda. Tenía una habitación alquilada en casa de una viuda. Ella y su hija ocupaban una sola habitación y en las tres restantes vivían otras familias. La pieza que daba a la parte de atrás, y no tenía más vista que la del patio de otra casa igual de descuidada, era su refugio. Pudiera haber vivido mejor, pero Francesco Martucci era un hombre acostumbrado a la vida sencilla, a pesar de que su empleo como profesor de arqueología y de historia del arte le daba acceso a muchos lugares inaccesibles a otros. En Yerevan todo estaba controlado por el sistema comunista, y se consideraba afortunado de tener un cuarto para él solo. El principio había sido duro, pero iba recomendado por funcionarios que trabajaban con el gobierno, y cuando en un país como Armenia se tenían ciertos contactos, la vida podía ser más llevadera. Y todo ello gracias a su buen amigo Claudio Contini-Massera, y al dinero que él repartía tan pródigamente. Meneó la cabeza al pensar en Claudio, era lo opuesto a él. Le gustaba la buena vida, y no se detenía ante las dificultades, y cuantas más, mejor. Parecía que sintiese un especial placer en contravenir el orden establecido. Pero esa noche había sido diferente. Presentía que el contenido del cofre y los documentos podrían acarrearles graves problemas. Le había costado bastante trabajo ganarse la confianza de los soviéticos como para venir ahora a meter las narices en algún asunto turbio. Tendría que aclarar muchas cosas con Claudio al día siguiente. Consideraba que para él la vida había sido demasiado fácil en todos los sentidos Demasiado.
Claudio Contini-Massera entró al hotel con la maleta en una mano y la bolsa de lona en la otra. Eran pasadas las tres de la madrugada, una hora poco habitual para llegar del aeropuerto, de manera que caminó con pasos vacilantes como si estuviese borracho. Si existe algo en lo que los hombres son solidarios es en una buena turca. Tocó el vidrio con un par de golpes; el portero abrió los ojos y después de parpadear varias veces lo reconoció.
—Buenas noches, señor Contini —saludó arrastrando las palabras.
—Buenas noches, Boris —contestó Claudio, mientras le sonreía de oreja a oreja. Dio un par de pasos y le puso una mano en el hombro sujetándose con fuerza.
—Con cuidado, señor Contini —advirtió el portero al tiempo que sonreía comprensivo y lo acompañaba al mostrador de la recepción. Tocó el brazo del empleado, que dormitaba.
—Señor Contini… buenas noches —saludó el hombre al reconocerlo, desperezándose.
—Disculpe la hora… creo que soy inoportuno.
—De ninguna manera, señor. —Abrió el libro de registro y anotó su nombre. Tomó una llave y se la extendió—. Su habitación de siempre —dijo sonriendo levemente.
—Muchas gracias, Micha. —Le deslizó un billete con tal maestría que ni el botones lo vio.
—Por favor, camarada, acompaña al señor a su habitación.
El botones hizo el gesto de tomar la bolsa de lona, pero Claudio la retuvo.
—No te preocupes, yo la llevaré, ocúpate de la maleta.
—Como guste —dijo el chico, agradecido.
El ascensor no funcionaba. Subieron los dos pisos por las escaleras y un pasillo con seis puertas a cada lado apareció a la vista. Una de ellas era la suya.
Después de despedir al botones con una propina, dejó con cuidado la bolsa de lona sobre la alfombra. Su necesidad de dormir era urgente. Después vería el contenido del tubo, requería tener todos sus sentidos bien despiertos y en ese momento le pesaban los párpados. No había pegado ojo desde que saliera de Roma. Terminó de tomar lo que quedaba del vodka del diminuto frasco de muestra con el que se había enjuagado la boca antes de entrar al hotel. Se descalzó y se echó en la cama sin desvestirse. Quedó dormido casi al instante.
Lo primero que buscaron sus ojos al despertar fue el bolso de lona. Sin perder tiempo lo abrió y miró una vez más su contenido. Allí estaba. Una caja con apariencia de cofre antiguo y un tubo. Sacó la caja y la depositó en la pequeña mesa frente al espejo. La volvió a abrir y contempló su contenido. No brillaba a la luz del día, era un pedazo de metal o algo similar. En uno de los lados del cofre, pegado con cinta adhesiva se hallaba un pequeño bulto alargado, forrado en tela acolchada. Con mucho cuidado quitó la cinta adhesiva y abrió la mullida tela que lo cubría; resultó ser una cápsula de un material similar a un vidrio grueso a través del cual podía verse un líquido espeso. La cápsula estaba sellada. La dejó con cuidado sobre la cama y luego fijó su atención en el tubo de metal que quedaba en la bolsa de lona; al sacarlo observó que tenía una ranura en el centro, tiró de ambos lados y se abrió. Dentro había un rollo de páginas tamaño folio escritas a mano, en latín. Parecían anotaciones, cálculos y fórmulas. Apuntes en alemán en los bordes con flechas que señalaban algunas palabras, que no le decían nada. Entendía poco de latín. Hablaba alemán, pero era incapaz de comprender el significado de las apostillas. Dio un suspiro, volvió a meterlas en el tubo y lo dejó al lado del cofre que permanecía abierto; guardó con delicadeza la cápsula de vidrio en su interior y antes de cerrarlo corrió las cortinas. En la penumbra el pedazo metálico que al principio le había parecido una piedra informe volvió a cobrar brillo. Una sombra cruzó por su mente y rezó pidiendo estar equivocado. Cerró el cofre y lo observó por fuera. En apariencia, parecía un cofre de los muchos que se venden en los mercados de baratijas, una imitación de antigüedad, con partes de madera y delgadas láminas de hierro a modo de listones. Pero su peso no correspondía con su inofensiva apariencia. Tal vez las respuestas se hallasen en los documentos que contenía el tubo metálico. Esperaría a que llegase Francesco.
El cuerpo atlético de Claudio Contini-Massera fue quedando al descubierto a medida que se despojaba de la ropa sucia y llena de tierra del día anterior. Se metió en la ducha y el chorro de agua fría lo terminó de despabilar. Mientras se enjabonaba vigorosamente no podía dejar de pensar que el hallazgo podría ser valioso, tal vez mucho más que las reliquias y obras de arte que los hijos de los «purgados» le habían suministrado a cambio de casi nada. Expolios que fueron a parar a sus manos, en lugar de su destino final. Y que, Francesco Martucci sin saberlo, había sido indirectamente la conexión. Sonrió al recordar a su querido amigo. Existían pocas personas con la honestidad de Francesco. Si él supiera… Al mismo tiempo temía que el objeto dentro del cofre fuese peligroso. Empezó a frotarse las manos con vigor, como queriendo eliminar cualquier rastro de contaminación. Después de mucho rato, salió de la ducha.
A sus treinta y cinco años, Claudio Contini-Massera era uno de los empresarios más jóvenes de Italia. La posguerra significó para él un terreno lleno de oportunidades. El resguardo de la fortuna de la familia durante la dictadura de Mussolini había sido una de las decisiones más sabias que Adriano Contini-Massera, su padre, tomase durante aquella época conflictiva, retirándose a su residencia en Berna. Su hermano mayor, Bruno, el principal heredero, tenía la misma tendencia que su padre: sólo sabía vivir, como si ello fuese suficiente. Parecía esperar pacientemente a que Adriano Contini-Massera sucumbiera a alguno de los muchos achaques que Claudio atribuía más a su inactividad, que a cualquier otra causa, para hacer suyo el patrimonio que, según Bruno, le correspondía por derecho.
Adriano, el patriarca de la familia, podría ser inútil para generar dinero, pero tenía un especial olfato para ponerlo a buen recaudo, y de ninguna manera dejaría en manos de su primogénito el futuro de los Contini-Massera. Y para sorpresa de muchos, entre ellos, la joven esposa de Bruno, el grueso de la herencia fue a parar a manos de Claudio. Para 1974 su caudal se había incrementado con empresas importadoras; gran cantidad de obras de arte y reliquias de incontable valor provenientes de fuentes non sanctas, que para Claudio significaba simplemente justicia divina. Según él, era preferible que estuvieran en sus manos, a que cayeran en las del régimen comunista que se había apoderado de gran parte de Europa, cuyos representantes, para su fortuna, eran muy dados al soborno y toda clase de «fraudes legales».
Claudio no tenía escrúpulos a la hora de hacer dinero. No después de enterarse de que la propia Iglesia Católica Romana estuvo envuelta en turbios «arreglos» para salvar a ciertos nazis perseguidos por crímenes de guerra. Quien sufría por ello era Francesco, su buen y honrado amigo, pariente suyo en algún grado, a quien conocía desde la niñez por ser hijo de su nodriza. Decían que era hijo bastardo de Adriano, su padre, pero Claudio nunca pudo comprobarlo. Se llevaban nueve meses exactos. Y Claudio siempre lo trató como a un hermano, no porque estuviese seguro de que lo fuese, sino porque de veras lo amaba, fue su compañero de juegos, y si no fuese por la inexplicable vocación sacerdotal que inculcó su madre en él, hubiesen seguido estudiando juntos. Claudio siempre culpó a su nodriza por su separación. Con el tiempo comprendió que difícilmente se puede inculcar una vocación a menos que exista una semilla interior. Para cuando estuvo preparado para admitir que se había equivocado, ya ella estaba muerta y Francesco había ingresado en la Orden del Santo Sepulcro donde prosiguió estudios de humanidades, especializándose en lenguas muertas. Sus habilidades pronto traspasaron fronteras y fue solicitado por la Iglesia Cristiana de Armenia para trabajar en la clandestinidad en un sriptorium, pues habían encontrado documentos muy valiosos que necesitaban la mirada de un experto. Allí en sus ratos libres se aficionó a la arqueología. Teniendo en cuenta que Armenia fue uno de los primeros lugares donde se desarrolló la civilización humana, y el primer estado cristiano del mundo, era fácil adivinar el entusiasmo que significó aquello para Francesco. En plena ocupación soviética tuvo acceso a las antiguas ruinas de las primeras construcciones religiosas datadas desde el 301 d. C.
Al enterarse por boca de Francesco de que tenía relativa libertad para moverse por Armenia, Ucrania y repúblicas aledañas, dada la particularidad de su oficio, nació en Claudio el interés por la arqueología, pero desde un punto de vista práctico. Al igual que para algunos de los funcionarios soviéticos de aquella época.
La apariencia inofensiva y el exterior humilde de Francesco, le ganó la confianza del régimen. Podía entrar y salir de Armenia, conseguir los permisos burocráticos para excavar en cualquier lugar y al cabo de varios años dejaron de enviarle inspectores, pues se dieron cuenta que en las ruinas había más polvo y roca que cualquier otra cosa. En apariencia.