Capítulo 7

Yerevan, Armenia

1974

Claudio Contini-Massera esperó pacientemente a que terminasen de examinar su pasaporte. No era la primera vez que llegaba al aeropuerto de Zvartnotz. Las mismas largas filas de gente tratada con singular desidia por parte de los empleados de aduana esperaban su turno. El oficial miró la foto de su pasaporte una vez más, chequeó las anteriores entradas y salidas, hizo un gesto casi imperceptible con los labios y dio media vuelta. Fue directo hacia un personaje que parecía ser su jefe, este levantó la vista después de mirar el pasaporte y al ver a Claudio se acercó solícito.

—Disculpe a mi camarada, señor Contini, es nuevo en el cargo —le dijo en ruso.

De inmediato, el oficial anterior selló el pasaporte en silencio y extendiendo el brazo, lo puso en sus manos.

—Gracias, camarada Korsinsky —dijo Claudio dirigiéndose al oficial superior.

—Bienvenido a tierra Armenia, camarada Contini. Por favor, salude al camarada Martucci de mi parte —indicó el soviético, mientras lo acompañaba hacia el despacho de equipaje.

—Con mucho gusto, camarada Korsinsky —correspondió Claudio, mientras alargaba la mano disimulando un sobre.

De forma habilidosa este desapareció casi milagrosamente y fue a caer en alguno de los bolsillos del uniforme que vestía Korsinsky.

El conde Claudio Contini-Massera ponía especial cuidado en viajar con un pasaporte en el que no figurase su título, algo arriesgado y problemático en ese país. El régimen comunista instaurado en Armenia no solo tenía mano férrea sobre sus habitantes; también con cualquiera que representara la clase a la que más odiaban: la nobleza. Y para que sirviera de advertencia a los que pisaban tierra Armenia, la estatua de Stalin reinaba en el parque Victoria, como baluarte recordatorio de quién ostentaba el poder. Claudio debía pasar como arqueólogo, estudioso de religiones y lenguas antiguas, e italiano simpatizante de los comunistas. Y aunque nadie se creyera el cuento, mientras hubiera dinero de por medio todo caminaba más o menos bien. La corrupción imperante en Armenia había dejado de lado las diferencias de los bandos que durante la guerra se dividían entre orgullosos sustentadores de las teorías raciales arias y los simpatizantes de la doctrina comunista. Ahora ambos estaban obligados a rendir pleitesía a los soviéticos. El sufrido pueblo armenio sabía que el color del dinero no importaba tanto como sobrevivir. Y como suele ocurrir, los que estaban de paso hacían los mejores negocios, siempre y cuando algunos representantes del Soviet Supremo obtuviesen su tajada.

Claudio Contini-Massera había logrado rescatar de algunos lugares poco frecuentados valiosas antigüedades y reliquias con la colaboración de las autoridades del «incorruptible» sistema comunista. Un fajo de billetes bastaba para calmar sus ánimos patrióticos, que luego servía para libar el vodka que con tanto afán ingerían en su afán de recordar a la Madre Patria, o para acumular la riqueza de la que tanto denostaban en su propaganda política.

La vieja camioneta de Francesco Martucci aguardaba fuera del aeropuerto. Claudio fue directamente hacia ella, lanzó su maleta en la parte de atrás y abrió la puerta. Un beso cariñoso en la mejilla rubricó una vez más la amistad con su querido amigo Francesco.

—Vine lo antes que pude —dijo, mientras frotaba sus manos cubiertas con guantes de cuero.

—Hace mal tiempo —murmuró Francesco. Puso en marcha el vehículo, y sus cabellos se alborotaron por el viento que se colaba como un cuchillo por el vidrio mal cerrado de la ventanilla—. Temía que fuera a retrasarse el vuelo, no me gusta conducir de noche —agregó en voz alta para dejarse escuchar.

—¿Cuándo te decidirás a cambiar este montón de lata? —preguntó Claudio en tono de chanza.

—Mientras menos llame la atención, mejor para mí —afirmó Francesco. Por lo demás, esta camioneta es todo lo que necesito.

—¿Iremos directamente a…?

—Ciento veinte kilómetros es un largo trecho… y a estas horas…

—De día puede vernos alguno de tus camaradas, ¿no consideras que salgamos de esto de una vez ahora?

—Bien. Como digas —contestó Francesco a regañadientes.

Casi transcurridas dos horas, el antiguo complejo de monasterios se podía vislumbrar ya desde el camino. Situado en un cañón de la comunidad rural de Areni, cerca de la ciudad de Yeghegnadzor, el monte Ararat con sus picos eternamente blancos lucía majestuoso detrás de las antiquísimas edificaciones, acentuando su silueta oscura como una imagen fantasmal. Francesco detuvo la camioneta poco antes de llegar, resguardándola bajo un árbol. Quiso ser precavido aunque ya era casi noche cerrada.

—Tengo las linternas en la parte de atrás. Y llevo pilas de repuesto. —Francesco hablaba consigo mismo, mientras enumeraba los objetos que debería llevar—. Cerillos, cascos, agua, la pala la tengo abajo, al igual que el pico, llevaré un par de estas… —Cogió las bolsas de lona y tapó el resto de la carga que había en la camioneta con plástico grueso poniendo cuidado en introducir los bordes en las esquinas.

—¿No necesitaremos dinamita? —preguntó Claudio.

—¿Estás loco? —El monasterio se nos vendría encima.

—Bromeaba —aclaró Claudio con un guiño.

—Quiero verte bromear allá abajo —dijo Francesco, y se encaminó a la pequeña entrada de una de las iglesias del complejo, encajándose el casco.

La puerta bellamente tallada en madera clara no se acercaba a las ideas preconcebidas por Claudio. Bajo el haz luminoso de la linterna de mano, el entramado de filigrana se destacaba entre la luz y las sombras. Francesco abrió el candado rudimentario que parecía colocado allí claramente en época reciente, y la puerta, gruesa y pesada, giró sobre sus goznes lentamente, empujada por él. Invitó a entrar a Claudio y pasó el cerrojo desde adentro. La austeridad de las paredes de piedra oscura que la luz de la linterna sólo lograba iluminar con un débil rayo no ayudaba mucho a examinarlo todo con minuciosidad. Se debía saber el camino de memoria como lo conocía Francesco, para andar con sus pasos seguros y rápidos. Una fisura en la pared de piedra que a Claudio no le pareció más que una de las tantas tallas semejando portales se abrió lentamente al ser presionada por su amigo. Al traspasar el umbral, la oscuridad los tragó por completo. Claudio encendió la linterna de su casco y siguió caminando detrás de Francesco que ya bajaba por unas rudimentarias gradas de piedra. Contó veinte escalones que se iban curvando hasta llegar a otra puerta, bastante similar a la anterior; esta exhibía un enorme crucifijo de hierro. Luego de abrirla siguieron bajando quince más y llegaron a una galería desde donde salían varios ramales. Francesco tomó el que iba hacia abajo. A medida que avanzaban el aire se tornaba enrarecido. Un ligero olor a azufre llegó a sus narices, mezclado con tierra, moho y humedad.

Otra galería, y más caminos. Francesco tomó un corredor largo, cuyos muros de tierra parecían querer desprenderse en cualquier momento. Un laberinto de sendas se perdían a uno y otro lado, unas bajaban, otras subían, pero los pasos de Francesco, familiarizado con la ruta, se dirigían hacia un punto determinado de manera precisa. Largas filas de nichos en cuyos frentes se exhibían tibias cruzadas y en ocasiones uno o dos signos en armenio antiguo, o un par de palabras en latín eran todo adorno de las tumbas. Tras un largo recorrido por un túnel adornado con calaveras incrustadas en las paredes, el camino se dividió en dos. Francesco tomó el de la derecha y siguió bajando; Claudio hizo notar que allí abajo el ambiente era menos cargado.

—Hay chimeneas —explicó Francesco, apuntando unos agujeros en la roca—. Creo que llegan hasta las paredes de la garganta. Según mis cálculos, el desfiladero debe quedar de este lado. —Indicó dando una palmada al muro derecho, mientras seguía bajando por el angosto camino empinado.

—Las debieron hacer los constructores para poder respirar —apuntó Claudio apresurando el paso.

—Aquí es —anunció Francesco, señalando el umbral arqueado al final del camino.

Se adelantó y Claudio penetró tras él.

Un nicho cubierto por una piedra, difería claramente de los demás. Y no parecía ser tan antiguo como los otros seis. Sus dibujos e inscripciones lo hacían resaltar: En la parte de arriba, la inscripción en armenio que había mencionado Francesco, incomprensible para Claudio. Debajo, la cruz que rezaba en latín: «La ira divina recaiga sobre el profanador».

—Evidentemente son cruces gamadas. Símbolos nazis. Extraño, ¿no?

—Ya en el período mesolítico las usaban. Entre las figuras encontradas en Armenia se encuentran esvásticas y cruces, con una edad de más de nueve mil años. Tal vez relacionadas con algún evento celestial —explicó Francesco, en tono solemne, como si dictara una de sus clases.

—¿De quién es la tumba?

—Probablemente de alguien importante.

—O de algo —argumentó Claudio―. Sugiero que la abramos para salir de dudas. Los nazis ocultaron enormes cantidades de oro en los sitios más insospechados.

—Oh, no. Si alguien la va a abrir que seas tú. Yo tengo miedo de la ira divina.

—Eres un investigador, Francesco, un científico, no puedes dejarte influir por cosas tan simples como inscripciones en tumbas. ¿Qué hacías por aquí? ¿No es acaso el sueño de todo científico, encontrar una tumba como esta y analizar su contenido?

—Tumbas antiguas, Claudio, y esta no debe tener más de veinte años. Me dejo llevar por la intuición, creo que deberíamos salir de aquí.

—Vamos, amigo, si de veras creyeras lo que estás diciendo no lo habrías mencionado en nuestra última conversación. Sé que deseas saber tanto como yo qué significa todo esto.

—Hablamos de muchas cosas, fue una simple mención que tomaste muy en serio. Ya has reunido tantas reliquias, que has dejado de sentir veneración por ellas, lo tuyo se ha convertido en mercantilismo puro y simple.

Claudio sacó de uno de sus bolsillos una Minox; una pequeña cámara de no más de cinco centímetros de largo por dos de ancho, con flash incorporado. Tomó varias fotos de las inscripciones. Se quitó la chaqueta, la dejó a un lado en el suelo de tierra y agarró el pico. Trató de despegar por los bordes la piedra que hacía de losa. Parecía estar adherida con argamasa, era imposible moverla. Comenzó a golpearla y poco a poco fue resquebrajándose ante las duras embestidas del pico que Claudio manejaba con la habilidad de un experto.

—No sabía que habías sido picapedrero —murmuró Francesco, tratando de alejar el temor que sentía, dando a sus palabras un tono sarcástico.

—Yo tampoco lo sabía, hasta ahora —contestó Claudio, sofocado por el esfuerzo y el polvo.

Continuó por espacio de media hora y se detuvo jadeante. El sudor había empapado su camisa. Francesco le alcanzó la cantimplora y Claudio bebió varios sorbos seguidos.

Tras unos cuantos golpes más, dados con renovados bríos, la piedra se quebró en varias partes, como si de un río con sus bifurcaciones se tratase. Claudio fue quitando los pedazos con cuidado y a la luz de la linterna del casco, distinguió una caja de pequeñas dimensiones y una forma tubular casi al fondo del nicho.

—¡Eureka! Francesco, creo que encontramos algo.

Terminó de quitar el último pedazo de losa y agarró el cofre. No pudo sacarlo, parecía estar pegado en la base. Tomó una espátula del bolso de herramientas para desprender poco a poco el pegamento y cuando estuvo flojo, tiró de él con fuerza. Lo dejó en manos de Francesco y alumbró el nicho con la linterna. El tubo de metal yacía en uno de los ángulos. Metió el brazo hasta alcanzarlo; al examinarlo calculó que debería tener unos cuarenta centímetros de largo y cuatro de diámetro.

Claudio buscó el cofre con la mirada y vio que Francesco lo había depositado en el suelo. Dejó el tubo a un lado, en la tierra, y agarró el cofre. Era bastante pesado, estaba cerrado y parecía hermético, se ayudó con la linterna para ver cómo podía accionar el mecanismo para abrirlo. Finalmente decidió forzar la ranura con el filo de la espátula, y de pronto, como si involuntariamente hubiese accionado algún dispositivo, la tapa saltó hacia arriba. El contenido de brillo azulado iluminó la cueva como si un fuego artificial se hubiese encendido de repente. Claudio, sorprendido, soltó el cofre. Una especie de roca brillante rodó por el suelo y fue a dar a un rincón desde donde despedía un fulgor azul que actuó como hipnotizador. Los hombres se quedaron un buen rato sin poder apartar la mirada del objeto, hasta que Francesco se cubrió los ojos y exclamó:

—¡Por el amor de Dios, Claudio, recoge esa cosa y métela en el cofre!

Claudio pareció despertar de su abstracción y cogió la piedra brillante. La sintió fría al tacto a través de sus guantes de cuero; la depositó en el cofre y lo cerró. Se escuchó un leve «clic».

—¡Oh Dios mío!, nos hemos quedado ciegos… —murmuró Francesco.

—No… aguarda, esa cosa… creo que nos ha deslumbrado.

Después de largos segundos, de manera gradual las linternas volvieron a dar forma a las sombras e iluminaron el nicho ahora vacío.

—Creo que debemos dejarlo todo como estaba —musitó Francesco. No me gusta nada todo esto.

—Imposible. Aunque quisiera, no podría. La losa está hecha añicos, y yo deseo saber qué hay en este tubo —dijo Claudio intentando abrirlo.

—No. Por favor, si lo vas a abrir que sea afuera. No deseo que nos ocurra algo extraño en este lugar. Debemos salir —urgió Francesco.

Claudio recogió el cofre y el tubo metálico y los metió en la bolsa de lona.

—Recuerdas el camino, supongo —musitó Claudio por decir algo.

Francesco sólo lo miró. Y fue suficiente. Durante el regreso a Yerevan no abrió la boca sino para decir que pasaría por el hotel al día siguiente al mediodía.