Nicholas Blohm

Nueva Jersey, Estados Unidos

Noviembre 10, 1999

Con pesar, Nicholas tuvo que dejar de leer. El parque Prospect empezaba a ser alcanzado por el crepúsculo. Tomó la precaución de replegar el manuscrito sin cerrarlo, dejando la parte en la que había detenido la lectura como si fuera la tapa y se encaminó a casa contrariado por la llegada de Linda esa noche. No pudo escoger el momento más inoportuno para hacerlo; él deseaba leer el manuscrito, terminarlo antes de que se esfumasen sus letras y apareciera otra historia. Al día siguiente iría a fotocopiarlo, ¿cómo no se le había ocurrido antes?

Un poco más tranquilo subió con agilidad los tres escalones que lo separaban de la puerta y notó que había luz en el interior. Linda había llegado. Como nunca, detestó que esta vez fuese tan puntual.

—Hola, mi amor —saludó Linda haciendo un mohín con los labios— por suerte conservas la costumbre de dejar la llave en la ranura del alféizar.

—Hola… ¿Qué tal el viaje?

—¿Es ese el manuscrito que has escrito? —preguntó ella señalando el legajo que llevaba Nicholas bajo el brazo.

—¿Este?, sí.

—¿Puedo leerlo?

—¡No!… no por ahora, debo hacer algunas correcciones, no está listo todavía —exclamó con nerviosismo.

—Bien, bien, no es necesario que grites. Solo quería saber de qué trata.

Linda se sentó en uno de los dos sillones de la pequeña sala y cruzó las piernas. Llevaba unos pantalones cortos con los bordes deshilachados y estaba descalza. La ceñida camiseta apenas le llegaba a la cintura acentuando la línea plana de su vientre. En cualquier otra oportunidad Nicholas se hubiese abalanzado sobre ella para llevarla a la cama. No esa noche. Tenía miedo de soltar el manuscrito.

Tomó asiento en el sillón frente a ella, y trató de hilar alguna historia que pareciera coherente para saciar la curiosidad de Linda, aunque dudaba que de veras estuviera interesada en lo que supuestamente había escrito.

—Un muchacho recibe al morir su tío, un noble millonario italiano, un cofre que contiene un secreto. La entrega la hace un fraile amigo del tío, que al mismo tiempo es quien lo ayudará a descubrir el poder del cofre, que fue encontrado en las catacumbas de un antiguo monasterio en Armenia, junto a unos documentos que pertenecieron a un científico nazi.

—Suena extraordinario.

Linda parecía realmente interesada. Su actitud calmó los ánimos de Nicholas. Su posición al borde del sillón con los codos sobre las rodillas y las manos debajo de la barbilla, indicaba su expectativa.

—¿Lo crees?

—Por supuesto. No está dentro de la línea argumental de tus novelas, ¿dónde obtuviste la idea?

—Tal vez la soledad es buena compañía —dijo Nicholas casi sin pensarlo.

—¿Y quién era el científico nazi? —preguntó ella, sin prestar atención a la indirecta.

—Un médico que hizo muchos experimentos.

—No me lo digas, ¿no será Mengele? «Josefh Mengele, el ángel de la muerte» —afirmó Linda en tono tétrico.

—Pues, sí… es él —contestó Nicholas contrariado. No lo sabía y no lo iba a admitir. Le pareció extraño que ella supiera quién era el alemán.

—¿Qué sabes tú de Mengele?

—Vi un documental donde el tipo había cosido a dos hermanos gemelos para ver qué sucedía. El nazi era un asco. ¿Y cuál era el secreto que contenía el cofre?

—La fórmula de la eterna juventud —dijo Nicholas con rapidez. No supo qué le indujo a hacerlo, pero la idea no era mala. Ya vería después como evadir la curiosidad de Linda, que se le antojaba extraña, pues jamás se había interesado en sus escritos.

—Podría ser tu mejor novela.

—Igual creo yo.

—Iré a darme un baño, pedí comida china, debe estar al llegar, por favor, recíbela. —Con un rápido gesto, Linda se quitó la camiseta y desnuda de la cintura para arriba se perdió tras la puerta del baño.

Nicholas aprovechó para echar una ojeada al manuscrito. Comprobó que todo continuaba tal como lo había dejado, fue a su habitación cerró el manuscrito dejando como tapa la hoja en la que se había quedado y lo guardó en el último cajón de su escritorio. Escuchó el timbre y fue a recibir la comida china. Sacó un billete, se lo dio al mensajero y le dijo que se quedase con el cambio. Todo un lujo. Pero el día había valido la pena, estaba eufórico, la novela era buena, sería suya, total, el autor estaba más muerto que Claudio Contini-Massera, pensó Nicholas. Dispuso la mesa y esperó a que Linda apareciera. Ella salió del baño envuelta en su bata, como era costumbre. Nunca supo por qué Linda prefería usar su ropa, al principio le agradaba, pero en esos momentos le causaba fastidio. Prefirió callar, tendría que encontrar el momento apropiado para decirle que todo había terminado.

La cena transcurrió demasiado tranquila, Linda parecía esperar a que él iniciara algún tipo de interrogatorio y Nicholas no tenía el menor deseo de hacerlo. Los primeros momentos de euforia se habían desvanecido y el ambiente cada vez se tornaba más pesado.

—He pensado… —dijeron los dos al unísono.

—Dime.

—No. Dime tú.

—Está bien. He pensado que ya no es factible que sigamos juntos —empezó a decir Nicholas.

—¿Estás viendo a otra?

—¡No! —reaccionó él.

—¿Entonces?

—Parece que no recuerdas que te fuiste. Me acostumbré a vivir solo, es todo. Tengo más tiempo para dedicarme a escribir, ya ves, he concluido una novela y estoy en proceso de revisión…

—Nicholas, me comporté de manera egoísta al irme a Boston, lo asumo, pero estos meses lejos de ti me han servido para comprender que te amo y que deseo vivir contigo. ¿Por qué no nos damos otra oportunidad?

—Yo en cambio, en estos meses comprendí que puedo vivir solo. No quiero pasar por todo otra vez. Quise decírtelo por teléfono pero apenas me dejaste hablar. Necesito tranquilidad, es la verdad, no hay otra mujer ni estoy saliendo con nadie.

—Trataré de no estorbar, Nicholas, no sentirás mi presencia.

—No es cierto. Te conozco, Linda, sí notaré tu presencia. Debiste pensarlo bien antes de irte.

Linda dejó los palillos chinos sobre el plato, estudiando el resto de los tallarines como si en ellos pudiera encontrar las palabras adecuadas. Una ligera arruga se dibujó en su frente. Cruzó la bata para cubrir sus pechos, como si fuera consciente de que ya no valía la pena mostrarlos.

—Me iré mañana temprano —dijo. Recogió los platos de ambos y los llevó a la cocina.

Nicholas conocía bastante a Linda para saber que era posible que ella llorara mientras lavaba la vajilla, pero no consideró ir a consolarla. No sentía el menor asomo de piedad, tampoco era algún rezago de orgullo herido, simplemente, no deseaba su presencia.

—Puedes dormir en el cuarto de al lado —dijo antes de encerrarse en su habitación.

Volvió a abrir y dejó fuera del cuarto la valija de Linda. Fue al escritorio, y abrió el último cajón. Allí estaba, como sonriéndole, con su espiral de un extraño color verdoso plateado. Parecía vivo. Lo sacó y lo puso sobre el escritorio bajo la lámpara. No pudo evitar el temblor de sus manos pero fue recobrando la serenidad al ubicar la línea en la que había quedado.