Cementerio Protestante, Roma
Noviembre 12, 1999
—Sé que lo que le estoy diciendo parece una aberración, signore Dante, pero tiene su explicación. Claudio deseaba tener un hijo, y embarazó a su madre, doña Carlota, cuando se casó con Bruno. Después de nueve meses dio a luz, pero el recién nacido le fue presentado muerto. Tiempo después, cuando usted tenía casi dos años, su padre, Claudio, lo llevó donde a su madre, Carlota, haciéndolo pasar como un niño recogido. «Es por el niño que perdieron» le dijo, y Bruno lo aceptó de muy buena gana; siempre fue un hombre de buen corazón. La sua mamma, sin embargo, siempre tuvo reparos, pues pensaba que usted era el producto de algún amorío de Claudio. Con el tiempo él la convenció de que en realidad era el hijo de una prima lejana que vivía en Suiza, una jovencita que no podía hacerse cargo de usted —terminó de explicar Martucci, haciendo caso omiso de mi estupefacción.
—Lo que me está diciendo es increíble. ¿Por qué tanto misterio? No logro comprender…
—Nadie debe enterarse de que usted es hijo de Claudio-Contini Massera. Especialmente su madre. Su vida correría peligro —me interrumpió él. Y de inmediato agregó—: ¿Recuerda lo que dice la nota que acaba de leer? Yo estaba presente cuando la escribió. Habla de unas señales que usted sabrá reconocer. ¡Tengo tanto que contarle! Todo esto tiene que ver directamente con lo que encontramos en Armenia.
—Entonces explíqueme, por favor, desde el principio —precisé, armándome de paciencia.
—Tiene razón. Lo haré. Yo cometí el error de comentar lo de la inscripción a mi amigo Claudio. Él siempre fue un hombre con gran poder de persuasión, y, la verdad, a mí no me faltaba sino un leve empujón para decidirme a hacerlo, me refiero a lo que sucedió en Armenia. Una noche fuimos a las catacumbas del monasterio antiguo. Según nuestros cálculos debíamos estar a unos quince metros bajo tierra, tal vez más, pues para bajar a ellas el camino tiene muchas vueltas y revueltas, subidas y bajadas. Muy a mi pesar, Claudio rompió la losa donde estaba la inscripción. En el nicho, un cofre de pequeñas dimensiones parecía incrustado en la piedra. Yo no me atreví a tocarlo. Sentí que si lo hacía la ira divina caería sobre mí. Pero Claudio no titubeó y lo arrancó de su lugar. Al hacerlo, ocurrió algo extraño, apenas lo tuvo unos segundos en sus manos, lo soltó como si el mismísimo fuego del infierno le quemase las manos. También había un tubo que contenía unos documentos.
El fraile se alisó maquinalmente la rala cabellera y noté que sus manos temblaban. Sus enormes pupilas parecidas a las de un búho parecieron agrandarse aún más. De pronto tuvo un acceso de tos.
—No tomé suficiente atropina. Sufro de asma desde que… —dejó las palabras en el aire y guardó silencio mientras sus ojos repentinamente cansados reposaron sobre las lápidas.
—Todo lo que me ha contado es muy interesante, pero no veo qué tengo yo que ver en todo esto —precisé.
—Su tío Claudio deseaba que usted conservara los documentos y el cofre. Decía que era la persona indicada. Créame, su contenido es poderoso, es… monstruoso. Me temo que fue una de las causas de su muerte. Él era un hombre obstinado. No quiso devolver el cofre a su lugar y lo llevamos con nosotros, a pesar de mi reticencia. A partir de esa noche Claudio no volvió a ser el mismo, parecía haberse apropiado de él una especie de locura.
—¿A qué se refiere? —indagué con curiosidad.
—Cuando traduje parte de los documentos que estaban escritos en latín, nos enteramos de que se trataba de minuciosos apuntes de estudios de genética. Y su padre, Claudio, o su tío, como prefiera llamarlo, empezó a obsesionarse con hallar al autor, él creía firmemente que podía encontrar la forma de alargar la vida y preservar la juventud. De eso hace ya veinticinco años.
Fray Martucci me miraba como esperando una reacción. Y yo, por supuesto, me se sentía examinado. Desde que me topé con Martucci supe que era estudiado con el mismo detenimiento con el que se haría a un especimen raro. La extraña mirada de Francesco Martucci no dejaba lugar a dudas de que no le importaba ser evidente, y aquello me fastidiaba, me causaba molestia que un extraño quisiera saber cómo me sentía. Sin embargo, reconocía que había logrado captar mi atención a pesar de lo confundido que estaba.
—Pero ahora mi tío yace en su tumba, y para la muerte no hay remedio.
—Usted no comprende. Su padre descansa en paz gracias a usted.
Nada de aquello tenía sentido. Sonreí de manera condescendiente como se hace con los orates, y me encaminé a la salida. Sentí que el fraile me seguía y me volví invitándolo a caminar a mi lado, pero Francesco Martucci me sujetó la muñeca con fuerza inusitada.
—¡Debe escucharme! ¡No es una broma ni estoy loco! —exclamó con fiereza, sin soltarme—. Falta una parte muy importante de los documentos, y si usted es lo bastante inteligente y merecedor del legado de Claudio Contini-Massera sabrá encontrarla. De ello depende el resto de su vida, ¿me entiende?
—No. No comprendo nada. No quiero saber más de este asunto estúpido, perdóneme, abad Martucci, pero hasta ahora lo único que me ha dicho son argumentos sin sentido. Me trae hasta aquí para entregarme una nota en la que mi tío o mi padre, no dice casi nada, aparte de que debo confiar en usted. Y no puedo hacerlo mientras no me explique exactamente de qué se trata todo. Déjese de frases crípticas como: «su padre descansa en paz gracias a usted», y hable de una vez por todas. Empezando por explicarme: ¿Por qué teme usted por mi seguridad?