Capítulo 5

Roma, Italia

Noviembre 11, 1999

Esa noche mi madre, mi hermana y yo, nos quedamos en villa Contini. Fui prácticamente empujado por la vieja doña Elena hacia arriba, a la habitación que siempre había ocupado cuando me quedaba en la villa. Capté el fervor de doña Elena, su orgullo por mí, quién sabía a cuenta de qué, y me enterneció el corazón. Parecía como si sintiera el deber de ocuparse de mí como lo había hecho con tío Claudio, y sólo acepté sus cuidados para no verla romper en llanto. Comprendí que ella necesitaba hacerlo.

Lo primero que hice al quedar a solas fue hurgar en el bolsillo de mi chaqueta. Extraje el papel y desdoblé la nota que había introducido el fraile.

«Lo espero mañana a las diez en la entrada de una pequeña trattoria llamada La Forchetta, queda a espaldas del Club de Tiro. Tengo un mensaje para usted de su tío Claudio. Por favor, no deje de asistir».

No tenía firma. Y no decía mucho. El sentido común me indicaba que no debía acudir a la cita, pero el hombre parecía confiable, a pesar de sus extraños ojos de enormes iris, cuyas pupilas lucían agrandadas, como si estuvieran bajo los efectos de la belladona. Estuve desvelado hasta altas horas de la madrugada, y cuando iban a dar las cuatro el sueño vino a acompañarme, con tanta intensidad, que cuando abrí los ojos y vi el viejo reloj estilo rococó sobre la consola de marfil tallado, marcaba las nueve y diez de la mañana. Tenía menos de una hora para desaparecer de la villa y llegar Roma.

Después de ducharme y vestirme casi en volandas, conduje el Maserati —regalo del tío Claudio, como casi todo lo que nosotros teníamos— como un bólido, en dirección a Roma. Dos minutos después de las diez, detuve el coche a pocos metros de un modesto restaurante. Arriba del portal colgaba un aviso tan desproporcionadamente grande que pensé que en cualquier momento se vendría abajo. Había llegado a La Forchetta. Era indudable que el monje pensaría que las señas de nuestro encuentro debían ser así de obvias. De entrada, aquello vapuleó mi amor propio. Vi salir una sombra de una de las puertas adyacentes al local, y distinguí al monje acercarse con paso decidido al coche. Quité el seguro y él subió y cerró la puerta con una agilidad inesperada.

Buongiorno, mio caro amicco. Soy Francesco Martucci.

Buongiorno, hermano Martucci —respondí mientras ponía en marcha el coche y aceleraba despacio con la intención de perderme por las intrincadas callejuelas romanas, pero fray Martucci hizo una seña con un dedo parecido a un fino garfio, indicándome el camino.

Signore, su coche es demasiado llamativo. Y conocido.

Tomé una avenida que nos llevó hacia la Via di Caio Cestio, y al cabo de un rato nos encontramos a la entrada del cementerio acatólico. Traté de dejar el coche lo más pegado posible al muro y entramos por una de las tantas sendas. Nos detuvimos al pie de uno de los cipreses que engalanaban los caminos.

Fray Martucci me alargó un pequeño sobre. Reconocí el escudo de la familia: dos leones con coronas de laureles mirándose de frente, rodeados por una serpiente enroscada en forma de esfera. Estaba cerrado. Lo rasgué y extraje un papel que reconocí de inmediato, con el mismo escudo como membrete, escrito en caligrafía menuda, apretada, como si el que escribiera la nota no quisiera revelar de golpe lo que quería decir. Reconocí la caligrafía del tío Claudio, ¡cómo no hacerlo! Era quien me había enseñado a escribir mis primeras letras. Pero por otro lado, también podría haber sido una falsificación.

Para mi desencanto no decía gran cosa:

Mi querido Dante,

Tengo tanto que decirte, quiero que sepas que las horas más felices las pasé contigo, te enseñé tus primeras letras, y espero que tus primeros pasos sin mí te recuerden que hay tesoros más duraderos que el dinero. Confía en Francesco Martucci, es mi mejor amigo. Y sobre todo, confía en los que te han acompañado toda la vida. Escribo esto ahora pues sé que no me queda mucho tiempo. Quiero dejarte mi posesión más preciada, espero que hagas buen uso de ella; no está registrada en mi testamento. Te la entregará Francesco Martucci en el momento que él crea conveniente. Tú sabrás reconocer las señales en el libro rojo. Y, por favor, cuídate.

Ciao, mio carissimo bambino.

Claudio Contini-Massera

El fraile aguardaba, y yo me sentía observado inquisitivamente. Supongo que mi rostro reflejaba cierta desconfianza. Nunca he sido buen jugador de póker; es fácil adivinar mi estado de ánimo. Tal vez fray Martucci estuviese pensando qué sería lo que vio en mí el tío Claudio para legarme algo que consideraba de sumo valor. Pero si soy un hombre que no sabe ocultar sus emociones, en cambio, sé leer el rostro de las personas. Y mi intuición me decía que aquel hombre ocultaba algo, aunque su actuación a todas luces parecía sincera.

—¿Cuándo recibió esta nota de mi tío?

—Hace un año y medio.

—¿Un año y medio? —repliqué con extrañeza.

—Su tío sospechaba que podría morir en cualquier momento.

—¿Acaso estaba enfermo y yo nunca me enteré?

—Hay muchas cosas de las que usted nunca se enteró —respondió el fraile, evasivo.

—Es verdad —dije, sintiéndome culpable.

Seguimos caminando, y al ver que él no parecía tener intenciones de hablar, me pregunté qué hacía yo allí, en un cementerio protestante, con un cura evidentemente católico.

Después de unos minutos fray Martucci se detuvo y fijó la vista en la punta de la pirámide de Cayo Cestio. Aproveché para observarlo detenidamente, tenía un perfil cortante. Su nariz afilada se recortaba contra el cielo dándole un aspecto hierático. Empecé a impacientarme, y cuando estaba a punto de abrir la boca, él miró la nota que yo conservaba en las manos y dijo:

—Hace años yo trabajaba en el Matenadaran, en Armenia, una de las bibliotecas de manuscritos más rica del mundo, para entonces contaba con cerca de catorce mil ejemplares, algunos de los cuales ayudé a traducir. Infinidad de libros, tratados y ensayos antiguos pasaron por mis manos. Soy restaurador y poseo una maestría en lenguas muertas. Trabajé en ese lugar por cerca de treinta años, me gané la confianza de esa gente, y tuve la oportunidad de realizar investigaciones arqueológicas en cualquier lugar de Armenia y los países adyacentes. Y su tío era aficionado a las antigüedades. Fue varias veces a hacer negocios a Armenia; en uno de esos viajes encontramos algo que él consideró muy valioso.

—¿Y no era ilegal sacar de allá documentos o piezas arqueológicas?

—Depende… en el caso del documento que interesaba a su tío Claudio no era tal. No se trataba de una reliquia ni algo que tuviera valor histórico antiguo. Fue puesto allí después de terminada la Segunda Guerra.

—¿Por quién? ¿De qué trataban esos documentos?

—Digamos que más que documentos, eran apuntes de estudios científicos relacionados con la genética, estudios realizados por uno de los nazis más perseguidos.

—No comprendo cómo pudo alguien dejar documentos supuestamente tan valiosos en un lugar tan visible como una biblioteca.

—¡Ah!, eso no fue así de sencillo. Ni fue en la biblioteca. Le explicaré. Fue en el complejo de Noravank. Está compuesto por la iglesia principal dedicada a San Juan el Precursor; Surp Kadapet, la de San Gregorio: Surp Grigor, y la de Santa Madre de Dios, Surp Astvatsatsin. Las tres están unidas por medio de túneles y catacumbas. La iglesia principal se construyó en el siglo XII, y debajo de ella yacen los restos de otra construida en el siglo IX. Como le dije antes, he pasado muchos años de mi vida en Armenia, en calidad de «prestado por la Iglesia Católica» mi trabajo era traducir los manuscritos y libros, pero en mi calidad de investigador tenía entrada libre a los recovecos del monasterio, y créame, hay lugares donde preferiría no haber entrado.

—¿Quiere decir que los documentos estaban en las catacumbas?

—Sí, Signore. Y lo supe por casualidad. Pero junto a los documentos había un pequeño cofre. Y me temo que jamás debimos tocarlo.

—Fray Martucci, le ruego que sea más explícito.

—Lo extraño de todo, es que la inscripción que encontré en las catacumbas estaba grabada en armenio antiguo, por lo que inicialmente pensé que se trataba de los restos de algún religioso. —Prosiguió él sin hacer mucho caso de mi solicitud.

—Y da la casualidad de que usted es experto en ese idioma. —Apostillé, un poco fastidiado del despliegue de conocimiento que hacía el cura.

—Justamente, don Dante. Justamente. Era una rara inscripción que no pertenecía a ese lugar, pues no mencionaba el nombre de algún difunto, sino unas palabras: «Aquí está. Quien no comprenda el significado morirá». Y debajo de una cruz latina: «La ira divina recaiga sobre el profanador». Tenía tallados en sus cuatro ángulos unos símbolos en forma de rayos. Al principio no supe definir qué eran, pues entre las figuras encontradas en Armenia se encuentran las primeras esvásticas y cruces, con una edad de más de nueve mil años antes de Cristo. Fue después, cuando supe el contenido, que comprendí que eran unas esvásticas nazis. En esa ocasión salí de allí sin tocar nada, y lo primero que se me ocurrió fue llamar a mi gran amigo, su tío Claudio. Él se interesó muchísimo por lo que le dije, y fue a verme a Armenia.

No pude dejar de sonreír. El tío me estaba gastando una broma. Una muy elaborada. También se me ocurrió en ese momento que era posible que el fraile quisiera sacarme dinero a cambio de algún fantástico secreto oculto en algún lugar de Armenia.

—Mire, Fray Martucci. No creo ser la persona indicada. Usted y mi tío andaban muy descaminados, no veo qué tenga que ver todo aquello conmigo, y tampoco estoy seguro de que la carta sea de él. ¿Cómo sé que no es una burda trampa para sacarme dinero? Le adelanto que no tengo ni un centavo.

—Eso lo sé. Y también lo sabía su tío antes de morir. Pero no se preocupe, que los dos millones que le entregó para su viaje a América están a buen recaudo.

Esta vez fue como si recibiera uno de esos golpes que los pugilistas llaman knock out. ¿Quién era este hombre?

Debió notar mi aturdimiento, pues se apresuró a aclarar:

—Su corredor de bolsa era un estafador. Si usted acostumbrara leer las noticias en las páginas de economía, sabría que hoy en día está en la cárcel. Hemos seguido sus pasos, don Dante. Fue idea de su tío. Él era un buen hombre, pero le desagradaba desperdiciar el dinero. ¿Recuerda a su amiguita, la dueña de la floristería? Fue ella quien le presentó a Jorge Rodríguez, en quien usted confió ciegamente. Doña Irene es una mujer de cuidado. Su negocio de flores de Colombia es una tapadera de uno más nefasto y peligroso.

Sentí que me faltaba el aire. Caminé varios pasos en dirección a la tumba más cercana y me senté en la lápida. Un gato saltó de algún lado y se alejó después de enseñar los dientes. Fray Martucci continuó donde estaba, hasta que decidió hacerme compañía.

Yo tenía las manos sujetándome la cabeza, para cerciorarme de que todavía existía. Escuché sus pasos lentos venir hacia mí y me fijé en sus zapatos de puntas desgastadas.

—Créame, Signore Dante, no necesito su dinero. Tengo suficiente, y sin embargo vivo casi como un asceta. Mi vida son los libros, y si hago esto es por petición de mi amigo Claudio. Fue el único de los Contini-Massera que me trató con la cercanía de un pariente. ¿Sabía usted que quiso dejarme parte de su fortuna? ¿Pero qué haría yo con tanto dinero? Entonces decidió que haría una generosa donación a la iglesia a la cual pertenezco, la Orden del Santo Sepulcro. Gracias a ello, soy hoy en día el abad; pude haber sido arzobispo, ¡cómo no! ¡El dinero abre muchas puertas!, pero también acarrea demasiados compromisos. Por otro lado, soy feliz como estoy, hace años hice votos de humildad.

—Fray Martucci, usted debe saber quién soy. Lo único que hice fue terminar mis estudios porque debía hacerlo. Me he acostumbrado a vivir pensando en que algún día recibiré una herencia, no creo tener la capacidad de enfrentar la vida, mucho menos hacerme cargo de un secreto que no termino de comprender.

—Pues algo muy diferente debió pensar su tío acerca de usted. Él sabía que moriría y deseaba dejarle algo muy valioso para él, más que toda su fortuna.

—Casi podría comprender todo lo que dice, pero ¿por qué el misterio?

—No es por mí, don Dante, es por usted, para resguardar su seguridad. A mí no me hubiera costado nada citarlo en mi abadía, o dejar que nos vieran conversando ayer, en el jardín. Pero cuantos menos se enteren que usted y yo estamos vinculados, más seguro estará usted.

—Sé que él me quería como al hijo que nunca tuvo. Pero dejó de frecuentar nuestra casa. Parece que cuando murió el abuelo hubo problemas con mi madre por la herencia que hubiera correspondido a mi padre si estuviese vivo. A partir de ahí empezaron los problemas con mamá. Era yo quien iba a verlo llevado por Pietro.

—El padre de Claudio fue un hombre muy cuidadoso de sus bienes, supo a quién dejárselos, sin duda. Con su perdón, don Dante —agregó Martucci.

—Pierda cuidado, que sé cómo es mi madre. Pero tío Claudio no tenía ningún derecho a abandonarnos. Siempre que yo iba a verlo sentía como si estuviese cometiendo una falta, tenía prohibido hablar con él, hasta que me enfrenté a mi madre —concluyó Dante con tristeza.

—Nunca los abandonó. Se hizo cargo de ustedes, sólo que no volvió a tratar a su madre como antes. Y respecto a esto, creo que ya es tiempo de que usted sepa algo que es crucial: su madre y su tío Claudio fueron más que cuñados. Usted es hijo de mi buen amigo Claudio. Usted tiene su sangre.

La mirada de Martucci se posó en mis facciones esperando alguna reacción, supuse. Pero la noticia merecía más que un gesto facial o un sobresalto en mis ojos. Simplemente sentí que me había quedado inmóvil a la par que miles de pensamientos se agolpaban en mi mente. Ese día había sido para mí como abrir el Libro de las Revelaciones. Lo que siempre había anhelado, era realidad. Y entonces, después de su muerte, me enteraba que el hombre que yo más respetaba y amaba, había sido mi padre. Que mi madre se hubiese enamorado de él, no me provocaba ninguna aversión. Muchas veces llegué a pensar que hubieran podido casarse, ¿por qué no lo habrían hecho?

—¿Me escuchó usted?

—Lo escuché.

—Claudio Contini-Massera estuvo enamorado de su madre toda la vida. Pero ella eligió al hermano, Bruno. Era el mayor, y por tanto, heredero principal de la fortuna de la familia. Sin embargo, su tío Claudio y la madre de usted se siguieron viendo, fue así como usted fue concebido, Signore mío. A la muerte de su padre, los amores de ellos continuaron, pensé por lo que él me contaba que llegarían a casarse, pero doña Carlota no amó nunca a Claudio. Creo que no amó a nadie. Discúlpeme si me expreso así della sua mamma, pero es la verdad. Cierto día llegó Claudio y la encontró con un jovenzuelo en la cama, uno de los tantos que ella gustaba llevar, y se hartó. Claudio era el albacea de la pequeña fortuna que usted heredó de su padre, y ella tenía que avenirse a lo que mi gran amigo proporcionara para su sustento, aún así, recibió más de lo que se había dispuesto.

Comprendí muchas cosas. Tío Claudio había sido mi padre, por ello se comportaba como tal. Yo era su vivo retrato, tal vez todos se habrían dado cuenta de ello, y fui el último en enterarme de la verdad. Martucci, por momentos inexpresivo, parecía luchar consigo mismo para no dejar al descubierto su preocupación, como si quisiera evitar a toda costa que yo captase sus sentimientos.

—Existe un detalle, signore, y es necesario que me prometa que quedará entre nosotros, antes de que yo se lo diga.

Para ese momento yo era capaz de prometer cualquier cosa.

—Lo prometo.

—Como ya le dije, usted es hijo de Claudio, pero también es hijo de su madre, doña Carlota. Sin embargo, ella cree que usted no es hijo de Claudio ni de ella.

Fue demasiado. Me aparté un poco del fraile para poder examinarlo mejor. Era indudable que el hombre estaba loco.