Capítulo 4

Villa Contini, Roma, Italia

Noviembre 11, 1999

Me asombró ver a tantas personas reunidas en un mismo lugar en un lapso de tiempo tan corto. El pequeño cementerio privado estaba repleto. Había más gente que el día anterior, cuando se efectuaron los ritos funerarios en la capilla. Y me extrañó que el religioso que reconocí en la alcoba de tío Claudio no fuese quien oficiara aquella misa de responso, sino otro, un sacerdote engalanado con una casulla morada con ribetes de oro. Finalmente llegó el momento en que yo, como representante de los Contini-Massera y miembro más cercano al tío Claudio, debía ejercer la palabra en un discurso de despedida acorde con la importancia del difunto; situación que no me apetecía en absoluto, pero que era consciente de que debía llevar a cabo. En realidad, la parte de la ceremonia por la que sentía verdadera aversión era el último adiós en el mausoleo.

«Queridos parientes y amigos aquí reunidos, hoy es un día triste para todos nosotros. Hemos perdido al miembro más insigne de la familia Contini-Massera, a quien estoy seguro, muchos de nosotros extrañaremos por su presencia siempre reconfortante, y por el cariño y el amor que supo darnos». Creí que en esta parte se me quebraría la voz, pero de inmediato pensé que a tío Claudio no le hubiera gustado que demostrase flaqueza. «Hoy estamos aquí reunidos para demostrarle nuestro último sentimiento de lealtad, y para retribuir de alguna manera todo lo que él nos dio en vida. Roguemos por su alma».

Sentí todas las miradas sobre mí cuando bajé los ojos para proceder a rezar un Padre Nuestro, y sabía que no todas eran de compasión o para acompañarme en mis tristes sentimientos. Estoy seguro de que algunos de los allí presentes eran adversarios del difunto, y que probablemente yo los recibiría como herencia. Es curioso. Los italianos somos un pueblo muy unido en los funerales, aun el de nuestros enemigos, por lo menos, así lo demostramos. Tal vez sea la única ocasión en la que logramos reunir a toda la familia: a los amigos, a los enemigos y a los posibles socios. Estaba seguro de que entre la gran cantidad de dolientes unos cuantos preferirían estar en otro lugar. Pero era un acto de honor. Y el honor para los italianos no es cualquier cosa, es tan importante como los funerales.

Pero todo aquello había ocurrido el día anterior. Y tras una noche acompañando a tío Claudio, yo había tenido mucho tiempo para reflexionar. ¿Y qué tal si no era yo el depositario de su herencia? Pudo haber modificado su testamento en vista de que no me acerqué a él cuando estuvo enfermo. Si hubiese sabido que no tenía forma de regresar porque no contaba con dinero para el billete, con seguridad me hubiese desheredado, y con mayor razón. Pedírselo a mi madre hubiera sido el peor error. Mi deuda con ella sería eterna e impagable. Y no deseaba admitir ante mi hermana que era un absoluto inútil. Todos estos pensamientos se agolpaban en mi cerebro mientras veía pasar uno a uno a los dolientes frente a mí. Una noche larga, en la que no sé si por el trauma que representaba, o por el cansancio acumulado, mis ojos solo captaban miradas: unas, curiosas; otras, despectivas; aquellas, condescendientes, y otras cuantas envidiosas; las había también inquisitivas, y por último, muy pocas con el suficiente aporte de compasión, como para que pudiera confundirlas con el antiguo acto sincero que acompaña a las despedidas finales. Y todas pasaban frente a mí, en un protocolo que solo recordaba haber visto cuando murió el abuelo.

El religioso que estuvo en la alcoba de tío Claudio ofició el último responso frente al féretro ya cerrado, dentro del mausoleo. Sólo las personas más cercanas al difunto estábamos presentes, las demás acompañaban el entierro desde afuera, y cuando la losa de mármol negro separó de manera definitiva la presencia de tío Claudio en la tierra, no pude retener un suspiro de alivio al saber que podría salir a respirar lejos del pesado ambiente de la cripta. Por razones de protocolo fui el último; cuando me disponía a salir, sentí que una mano huesuda sujetaba mi muñeca. Reprimiendo el terror volví el rostro y vi al fraile. Puso un dedo sobre los labios y deslizó un papel en mi bolsillo.