Roma, Italia, Villa Contini
Noviembre 10, 1999
Sentí que estaba en la villa Contini apenas divisé los dos leones de piedra sentados uno a cada lado de la entrada del largo corredor arbolado que conducía hacía la mansión de tío Claudio. Algunos lo catalogaban de excéntrico por preservar costumbres que para la mayoría de la familia se consideraban absurdas, como el que toda la servidumbre de la villa lo recibiese de pie flanqueando la entrada, y que él con gran satisfacción reconociera a cada miembro llamándolo por su nombre. Pero las cosas habían cambiado. Antes de partir yo para América, me enteré de que tío Claudio prefería vivir en su piso de Roma. Según él, así estaba más cerca de sus negocios; yo pienso que la verdadera razón es que la villa se le hacía muy grande para él solo.
Al entrar al gran salón donde estaba reunida parte de la familia comprendí que lo inevitable había sucedido. La cara de mi madre no podía ser más elocuente. Ella era una mujer hermosa, más que mi hermana Elsa, a pesar de su juventud. Cuando mi madre se sentía afectada, sus ojos cobraban un matiz diferente, lejano, como el de las divas de cine que tantas veces vi en las viejas películas junto a tío Claudio. Siempre estuvimos de acuerdo en que tenía un extraordinario parecido a Ava Gardner. Esta vez, bajo sus ojos, un ligero tinte azulado teñía su piel de un blanco pálido. Apenas me vio se acercó y me abrazó como no lo había hecho desde mucho antes de mi partida, y sentí que de veras estaba conmovida. Pero lo que no acertaba a descifrar era el motivo real. La conocía demasiado como para creer que sufría por la pérdida; creo que cada cual conoce la parte oscura de su madre y pensé que lo más probable fuese que su angustia se debiese a que se hallaba imposibilitada de saber si tío Claudio había incluido su nombre en el testamento. No me alegró estar a su lado otra vez, oscuros recuerdos que había tratado de sepultar por todos los medios invadieron mi ánimo ya decaído. Mi hermana vino a mi encuentro como si adivinase que necesitaba ayuda. Ella era dos años menor que yo y sin embargo, siempre me había servido de refugio. Elsa era todo lo opuesto a mi madre. Su mirada plácida evocaba a una Venus de Boticcelli. Me apretó la mano como saludo, y se puso a mi lado mientras mamá daba media vuelta y atendía a dos viejos varones de la familia entre los que parecía encontrarse muy a gusto. Supongo que por sus miradas lascivas. Yo preferí evitar estar presente en su inevitable coqueteo. Parecía una abeja reina atendida por sus solícitas obreras. Siempre me ha incomodado su manera de ser. A veces pienso que lo hace a propósito, como si quisiera demostrarnos que aún es joven y apetecible. Mi madre siempre me tuvo por el hombre de la familia a la muerte de mi padre, y esa constante presión fue la que me mantuvo alejado de ella.
Elsa me llevó de la mano hacia las dependencias privadas del palacete de tío Claudio y se detuvo ante su alcoba. Tuve miedo de entrar. Nunca he sido valiente, y enfrentarme a la muerte era lo que menos deseaba en ese momento, ni nunca. Pero comprendí que era inevitable. Sentí el perfume inconfundible de mi madre y supe que la transición hacia la muerte la haría con ella. El sonido de sus tacones era tan inconfundible como su perfume. Se puso a mi lado y apoyó su cabeza en mi hombro. Y así, como dos personas acogiéndose en un doloroso abrazo, nos enfrentamos al cadáver de tío Claudio. Por un momento fue como si me viera a mí mismo más viejo. Todos decían que era su vivo retrato. Supongo que mi padre también se parecería a él. Pero fue tío Claudio quien heredó el título y la fortuna del abuelo, y aquello se convirtió en el motivo de la discordia que duró hasta la muerte de mi padre, tres años después de que yo naciera, de manera que fue a tío Claudio a quien vi como figura paterna, aún después de que dejó de frecuentar la casa.
Al ver su rostro tan sereno me pareció increíble que estuviese sin vida. En ese momento me trasladé a algunos años atrás, cuando me decía:
—Dante, hijo mío, todo esto algún día será tuyo.
Pero para mí no tenía mayor significado, pues siempre había vivido rodeado de su mundo.
—Prefiero que siga siendo tuyo, tío, porque significará que estás vivo.
—Mio caro bambino, debes prepararte, quiero que termines los estudios de economía. Es imprescindible.
—¿Para qué necesito estudiar?
—Para defenderte. Ser rico no es fácil, tendrás que enfrentarte a situaciones que requerirán decisiones sabias. Quiero que vengas a la Empresa, que te empapes de todo lo que allí sucede.
—Tío, no me dejes nada, de veras, te lo agradezco, pero no creo merecerlo.
Tío Claudio movía la cabeza de un lado a otro como negándose a comprender que yo no tenía su espíritu emprendedor. Entonces pensaba que tal vez me parecía a mi padre.
—Pobre Dante. No tienes otra opción. Esa es la realidad.
—¿No existe alguna posibilidad de que alguno de tus socios quede al mando?
—La Empresa debe quedar en manos de la familia. Tengo socios, sí, pero cada uno de ellos tiene una parte ínfima en mis negocios.
Sentí que aquella herencia, la Empresa, como él solía llamarla, sería como una maldición para mí. La opresión de saber que el momento llegaría me asfixiaba. Quise escapar, vivir mi vida.
—Tío Claudio, quisiera ir a América. Dame un par de años para prepararme, necesito estar solo, lejos de todo esto.
—Hecho. Tienes mi bendición. Espero que al volver hayas duplicado el capital que te entregaré. Y prométeme que no dejarás tus estudios de negocios internacionales.
—¿Lo ves, tío? Quiero irme sin presiones, no quiero tu dinero, no sabré duplicarlo…
Quizá mi cara reflejaba tal angustia que él me puso una mano en el hombro y me dijo:
—Está bien. Sólo prométeme que no te meterás en problemas, el nombre de la familia está en juego. Ve, prepárate, disfruta y regresa. Algún día tendrás que comprender que el trabajo también es una diversión.
Y allí estaba yo, esta vez de regreso sin un centavo y sin tener a quién rendirle cuentas, con deudas y con el peso a mis espaldas de ser la cabeza de familia de un emporio financiero que no me interesaba regir. Y no tenía a tío Claudio para orientarme. Había perdido la oportunidad de aprender de él mismo, y sólo recordaba las ocasiones que tuve de acompañarlo a las juntas directivas y admirarlo. Parecía un pez en el agua. Su palabra era la que finalmente todos aceptaban y hasta parecían aliviados de hacerlo, pues siempre sabía qué hacer o qué decisión tomar. No obstante, reconocía que necesitaba su dinero. No podía dejar las deudas sin pagar. ¡Qué poco alcance tenía mi mirada en aquellos días!
Tío Claudio parecía dormir con placidez.
—Madre, la muerte borra las arrugas —murmuré.
Ella se separó de mí con un pequeño sobresalto. Tal vez lo tomase como un comentario malintencionado, pensé cuando vi el reproche en sus ojos.
Percibí un pequeño movimiento en una esquina de la alcoba; un hombre vestido de sotana se hallaba sentado como en estado de trance. Tenía los ojos bajos, aunque por un momento tuve la sensación de que me había estado observando. Supuse que sería quien le había dado los santos óleos. Tardé un poco en hacer memoria; un rato después, cuando ya había salido de la habitación de tío Claudio, recordé que lo había visto en contadas ocasiones en la villa Contini haría cosa de cuatro años.
Los parientes que se habían acercado a la casa eran los más afectos a mi madre; supongo que estaban allí convocados por ella. En esos momentos se había convertido en la «señora de la casa», dada la cercanía que siempre tuvimos con tío Claudio. A mí se me hacían como pájaros de mal agüero, con sus trajes negros como cuervos al acecho. Creo que a mi madre le gustaba verse rodeada de gente, ese era el motivo de su ajetreada vida social y también de su incesante búsqueda de pareja. Y por contradictorio que pareciera, a pesar de ser una mujer tan hermosa, le era difícil encontrar al hombre apropiado. Era la historia de su vida. Creo que el principal problema consistía en que sentía debilidad por los extremadamente jóvenes. Y por los hombres casados.
El médico de cabecera del tío Claudio había confirmado su muerte una hora antes de mi llegada; según explicó, la extraña enfermedad que venía padeciendo desde hacía años había empeorado en los últimos seis meses. El diagnóstico fue un infarto de miocardio. Me pareció un motivo demasiado simple para un personaje como él; he sabido que muchos sobreviven a un infarto, y me costaba creer que tío Claudio yaciera sin vida por algo así. Fue después, cuando estuve a solas y recorrí con la mirada las paredes de esa habitación tantas veces ocupada por mí y me asomé a la ventana, cuando caí en la cuenta de que jamás volvería a saber de él, que no volvería a verlo partir en su coche, que esa casa estaba indisolublemente unida a mi tío y que él había significado mucho para mí; que más allá de su ayuda y su fortuna, yo lo amaba. Fue entonces cuando la desolación invadió mi alma, me sentí como un pajarillo al que le han arrebatado la protección del cobijo del ala materna. Y lloré como no lo había hecho en años. Y en medio del llanto recordé la canción que él siempre me cantaba:
«A, más B, más C, más D, más E… son uno, y dos, y tres, y cuatro, y cinco…», un soniquete que de tanto escucharlo se me quedó grabado, y para cuando empecé la escuela era el único chico que sabía el abecedario y contar hasta diez. «Sólo tienes que pensar en la familia y las personas más cercanas, y recordarás las letras, Dante». «Un libro es un mundo de conocimientos, mio caro bambino. Al principio los libros eran tan valiosos como los tesoros, y los encadenaban».
Fuimos a conocer la biblioteca de Hereford cierta vez que viajamos a Inglaterra porque él tenía que asistir a un gran evento donde estaría la realeza. Esa noche me quedé en el piso que tenía en Londres, acompañado de Pietro. Guardo buenos recuerdos de esos tiempos, fue antes de que tuvieran la gran discusión el tío Claudio y mamá. Tres días después viajamos a Hereford, conocí su enorme catedral y vi la biblioteca. Todos los libros tenían cadenas lo suficientemente largas como para que llegasen hasta la mesa donde se podían leer. Recuerdo que me preocupaba que se enredasen, de tantas como había. «¿Te gusta?» —preguntó—, yo no sabía qué responder. Hubiera querido decir que no, pero deseaba complacerlo y le dije que me encantaba. «Si tuviera un secreto que guardar lo haría aquí, dentro de uno de estos libros, nadie podría robárselo, pues están encadenados», dijo cuando estábamos saliendo y rio con aquella risa franca y alegre que me hacía sentir tan feliz.
En medio de la desolación me inundaron las reminiscencias, como si de esa forma lograse conservar un poco más a tío Claudio a mi lado.
El velatorio se efectuaría en la pequeña capilla de la misma villa Contini, situada a unos doscientos metros de la casa principal, y sería enterrado en el cementerio de la familia, un mausoleo de paredes grises cuya entrada estaba flanqueada por dos ángeles de granito de tamaño natural. Sólo recordaba una ocasión en la que había entrado y fue precisamente con él. Sin ningún motivo aparente, tío Claudio se me acercó un día que correteaba por los predios de la capilla y me preguntó si deseaba conocer el lugar donde estaban nuestros antepasados. Mi curiosidad me llevó a responder que sí, sin saber de qué se trataba.
«Aquí terminaremos todos», dijo, señalando las paredes en donde había una especie de marcos a bajo relieve con unas inscripciones. Bajamos unos escalones y entramos en un recinto más grande. «Aquí reposan los restos de tus abuelos, y también los de tu padre».
Sentí que se me erizaba la piel. Sabía que diría: «y los míos, y los tuyos, algún día». ¿Qué otra cosa, podría esperar? Recuerdo con claridad que deseaba huir de ese lugar iluminado apenas por unas luces mortecinas provenientes de quién sabe dónde, porque yo no atinaba a levantar los ojos para no enfrentarme a la muerte. Estaba rodeado de ella, y las sombras se asemejaban a brazos oscuros que intentaban darme alcance. Tío Claudio me puso una mano en el hombro, y como si comprendiese mi tormento, me la tendió y salimos del mausoleo.