Capítulo 2

Nueva York, Estados Unidos

Noviembre 9, 1999

Conocí a Irene en San Francisco, en una de las tantas fiestas a las que era invitado, recuerdo que entre el puñado de mujeres hermosas que allí había, la figura de Irene sobresalía por ser la menos llamativa. Pero no me refiero a su falta de atractivos, no. No era de las mujeres con abundante cabellera de reflejos dorados y tono de piel de eterno bronceado. Tampoco de las que exhiben una sonrisa artificial de labios en exceso voluptuosos, que hacen juego con sus respectivos senos talla treinta y seis, de solución salina. Irene parecía demasiado natural. Era lo que la diferenciaba. Debió de sentir la insistencia de mi mirada, pues giró hacia donde yo me encontraba, y a pesar de los diez metros de distancia sentí la calidez que recorría mi cuerpo ante su reconfortante sonrisa. No era un coqueteo: era una sonrisa. Como las que hacía tiempo no recibía, como aquellas que solían regalarme cuando niño después de alguna travesura. Un «va bene, ragazzo» y yo me sentía amado.

Me acerqué a ella y pude comprobar con alivio que su pequeña nariz no era producto de la cirugía, y que debajo de sus ojos se formaban unas ligeras hinchazones cuando sonreía, dándole el aspecto de muñeca dormilona. No tengo nada en contra del embellecimiento quirúrgico, pero las prefiero al natural, con los senos pequeños, y si los tienen llenos, con la caída normal del efecto de la gravedad. E Irene era una mujer tan natural hasta en su comportamiento, que me cautivó desde que la vi en casa de uno de los tantos amigos que había hecho en mis frecuentes salidas nocturnas en Nueva York. Me habían invitado a pasar unos días en su residencia, una ciudad de clima delicioso, más benigno que el de Manhattan, donde el viento sopla tan fuerte que parece que quisiera barrer los habitantes de la ciudad. Recuerdo que después de un par de palabras nos encaminamos al jardín y nos sentamos en el borde de un muro que rodeaba el acantilado desde donde se veía el Golden Gate y gran parte de la Bahía. Podíamos escuchar las olas rompiendo contra la pared de roca unos metros más abajo. El ruido de las voces, las risas y la música de la casa se percibían como un telón de fondo mientras nosotros ajenos a todo nos mirábamos sonriendo sin ninguna razón aparente. Evoco ese momento especial porque sus labios me parecieron deliciosos; sus dientes de conejito le daban el aspecto travieso y juvenil que mi mente grabó para siempre. Esa misma noche me enteré que ella también vivía en Manhattan, y aquello me entusiasmó porque podría verla otra vez.

Mi nombre no la impresionó, ignoraba que yo era uno de los solteros más codiciados de Nueva York. Estuve seguro de ello desde el principio y lo comprobé cuando a los meses de conocernos adivinó que necesitaba ayuda y me contactó con un experto asesor financiero. Un corredor de bolsa que casi hizo doblar el capital que le di. Y después, cuando ella se ofreció a prestarme dinero al enterarse de que mis inversiones no iban tan bien. Y no es que estuviera loca por mí. Aún hoy no estoy seguro de nada respecto a ella. Pero me mortificaba profundamente que supiera mi situación económica; Irene merecía a alguien mejor que yo y juré que si las cosas cambiaban, le pediría que fuese mi esposa. Y ahora debía acudir a ella por segunda vez; no tenía otra opción.

Fui a recogerla al trabajo, a su floristería. Un negocio de flores importadas de Colombia; se especializaba en arreglos para bodas, bautizos y toda clase de eventos sociales, incluyendo funerales. Nunca pensé que de un producto tan efímero y delicado pudiera surgir dinero. Y la admiraba por eso, y por todo lo demás.

Irene me vio llegar y desplegó sus labios regordetes en una sonrisa que me terminó de desarmar. ¿Cómo decírselo?, pensé. Subimos a su apartamento, un piso moderno, decorado con elegante sencillez, fiel reflejo de su persona. Después de descalzarse se tendió en el sofá mientras estiraba los dedos de los pies. Los tenía muy cuidados, con las uñas pintadas en fucsia. Siempre.

—Estuve de pie todo el día —dijo alargándome la mano. Me senté a su lado y ella alzó las piernas para ponerlas sobre mis rodillas.

—Debo ir a Roma —comenté, dándole un pequeño beso en los labios.

—¿Cuándo?

—En cuanto pueda. Tío Claudio está muy enfermo, prácticamente agonizando, y soy su único sobrino directo.

—¿Recibirás una herencia? —preguntó Irene. Yo sabía que no lo hacía por interés o por simple curiosidad. Era obvio que siendo una mujer práctica deseaba ayudarme.

—Se supone que sí. Mi madre ha llamado ya dos veces, dice que es necesario que esté presente.

—Por supuesto que debes ir, cariño, las veces que me has hablado de él lo hacías como si se tratase de tu padre. Yo puedo ayudarte. Sé que estás pasando por un mal momento.

Escudriñé sus suaves facciones, preguntándome qué habría hecho yo para merecer una mujer como ella.

—Te dejaré en garantía a Pietro —ofrecí, dándole un beso.

—Me conformo con que vuelvas —respondió ella haciéndome un guiño—. Prométeme que cuando regreses rico, no te entusiasmarás con bonos dudosos otra vez.

—Me dijeron los riesgos antes de invertir, y lo hice. Soy un idiota, lo sé.

—Una lección muy cara. Dos millones de dólares —acentuó con vehemencia.

—Dijeron que era un negocio con cierto riesgo, pero averigüé y supe que los bonos de la deuda pública argentina pagaban muy buenos dividendos a corto plazo, lo que sucedió es que me apresuré y no hice caso del consejo de Jorge Rodríguez.

—Una persona de fiar, pero me temo que no muy convincente. Siento habértelo presentado.

—No es culpa tuya, Irene, no puedes sentirte responsable por mis acciones.

Ella no dijo nada. Recogió sus piernas extendidas y puso sus pies sobre la alfombra.

—Ven —me invitó con aquel tono que parecía una promesa.

La seguí hasta su pequeño estudio-biblioteca. Sacó un talonario de cheques que a mí me pareció más gordo que cualquiera de los míos y empezó a llenar uno de ellos con su letra redondeada. Después de firmarlo, con un gesto rápido rasgó el papel. Un sonido que siempre me ha fascinado, es como si estuviera condicionado a sentir euforia cada vez que escucho rasgarse el papel, especialmente si se trata del papel terso y resistente de un cheque. Lo extendió a través del escritorio y me lo dio.

—¿No lo miras? —preguntó al ver que lo guardaba en el bolsillo de la chaqueta.

—No. Pero te devolveré el doble.

—Lo sé, cariño. —La seguridad con que lo dijo me desconcertó. Y por un instante sentí que una alarma empezaba a dispararse en mi cerebro, pero pensé que me sentía demasiado suspicaz. La falta de dinero aguza los sentidos, y en esos días me encontraba demasiado sensible.

Las siguientes horas me hicieron olvidar cualquier resquemor que pudiera haber atribuido a mi reciente sensibilidad. Me dediqué a Irene en cuerpo y alma, y creo que ella también lo hizo así, y esta vez no me importó la larga cicatriz que cruzaba su nalga izquierda hasta la cintura. La primera vez que la vi confieso que sentí cierto rechazo, pero después me habitué. «¿Qué te sucedió?», le pregunté un día. «Ya te contaré», fue su respuesta. Y no volvimos a tocar el tema. En su primera desnudez la admiré más porque supe que era mayor de lo que aparentaba. Otro secreto. Pero creo que todas las mujeres en un momento determinado de sus vidas eligen no seguir cumpliendo años. Debía tener treinta y ocho, con seguridad más, pero no era por sus carnes que eran prietas, ni por algún defecto de su cuerpo de piel suave y firme, que lo supe. Eran sus senos. Aprendí que en las mujeres donde más se nota la edad es en esa curva delatora. Por ello es tan chocante ver a una mujer madura con los senos altos como los de una adolescente, porque no hace juego con su cuerpo, ni con su rostro, ni con sus ademanes. Ni con su experiencia. Irene tenía los senos ligeramente bajos, llenos, y sólo se apreciaba su volumen estando desnuda. Con ropa parecían casi inexistentes, ocultos de esa manera misteriosa que solo la naturaleza sabe hacer. Era una amante apasionada y desde el principio comprendí que necesitaba un hombre joven como yo para saciar sus ansias, aunque jamás lo admitiese. Solía decir que era muy selectiva, que prefería pasar meses sin sexo a tener que acostarse con cualquiera. Y yo le creía.

Salí en el primer vuelo a Roma al día siguiente.