Prefacio

Anacapri, Isla de Capri, Italia,

«Cuando el monje extendió las manos ofreciéndole el cofre, se encontraba al borde del acantilado. Por un momento tuvo miedo de que fuese una trampa. Antes de entregárselo lo retuvo un instante como arrepintiéndose. Temblaba tanto que pudo sentir sus movimientos convulsivos. Luego el monje hizo un ademán brusco, soltó el cofre y se lanzó al vacío. No se escuchó ni un grito. Instantes después, solo un sonido seco acompañado de un crujido atenuado por la distancia. Horrorizado, se asomó al precipicio y pese a que ya estaba oscuro pudo distinguir un bulto informe sobre la roca plateada. Le invadió un profundo sentimiento de piedad, una mezcla de compasión, pena infinita y agradecimiento. Tenía en sus manos lo que había ido a buscar, sintió a través del grueso tejido de la mochila los listones de metal en la madera. Dio la vuelta y se alejó del lugar con largas zancadas: el mal estaba hecho y ya no había remedio. Sintió el viento frío como un latigazo en la cara y supo que estaba húmeda a pesar de que aún no había empezado a llover. Reprimió el sollozo y caminó con prontitud el largo trecho de regreso que lo llevaría a la piazza, cobijando el bulto bajo su chaqueta de cuero. Miró los signos fosforescentes de su reloj: tenía el tiempo justo para llegar al muelle y abordar el último ferry».

Muy a su pesar, Nicholas dejó de leer, giró hacia el hombrecillo y vio el lugar vacío. Estuvo tan absorto que no se percató de que se había ido. Dos arrugas cruzaron su frente y luego se transformaron en profundas hendiduras entre las cejas. Hizo memoria y recordó paso a paso lo sucedido desde temprano.