Cristina de Suecia, qué mujer esta. El 7 de diciembre de 1626 llegaba al mundo en Estocolmo la que se suponía que debía ser la futura reina sueca. Sus padres querían un chico, pero, como no atinaron, no les quedó otra que conformarse con la niña como heredera. Eso sí, ya que el rey no había podido tener un varón, educó a la niña como si lo fuera. Y en aquel siglo XVII era harto arriesgado meter los conocimientos destinados a un hombre en el cerebro de una mujer.
Con trece años hablaba siete idiomas, era una estupenda amazona, sabía de estrategia militar, manejaba la espada como nadie y leía a los clásicos. Suecia acabó teniendo una reina más lista que el hambre; tan lista, que cuando cumplió los veintiocho dijo que reine otro, que la vida es bella. Más o menos. Abdicó en su primo y se largó del país. A partir de aquí se dedicó a hacer lo que le vino en gana y a vivir sin importarle las acusaciones sobre sus gustos sexuales.
Dedicó su vida a lo que le gustaba: a charlar con filósofos, a ligar con quien le apetecía y a defender las bellas artes. Pese a inclinaciones tan ilustradas y a gozos sexuales tan veletas, Cristina logró meterse a tres papas en el bolsillo. Pero es que jugó muy bien sus cartas: Suecia era en aquel siglo XVII el mayor protectorado del luteranismo. La reina Cristina decidió abrazar la fe católica y aquella conversión, además de causar un revuelo impresionante en el mundo protestante, despertó las simpatías de Roma. Cristina de Suecia no fue santa ni de lejos, pero sirvió muy bien a los intereses católicos de la época, por eso los papas miraban para otro lado cuando ella se disipaba. Y si no, a ver de cuándo a esta parte iban a aguantar que una mujer dijera en el siglo XVII una frase como «no tener que obedecer a nadie es dicha mayor que mandar en toda la Tierra». Por mucho menos te mandaban a la hoguera y, por supuesto, no pisabas el Vaticano ni muerta. Salvo ella, porque es una de las cuatro mujeres que están enterradas en las grutas vaticanas. Con los papas y entre los papas.