El 5 de diciembre de 1831 pagaron caros sus gritos el general José María Torrijos y cincuenta y dos de sus valientes. Fueron apresados por las tropas realistas de Fernando VII por empeñarse en derrocar el absolutismo. Les quedaban seis días de vida.
Andaba Torrijos dando guerra al absolutismo por Gibraltar, cuando, un supuesto amigo le atrajo con engaños hacia las costas de Málaga. Su falso aliado resultó ser el gobernador de la ciudad, que le tendió una trampa para capturarle aprovechando que habían sido antiguos compañeros en el ejército. Torrijos y los suyos se escabulleron como pudieron por Fuengirola, huyeron por Mijas y llegaron a Alhaurín de la Torre. Y aquí les pillaron. Se los llevaron a Málaga y allí estuvieron encarcelados cuatro días, hasta que el 9 de diciembre, el rey Fernando VII hizo llegar un mensaje de puño y letra que decía: «Que los fusilen a todos. Yo, el rey». Las cosas de palacio iban despacio, menos cuando se trataba de fusilar liberales.
El 11 de diciembre, sobre las arenas de la playa malagueña de San Andrés, cayeron Torrijos y los suyos al grito de: «¡Viva la libertad!». El general, más chulo que un ocho de canto, pidió una última voluntad: morir sin venda en los ojos y dar él mismo la orden de disparar. Este último deseo no se lo concedieron, porque si Torrijos llega a dar la orden, no hubiera sido una ejecución, habría sido un suicidio. Torrijos era listo, pero el jefe del pelotón lo era más.
Y viene al pelo recordar una situación graciosamente embarazosa que se dio durante la apertura de la ampliación del Museo del Prado. Allí estaba colgado el gigantesco cuadro que pintó Antonio Gisbert representando el fusilamiento de Torrijos. El rey Juan Carlos I inauguró el nuevo Prado y los reporteros gráficos que cubrieron el evento no pararon hasta que le captaron con sus cámaras delante del cuadro en el que Torrijos está a punto de morir por orden de un Borbón. Es lo que tiene la memoria.