A primeras horas de la mañana del 20 de octubre de 1982 los vecinos de las poblaciones ribereñas del río Júcar, en Valencia, amanecieron con el corazón en un puño. Sabían que el infierno estaba a punto de instalarse allí, y de hecho se instaló aquella tarde cuando el muro de contención de la presa de Tous cedió a la fuerza de las aguas. Fue la pantanada de Tous, y el resultado treinta y ocho muertos, cien mil evacuados, cosechas de cítricos y arroz inutilizadas, casas arrasadas, más de cincuenta pueblos devastados y trescientos millones de euros en pérdidas. Después de la tempestad no vino la calma. Vino la indignación, la rabia, el entierro de los muertos, la búsqueda de los desaparecidos… La paradoja, la gran broma de la naturaleza, es que en 1982 el embalse de Tous ahogó a una comarca de 100.000 almas y en 2006 estuvo a punto de matarla de sed, porque llegó al 11 por ciento de su capacidad. Asomaba hasta el campanario de la iglesia de uno de los pueblos que fueron anegados para su construcción.
Hasta el lugar del desastre fueron los reyes, fue el presidente Calvo Sotelo, fueron ministros, gobernaciones civiles; fue Felipe González, al que sólo le quedaban ocho días para alcanzar la presidencia del Gobierno; fue Carrillo, fue Fraga… Fue medio mundo, pero nadie llevaba la solución en el bolsillo. Después de un desbarajuste judicial que se dilató a lo largo de veinte años, con juicios que se suspendían, con jueces que renunciaban y con los afectados buscando culpables, por las vías penales unos y por la civil otros, al final se declaró al Estado responsable civil subsidiario.
Se han pagado en indemnizaciones unos doscientos cincuenta millones de euros, una cifra que se aproxima mucho a los trescientos en los que se valoraron los daños causados y que hubieran dejado satisfechos a los afectados de haberse pagado meses después de la catástrofe. Pero, claro, los euros de ahora no son las pesetas de entonces, y ahí está el IPC anual que puntualmente nos recuerda que lo que antes valía uno ahora vale cuatro.