El director Cayo Vela gobernaba con la batuta los compases que el maestro Alonso había compuesto para el sainete La mejor del puerto. Novecientos espectadores seguían el ritmillo con los pies desde el patio de butacas cuando a las nueve menos cinco de la noche del 23 de septiembre de 1928 un farolillo comenzó a arder. El tramoyista gritó fuego, se desató el pánico y ya no hubo escapatoria. El teatro Novedades de Madrid ardió y dejó entre las llamas sesenta y siete muertos.
Aquel viernes de hace ocho décadas, noche de comedia, acabó en drama, porque las condiciones del teatro y la escenografía ayudaron lo suyo. Cuando se inició el incendio había sobre las tablas un barco de madera adornado con luces. Un cortocircuito provocó que uno de los farolillos prendiera, las llamas alcanzaron el techo y, para remate, el fuego impidió llegar hasta el manubrio de madera que accionaba el telón metálico para separar el escenario del patio de butacas.
Surgió entonces el sálvese quien pueda, y las desesperadas carreras de espectadores provocaron que las muletas de uno de ellos atascaran las escaleras. Ni siquiera la orquesta, que en mitad del incendio intentaba calmar los ánimos tocando Las lagarteranas, transmitió un poco de cordura. Este hecho recuerda a la orquesta del Titanic tocando a Vivaldi mientras el transatlántico se iba a pique.
Mentes supersticiosas dicen que ése era el destino del teatro Novedades por haberse inaugurado un día 13, y lenguas viperinas añaden que el mal fario lo llevó Isabel II por ser la encargada de inaugurarlo. Pero la verdadera razón del incendio fue que el teatro estaba mal construido y con nulas medidas de seguridad. Al menos sirvió para que, a raíz de la desdicha, se aprobara la primera medida contra incendios en locales de pública concurrencia. Como en tantas ocasiones, la tragedia llegó antes que la norma.