Primero de Mayo, Día Internacional de los Trabajadores y casi siempre, puente. El origen de la fiesta se remonta ciento y pico años atrás, cuando el 1 de mayo de 1886 las organizaciones sindicales de Estados Unidos convocaron una huelga general para que se cumplieran las ocho horas de trabajo que estipulaba la ley y que los empresarios se saltaban a la torera un día sí y otro también. El lema de aquella primera manifestación fue «ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas de educación».
Porque, efectivamente, existía una ley que marcaba una jornada laboral de ocho horas, la Ley Ingersoll, pero en los contratos laborales, los empresarios añadían una letra pequeña que obligaba a los obreros a trabajar catorce o dieciséis horas si la empresa lo requería. Y lo requería a diario. Los trabajadores se inflaron, especialmente los de Chicago, la ciudad que sufría condiciones laborales más duras. Y fue en Chicago donde los obreros se llevaron la del pulpo, en concreto los de la empresa McCormick, que continuaron con la huelga durante los siguientes días al primero de mayo y que acabaron masacrados por la policía. Cinco de ellos, incluso, ejecutados meses después tras una pantomima de juicio.
La prensa puso su magistral granito de arena en apoyo de los trabajadores; los llamó «lunáticos antipatriotas», «rufianes rojos comunistas», «truhanes» y «brutos asesinos». Pasados tres años de aquellos sucesos, la Segunda Internacional Socialista, la de 1889, instituyó el Primero de Mayo como jornada para perpetuar la memoria de aquellos trabajadores, y desde entonces hasta hoy no hay comienzo de mayo sin manifestación en casi todo el mundo. Salvo, por supuesto, en Estados Unidos, lugar del sucedido, porque como a ellos les gusta ir por su cuenta, celebran el Día del Trabajo, no de los Trabajadores, el primer lunes de septiembre. Y, por cierto, si usted, lector, disfruta de una jornada laboral máxima de siete u ocho horas mondas y lirondas, felicidades.