El 27 de mayo de 1878 vino al mundo en California (Estados Unidos) uno de esos personajes que merecerían haber nacido un siglo más tarde, aunque bien es cierto que quizás haya pasado a la historia precisamente por su anacronismo. Nació Dora Angela Duncan, la gran Isadora Duncan, la que vivió como quiso, bailó como nadie e hizo lo que le vino en gana… Pero también hubo malas noticias: vio morir a sus tres hijos y su propia vida se le quedó corta, ahogada por un delicado y traicionero fular de seda.
Isadora Duncan revolucionó el baile como ninguna otra. Mandó a freír espárragos los tutús, las zapatillas de puntas y las reglas de la danza clásica, con sus posturitas tan tiesas y sus delicados brinquitos. Ella bailaba de forma libre, dejando que fluyera el movimiento y la expresión corporal, cubriendo su cuerpo sólo con velos transparentes y evolucionando descalza. Así aprendió a bailar de niña, imitando el movimiento de las olas de la bahía de San Francisco, y ese peculiar arte danzarín fue el que mostró en los escenarios. Por supuesto, para el público no dejaba de ser una excéntrica, pero esa extravagancia fue la que la llevó a la cúspide de la danza.
Y con el mismo descaro que atacó el baile, atacó también su vida, saltándose de brinco en brinco la moral y los convencionalismos. Se guiaba por impulsos y amaba tanto a hombres como a mujeres. Jamás se casó porque jamás quiso casarse y tuvo hasta tres hijos de tres padres distintos. Su mayor golpe fue perder a dos de los críos ahogados cuando el carruaje que los llevaba cayó al río Sena, en París, y dar a luz a un tercero que murió a las pocas horas.
Isadora Duncan, que había nacido para bailar, acabó bailando para sobrevivir, aunque la vida nocturna, el alcohol y sus peculiares amantes no la ayudaron a centrar su vida. Una vida que terminó arrastrada por una carretera de la Costa Azul francesa, cuando un extremo de su chalina de seda se enredó en los radios de la rueda trasera del coche en el que viajaba, estrangulándola y arrancándola de su asiento. Isadora quedó desmadejada sobre el asfalto cincuenta años, tres meses y veintiún días después de haber nacido para la danza.