Sir Arthur Conan Doyle fue a lo largo de toda su vida un culo inquieto, y ese culete recibió el 22 de mayo de 1859 sus primeros azotes. Nació en Edimburgo, Escocia, en una familia de artistas. De casta le viene al galgo. El padre de Arturito era el menos artista de todos, el único que no prosperó, porque solo demostró mucho arte para empinar el codo. Pero esto no fue un inconveniente para que le saliera una lumbrera de hijo: polifacético, emprendedor, aventurero, patriota y padre del más famoso detective de ficción de la historia: Sherlock Holmes.
Rara vez la vida discurre por donde uno la planea, esto es elemental, y sir Arthur Conan Doyle tampoco consiguió su meta. El quería ser autor de novela histórica, pero el triunfo le vino con el género que más odiaba: el policíaco. Acabó tomándole tanta manía a su criatura, a Sherlock, que llegó un momento en que decidió acabar con él, aunque ocho años después tuvo que resucitarlo en El sabueso de los Baskerville para que dejaran de darle la tabarra sus incondicionales y su madre.
Pero, al fin y al cabo, Sherlock Holmes sólo fue un agradable accidente en la vida del escritor, porque Conan Doyle fue mucho más allá y tuvo una vida desmesuradamente variopinta: fue médico, hizo incursiones en política, impulsó la creación de clubes de boxeo, se interesó por la aeronáutica, el automovilismo y la navegación, contribuyó a introducir el esquí en Suiza, viajó al Ártico y a África, y, además de cavilar las historias del detective y su fiel Watson, escribió también muchos cuentos, ensayos y novelas alejadas de la investigación.
En los huecos que le dejaba tan frenética actividad le dio tiempo a lo más excéntrico de todo: se hizo espiritista y pasó los treinta últimos años de su vida convencido y convenciendo de que se puede comunicar con el espíritu de los muertos. Y, hombre, no es por quitar mérito a sir Arthur Conan Doyle, pero se le dio mucho mejor trenzar tramas para luego desenredarlas a golpe de deducción científica que hablar con los espíritus. No le contestó ni uno.