Cómo se le debe quedar el cuerpo a uno cuando, ante un pelotón de fusilamiento, espera oír los disparos de los fusiles y lo que escucha es que le acaban de indultar. Exactamente esto le ocurrió al escritor ruso Fiodor Dostoievski el 22 de diciembre de 1849. Con la capucha de los condenados puesta y hecho un flan, supo que el zar Nicolás I había conmutado su pena de muerte por la de trabajos forzados en Siberia. A Dostoievski sí que le tocó el gordo.
Dostoievski consiguió un gran éxito literario con su primera novela, Pobres gentes, pero las siguientes recibieron unas críticas demoledoras. Se deprimió y buscó salida a su inconformismo social y personal en unas reuniones clandestinas de jóvenes intelectuales rusos. En una de aquellas reuniones se les coló un topo y se cayeron con todo el equipo. Dostoievski, un joven de veintiocho años, delgaducho, desgarbado y pecoso, se vio envuelto en un proceso que le condenó a él y a sus amigos a la pena de muerte.
Aquel 22 de diciembre, el grupo de condenados llegó escoltado por los cosacos. A los tres primeros, entre los que estaba Dostoievski, les ataron a tres postes y justo antes de que les vendaran los ojos tuvieron tiempo de ver, apilados en un carro, los ataúdes que esperaban inquilino. Cuentan que el escritor murmuró al compañero condenado: «No me puedo creer que me vayan a fusilar». Y tenía razón, porque en ese instante irrumpió un cosaco a caballo con la orden del zar que conmutaba las penas de muerte por cuatro años de trabajos en Siberia. Al escritor le dio allí mismo un ataque epiléptico, una enfermedad que ya no le abandonaría el resto de su vida.
Pero hasta con epilepsia incluida, Fiodor Dostoievski se convirtió en uno de los más grandes escritores del siglo XIX. Y menos mal que la sentencia de muerte no se cumplió, porque con Dostoievski habrían muerto fusilados el joven Raskolnikov de Crimen y castigo; el príncipe Myshkin de El idiota, todos los hermanos Karamazov y cientos de personajes más que aún estaban por salir de su atormentada pluma. A ellos también los indultó el zar Nicolás I, pero fue sin querer.