El sambenito de Sade

No hay nada peor que pasar a la historia con mala fama. No hay forma de sacudírsela de encima. El marqués de Sade no es que fuera un bendito, pero tan, tan, tan malo, tampoco. Era un crápula viciosillo, pero no peor que muchos de sus colegas de época, lo que pasa es que unos cardaban la lana y el marqués de Sade se llevó la fama. Sea como fuere, el 2 de diciembre de 1814 el marqués de Sade murió y legó al mundo un sinónimo de perversión sexual: sadismo. Menudo sambenito le cayó encima. Se llamaba Donatien Alphonse François, y Sade era el apellido. El panorama que se le presentó en la vida fue el siguiente: el padre tan pronto estaba corriendo tras las faldas de madame de Pompadour, como le tiraba los tejos al mismísimo Voltaire; la madre se desentendió del crío; el tío, encargado de su educación, era sacerdote, pero impartía misa por la mañana con el mismo desparpajo que utilizaba por la noche para montarse juergas con las parroquianas. La esposa del marqués era una puritana y la suegra cumplía todos los tópicos: era más mala que un dolor, así que se la juró a su yerno y usó todas las influencias de la corte para no dejarle a sol ni a sombra. Con un ambiente familiar tan sugerente, el marqués se dio a las orgías y, como era muy imaginativo, se lió de más.

Pero el marqués de Sade también fue un gran escritor, buen dramaturgo y aceptable actor. No hacía nada que no estuviera de moda en la época entre los nobles, el clero, los profesionales de alto standing y los varones de alta alcurnia: frecuentar los prostíbulos parisinos con señoritas especializadas en prácticas… eso, especiales. Pero el foco se centró en él y fue él quien se largó a la tumba con cargo de conciencia por haber sido un mal bicho. Por eso escribió que sobre su tumba se plantaran semillas para que la espesura la tapara y se borrara entre los hombres el recuerdo de su existencia. Pobre, no era tan malo.