Idí Amín, el dictador de Uganda, estaba como una cabra, eso lo recuerda casi todo el mundo, lo que pasa es que era un loco peligroso, y pocos se atrevieron a llevarle la contraria. Uno de los episodios más surrealistas de su gobierno se produjo el 2 de octubre de 1975: obligó a cinco británicos a arrodillarse ante él, a integrarse en el ejército ugandés y a prometer que lucharían contra el régimen del apartheid. La foto de aquel momento es para verla: cinco ingleses con traje y corbata, arrodillados frente a un mastodonte de casi 2 metros y 110 kilos de peso, vestido de militar y puesto en jarras. A ver quién se negaba.
A Idí Amín, los términos derechos humanos le sonaban a chino, por algo acabó con la vida de casi medio millón de compatriotas durante sus nueve años de dictadura. Asunto que no preocupaba al resto de líderes africanos, porque le llevaron a la presidencia de la Organización para la Unidad Africana, la OUA, y total, sólo porque Amín criticaba abiertamente el régimen racista de Sudáfrica. Ya les vale… como si la sartén tuviera algo que decirle al cazo.
Aquella peripecia de los británicos arrodillados no fue la única por la que pasaron los ciudadanos ingleses residentes en Kampala, en la capital. Aquel mismo año de 1975 también les obligó a que, de vez en cuando, le llevaran a hombros en su trono. Y ni rechistaban, porque les había salido el tiro por la culata. Fueron los británicos quienes entrenaron a Idí Amín como militar y los que le dieron todo su apoyo cuando arreó el golpe de Estado del año 71. Luego vinieron mal dadas y ya era demasiado tarde para actuar.
Aquel extravagante antropófago se les había ido de las manos. Sólo les quedó aguantarse, reírle las gracias cuando se hacía llamar «el último rey de Escocia» y salir por pies en cuanto pudieron. Por supuesto, el mundo nunca se planteó poner orden en el régimen tiránico de Uganda. Todos hicimos mutis por el foro, Estados Unidos cerró su embajada y dejamos que se apañaran ellos. Hay que entenderlo, en Uganda no hay petróleo.