Los pactos de Múnich

Si hubo algún hecho que convenció al perturbado de Hitler de su omnipotencia ante Europa, ése fue el que se produjo el 29 de septiembre de 1938. Se firmaron los nefastos pactos de Múnich, aquellos que permitieron al Führer invadir Checoslovaquia con el beneplácito europeo. El ministro inglés Chamberlain, después de estampar su firma, se volvió a Londres convencido de su heroicidad por haber evitado la guerra. Cuando notó el aliento de Hitler en el cogote, le bajaron los humos. Y es que fue Europa la que alimentó al monstruo. En los Sudetes, al norte de Checoslovaquia, habitaba gran número de alemanes, y Hitler dijo, puestos en este plan, me quedo la zona. Y lo quiso hacer con la venia de las potencias europeas. Se sentaron a negociar, por un lado, Reino Unido y Francia, y, por otro, Alemania. Como mediador, Mussolini. Menudo cuarteto. Y, por supuesto, en la mesa de negociación no dejaron sentarse a Checoslovaquia. Era el país directamente afectado, pero como sabían que iba a votar en contra de que le invadieran los nazis, le dijeron «tú no negocias».

Los pactos de Múnich dieron alas a Hitler, que al día siguiente de la firma comenzó la invasión. Pero no se quedó en los Sudetes. Unos meses después había borrado del mapa a Checoslovaquia. Tras la firma de aquellos pactos, el ministro británico Chamberlain volvió a su país encantado de haberse conocido y los ingleses le recibieron como un héroe por haber evitado una guerra en Europa. Aunque lo que en realidad hizo junto con su colega francés fue echarle un hueso checoslovaco a los nazis para que se entretuvieran y así les dejaran en paz a ellos.

Hitler, mientras, se quedó en Múnich partido de la risa por la ingenuidad de los representantes europeos. La Segunda Guerra Mundial comenzó a gestarse y se demostró que Chamberlain no había evitado absolutamente nada. Cero patatero.