Calígula estaba como una cabra romana, esto no lo discute nadie, lo que pasa es que el pueblo de Roma aún no lo sabía cuando el 28 de marzo del año 37 le aclamó en su primer día como emperador. Cómo iban a sospechar que aquel jovenzuelo de veinticinco años alcanzara tales niveles de perturbación.
Calígula hizo trampa para llegar a emperador. Su antecesor, su abuelo adoptivo Tiberio, dejó dicho en su testamento que el imperio debía ser repartido entre sus dos nietos Gemelo y Calígula. Pero «Sandalita» —eso significaba Calígula—, con la ayuda de otros de su calaña, consiguió que el Senado invalidara el testamento para proclamarle emperador sólo a él.
Al principio la cosa fue bien. Se metió a todo el mundo en el bolsillo: decretó una amnistía, dio al pueblo el derecho a voto para elegir magistrados, repartió dinero, regalos y comida entre la plebe, subió el sueldo a los soldados, organizó banquetes para los senadores… todo estupendo. Hasta que los desequilibrios mentales que aparentemente no se apreciaban salieron a flote todos de golpe tras un ataque epiléptico.
Se vio entonces la otra cara de Calígula: comenzó a envenenar a troche y moche, nombró cónsul a su caballo Incitatus, llenó Roma de estatuas de oro, vació las arcas del Estado y, el colmo, se hizo declarar dios viviente y todo el mundo tenía que arrodillarse ante él. Sus depravaciones sexuales son tan conocidas que es innecesario mencionarlas. En menos de cuatro años de gobierno desquiciado ya había cola para asesinarle, y el fin de Calígula, de «Sandalita», llegó con treinta heridas de espada.
Su tío Claudio, el de la serie de la tele, fue el sucesor. Pero él no quería.