El rey de Roma

El 20 de marzo de 1811 nacía Napoleón II, el último rey de Roma, ese que está en boca de todos cuando por la puerta asoma. Pero esto hay que matizarlo, porque ni el refrán es correcto —no se sabe a cuento de qué el ruin de Roma derivó en rey de Roma— ni Napoleón II, hijo del Napoleón de toda la vida, era rey de Roma como se entendió, primero, en la Antigüedad clásica y, después, durante el Sacro Imperio Romano Germánico. Napoleón II fue, el pobre, un rey de Roma de pacotilla.

El Bonaparte, ya saben, repudió a la famosa Josefina porque no le daba un heredero para su imperio. Casó después con la archiduquesa María Luisa de Austria, una artimaña para entroncar con una de las dinastías imperiales con más solera de Europa y con la esperanza de que así fuera mejor aceptado como emperador. No sólo él, sino también el heredero que se supone que debería de llegar. Y llegó. Nació aquel 20 de marzo Napoleón Francisco Bonaparte, un chavalín al que su padre otorgó nada más nacer el título de rey de Roma, paso previo para ser luego emperador. Pero esto se lo inventó directamente Napoleón para intentar continuar una tradición que ya había perdido toda su enjundia en el siglo XIX. Pero, bueno, mejor lo del rey de Roma que no el otro apodo que le pusieron, el Aguilucho.

Le llamaron así porque el águila era el símbolo de las tropas francesas, copiado de las legiones de la antigua Roma. Como el águila simbolizaba el imperio napoleónico, al hijo de Napoleón le pusieron el aguilucho, la cría del águila. Pero, al final, por culpa de los desmanes de su padre, todo se le quedó en nada al heredero: el imperio, el título de rey de Roma y hasta la vida, porque acabó exiliado en Austria, la tuberculosis lo mató con veintiún años y fue oficialmente emperador menos de una semana.

Padre e hijo casi ni llegaron a conocerse y sólo consiguieron reunirse después de muertos, y encima gracias a Hitler, que fue el que envió los restos de Viena a París para que el rey de Roma y el emperador de Francia, enterrados ahora muy cerquita, se lamenten por los siglos de los siglos del hundimiento de su imperio.