Uno de los políticos más íntegros y honrados que ha tenido este país se llamó Nicolás Salmerón. Es de suponer que por eso duró sólo dos meses en la presidencia de la Primera República. No temía al rey ni a Dios; sólo tenía miedo de traicionar su conciencia, por eso el epitafio que reza en su magnífico panteón del cementerio Civil de Madrid, el más bonito de la necrópolis, el que atrapa la mirada del visitante nada más entrar, es uno de los más célebres y celebrados: «Dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte».
Fue un 20 de septiembre de 1908 cuando Nicolás Salmerón se largó de este mundo mientras estaba de vacaciones en los Pirineos franceses. No tuvo tiempo de sufrir el estrés pos vacacional. El traslado de sus restos en un tren especial desde el sur de Francia hasta Madrid fue, como poco, apoteósico, pero es que su llegada a la capital colapsó la ciudad. Todos los diputados, todos, interrumpieron la sesión del Congreso, aquel que presidió Salmerón en tres ocasiones, para salir a las escalinatas de la Carrera de San Jerónimo e inclinar la cabeza al paso del féretro.
Era lo menos que podían hacer por un tipo que se había partido la cara en voz alta y sin tapujos por la educación en España. La contundencia de sus planteamientos provocó que los Borbones del siglo XIX se la tuvieran jurada. Dijo el temerario Salmerón: «¿Sabéis lo que cuesta la Monarquía… el mantenimiento de una familia? Pues trece millones de pesetas. ¿Sabéis qué se paga en España por el mantenimiento de todos los Institutos de Segunda Enseñanza? Pues diez millones de pesetas. Es decir, que vale más mantener la persona del monarca que educar la nación». Después, evidentemente, lo echaron. Porque tenía razón.